Fascismo aristocrático

Fascismo aristocrático
Nicolás Sesma Landrín

En tiempos de crisis, presentarse como antisistema es una condición necesaria para el éxito. Da igual que uno forme parte del mismo, hace ya tiempo que es más importante proclamar las cosas que cumplirlas o que serlas. Un ejemplo reciente: probablemente es difícil pensar en alguien más integrado en el sistema económico, mediático y político que Donald Trump, un empresario millonario, en buena medida por herencia, estrella de la telerrealidad y, otro pequeño detalle sin importancia, presidente de los Estados Unidos. Da igual, y bien lo sabe Rocío de Meer, representante de Vox por la provincia de Almería en el Congreso de los Diputados. Al día siguiente de contraer Trump el coronavirus, y bajo el hashtag #SpainSupportsTrump, la diputada publicaba en twitter una fotografía del presidente norteamericano con la bandera de fondo, algo muy propio de los antisistema, y una doble profecía que sonaba a un aviso para navegantes: “Primero vencerá al virus. Después vencerá al establishment”.

Más allá del debate, a estas alturas más moral que analítico, sobre si Trump como líder y Vox como partido representan una nueva forma de fascismo, es innegable que uno y otro se inspiran en varias estrategias propagandísticas utilizadas por los movimientos fascistas durante la crisis de los años treinta. Entre ellos, servirse de este tipo de fórmulas pegadizas, flashes doctrinales que no son tanto la expresión de un programa de gobierno sino un instrumento de movilización. Así se entiende su voluntad de presentarse como los únicos que llaman “a las cosas por su nombre” frente a la dictadura de “lo políticamente correcto”, practicada por unas “élites globalistas”, ineficaces, burocráticas y liberticidas, ante las cuales aparecen como la última esperanza de la “gente común y corriente”, abandonada por unos conservadores perdedores de la guerra cultural –la “derechita cobarde”–, acomplejada a la hora de defender sus valores.

Estos mensajes genéricos fueron decisivos para la llegada de Donald Trump al poder, ya que enlazaron perfectamente con el perfil de los últimos candidatos demócratas, que estimulaban los sentimientos de agravio racial y masculinidad herida de una parte importante de la empobrecida clase media blanca. Ahora bien, la comunicación es necesaria, pero no suficiente. La legislación electoral –el sistema, otra vez– favorece precisamente la sobrerrepresentación de estas clases medias blancas, y eso fue igualmente decisivo. Sin mensaje, no obstante, tampoco se habrían movilizado. Y es que la realidad es así, compleja y multicausal, con diversos factores interactuando constantemente.

Según estas premisas, ¿cuáles son las perspectivas de Vox? Los mensajes genéricos que han utilizado hasta ahora estaban, en buena medida, extraídos del laboratorio de Steve Bannon y del modelo del antiguo Front National francés, abanderado intelectualmente por Marion Marechal Le Pen, ¿son suficientes mimbres para aspirar a la hegemonía ideológica? Además de la comunicación, ¿cuentan con esos otros factores que pueden resultar igualmente decisivos llegada la oportunidad? En la historia hubo fascismos triunfantes, pero también fascismos fallidos. Todos ellos participaban de una misma corriente ideológica, pero dado que la característica principal de todos ellos era el ultranacionalismo, su éxito político dependía del grado de adaptación a la verdadera situación del país de estos flashes doctrinales, que preparaban el terreno para activar el proceso de conquista del Estado.

En su momento, el fascismo español también se presentó como la expresión de una revuelta generacional y como un movimiento que nadaba a contracorriente. Y lo hizo también de la mano de un puñado de consignas tan atractivas como vacías de contenido: desde la “unidad de destino” y el “hombre como portador de valores eternos” hasta las jonsistas “Arriba España” y “España, una, grande y libre”. Como rezaba la pintada falangista con la que José Carlos Mainer abría su antología Falange y literatura: “Ellos tienen el poder, nosotros la poesía”. 

El mayor error que podría cometer la izquierda con estas plataformas intelectuales sería subestimarlas. Ya lo hicieron en los años treinta y los resultados fueron catastróficos

Con todo, el carismático líder de Falange Española, José Antonio Primo de Rivera, tenía un serio problema de credibilidad. No sólo porque presentarse como patriota con un producto ideológico importado siempre resulta difícil, sino también porque ir de revolucionario antisistema cuando tu padre ha sido dictador del país, se dispone de un título nobiliario y se alcanza el parlamento en una candidatura de adinerados monárquicos es, cuanto menos, complicado. El mismo problema tenía en Gran Bretaña sir Oswald Mosley. De hecho, José Antonio y Mosley eran los únicos líderes de partidos fascistas con educación universitaria. Que Hitler y Mussolini comenzaran sus carreras desde bien abajo les investía de un cierto halo de autenticidad, lo de Mosley y José Antonio fue siempre un fascismo aristocrático. Nunca obtuvieron suficiente respaldo popular. Aunque generaba simpatías en las altas esferas, el británico fue incapaz de abrir una brecha en las instituciones, mientras que el español comprobó que participar en una conspiración militar para dar un golpe de Estado era su única alternativa, aunque por el camino se convirtió en una guerra civil y se le acabó llevando a él por delante.

Hoy como ayer, Vox tiene las mismas fortalezas y las mismas debilidades que tuvo en su día el falangismo. Sería estúpido negar que el liderazgo de Abascal es carismático, y si jugamos a la política-testosterona como en el último debate electoral, personajes como Pablo Casado y el gratamente olvidado Albert Rivera parecían niños a su lado. Sin embargo, sus poco convincentes referencias a George Soros suenan a calcos directos de otros países donde el antisemitismo sigue pesando electoralmente, y en España hace tiempo que la derecha no juega ya esa baza. En el mismo sentido, la pretensión de pasar por “la España que madruga” con un modelo económico que suena más al ultraliberalismo del Chile pinochetista que a la protección populista del fascismo clásico, y la presencia de tantos apellidos compuestos –no todo el mundo puede presumir de llamarse Iván Espinosa de los Monteros y de Simón– suena demasiado a fascismo aristocrático como para poder romper su techo de cristal electoral.

Precisamente para terminar de ajustar estas fórmulas doctrinales e intentar que resulten más coherentes con la realidad del país, Vox acaba de dotarse de su particular think tank, y a la hora de bautizarlo han acudido nuevamente a la seguridad del discurso antisistema: la Fundación Disenso.

Según el diccionario de la Real Academia de la Lengua –cuyos miembros forman parte del sistema, lo que convierte en parte del mismo a Arturo Pérez Reverte, otro que siempre se encuentra como pez en el agua presentándose como todo lo contrario–, “disenso” viene definido como disentimiento, es decir, la acción y efecto de disentir. En este caso, como indican en su recién estrenada página web, “disentir de la opinión dominante, de la corrección política que limita libertades y derechos fundamentales” y con el objetivo de “forjar un nuevo consenso […] y la reivindicación de España como nación”.

En su nómina de colaboradores, no obstante, si hay disidentes de algo es de la izquierda. Tampoco se trata de una novedad. No en vano, El libro negro del comunismo, la biblia académica internacional de todo aquel que defienda que el fascismo fue una mera reacción al totalitarismo comunista, estaba coordinado por Stéphane Courtois, antiguo militante maoísta reconvertido en anticomunista furibundo, una trayectoria que quizá les evoque la de un conocido locutor de radio turolense. La ley del péndulo es así, en lugar de agotar la capacidad de creencia ciega en una causa y aprender a dudar un poco más, estos predicadores del dogma optan por el “a rey muerto rey puesto”. En esta línea se sitúan también viejos conocidos como Hermann Tertsch, que pasó de dirigir la sección de opinión de El País a terminar perpetrando Diario de la noche en Telemadrid, donde sustituyó a otro que primero contra y luego con Franco vivía mejor, Fernando Sanchez Dragó, nuestro particular Gabriel Matzneff, pues quién mejor para defender el modelo de familia tradicional que una persona que reconoce abiertamente en sus escritos sus relaciones sexuales con menores de edad. De nuevo, la realidad da absolutamente igual. De hecho, de tanto repetírselo, hasta ellos mismos creen íntimamente ser héroes que nadan a contracorriente de la tiranía progre.

El mayor error que podría cometer el conjunto de la izquierda con estas plataformas intelectuales sería subestimarlas. Ya lo hicieron en los años treinta y los resultados fueron catastróficos. Tony Judt lo advertía hace ya algunos años: “Si la izquierda quiere recuperarse, le vendrá bien algo de modestia”. Mofarse de las fórmulas de Vox no hará más que fortalecerlas. Sus latiguillos doctrinales no tendrán gran brillantez y son electoralmente insuficientes, pero están encontrando mucho eco en los cuerpos de seguridad y en el seno de las Fuerzas Armadas. Para el fascismo aristocrático, las crisis no son un problema, sino una oportunidad.

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Nicolás Sesma Landrin es profesor de Civilización española en la Universidad Grenoble Alpes (Francia). Dirige el proyecto “A la búsqueda de las fuentes de la democracia iliberal. Discursos, prácticas y redes en Europa y el mundo hispánico desde 1945 hasta la actualidad” de L’École des hautes études hispaniques et ibériques (EHEHI).


Fuente → ctxt.es

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