
Al
margen de su realidad semántica o política algunos términos de nuestra
gramática pública son, lo que podríamos denominar, significantes vacíos.
Tienen un sentido y un perímetro pero cada cual los completa con su
propia imagen mental del concepto. Monarquía y República
son, en la España de hoy, dos de esos significantes. Son además
términos muy connotados emocionalmente, grandes activadores de campos
políticos.
Para el campo de la derecha la monarquía evoca no solo estabilidad y orden
sino también una suerte de marchamo de su doble triunfo sobre la
izquierda: primero en la Guerra Civil, aniquilando el intento
democrático más logrado de avanzar hacia una República federal; décadas
más tarde durante la Transición, cuando nuestra dictadura en lugar de
caer como la portuguesa o la argentina, permitió a sus gestores gobernar
buena parte del tránsito al posfranquismo.
Así, cuando se impide abrir comisiones parlamentarias sobre negocios
ilícitos de la casa real, cuando se silencia en el CIS el menguante
apoyo a esta institución eludiendo preguntar sobre ella, o cuando los
medios de comunicación extranjeros desvelan que el monarca se gastó
500.000 euros en una luna de miel que no pagó de su bolsillo y que a la
larga aún no sabemos cuánto nos costará en favores diferidos a los
españoles… ¿es a la monarquía a la que tan ferozmente se defiende?
Quizá la feroz resistencia estriba en que revisar la forma de Estado
equivale a cuestionar en su vástago más logrado la propia dictadura
franquista y su legado. Porque efectivamente revisar la forma de Estado supone cuestionar los privilegios y ventajas acumulados durante la dictadura
por buena parte de nuestra aristocracia empresarial y principalmente
los privilegios y ventajas simbólicos y reales de Madrid como Corte y sede de la centralización absoluta del poder franquista en la capital de España. Se
resisten en definitiva a rendir cuentas de un periodo de nuestra
historia sobre el que muchos se esfuerzan por evitar que se haga
verdadera pedagogía y memoria.
Y en tanto que símbolo del actual status quo, en cierta
medida, cuestionar la monarquía es también cuestionar, o al menos hacer
zozobrar, el actual reparto de poderes en nuestro país. De ahí que la
defensa del monarca alcance apoyos no solo en el campo de las derechas.
Por contra para el campo de la izquierda y de las fuerzas nacionalistas la República
remite a la imagen de una caída, la de una democracia arrebatada, la de
la anulación de unos estatutos de autonomía aprobados antes del golpe
de Estado franquista, al desvanecimiento del camino hacia un Estado
genuinamente federal —recordemos que la posibilidad de aprobar el
Estatuto de autonomía de Andalucía avanzaba en julio de 1936 cuando tuvo
lugar el golpe—.
Este fuerte vínculo emocional con ambos conjuntos de ideas es la
razón por la cual cuando se avizoran posibles reformas de la
Constitución para corregir un sistema político institucional que a todas
luces ya no da más de sí, en España somos incapaces de sostener un debate serio.
Un debate que reconozca, por ejemplo, que el Senado no es una verdadera
cámara territorial y que precisamos una; que asuma que la
ultracentralización en Madrid de todos los poderes del Estado (Banco
Central, Bolsa de Valores, Gobierno, Congreso, altos Tribunales, sedes
de los principales medios de comunicación, principal hub aeroportuario y
19 de las 35 sedes del IBEX) es ineficaz para nuestro desarrollo
económico; que entienda que nuestro sistema de representación político
tiene que renovarse para garantizar la democracia interna de los
partidos políticos y el vínculo de los diputados con sus representantes;
que decida corregir y perseguir los mecanismos clientelares que llevan a
absurdos como tener la red radial de AVE más infrautilizada del mundo
mientras el Estado sigue invirtiendo lo mismo en más y más nuevos
kilómetros de AVE que en investigación y desarrollo.
En 2014 muchos pensábamos que esos cambios políticos integrales que
demandaba a gritos y en las plazas la sociedad española podrían llegar
de la mano del fin del bipartidismo. En consecuencia nos fijamos esa
meta y no otras como prioridad. Hoy, seis años más tarde, se hace
evidente que no fue suficiente. Necesitamos liberarnos de la última
rémora, destrabar el último candado de nuestro pasado.
Mientras nos debatimos por salir de esta crisis repensando nuestro
futuro, hoy ya sabemos que mientras no revisemos nuestra forma de Estado
y avancemos hacia un Estado federal no podremos trazar horizontes como
sociedad cohesionada. Además solo así dejaremos definitivamente atrás
nuestro oscuro siglo XX. Hoy sabemos también que hacerlo exigirá
inevitablemente revisar la monarquía, y con ella, nuestro pasado no
democrático. La cuestión está servida: ¿sobrevivirá la caduca,
desigualitaria y hereditaria institución medieval y lo que ella
representa también a esta transición?
Fuente → lavozdelsur.es
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