Azaña, símbolo del laicismo y blanco de falsos ataques religiosos
Manuel Azaña defendió un Estado laico y fue injustamente acusado de anticlericalismo.
El mito del “Cristo de Azaña” reflejó la manipulación política y religiosa de su figura.
Hace 85 años (3 de noviembre de 1940) que murió don Manuel Azaña Díaz. Pocas figuras políticas fueron tan odiadas como Azaña. Y ello por no doblegarse al sometimiento del poder religioso. Hoy día, pronunciar su nombre en ciertos ambientes sigue despertando la misma saña que se gastaban los círculos católicos en la II República.
Lo convirtieron en el símbolo de una política anticlerical y antirreligiosa, cuando lo cierto es que Azaña jamás fue antirreligioso. Lo consideraron el cerebro intelectual de la quema de iglesias durante el mes de mayo de 1931. Pero causaría más malestar en los predios clericales la glosa que Miguel Maura puso en su boca: “Todos los conventos de Madrid no valen la vida de un republicano” (Así cayó Alfonso XIII; de una dictadura a otra, M. Pons, 2007). Más todavía. Al católico Niceto Alcalá Zamora le atribuyó que dijera que “aquello fueron solo unas fogatas con virutas” (Ídem). Lástima. Ninguno de los dos políticos, ni Azaña y Alcalá, vivieron el tiempo suficiente para refutar acusaciones tan venenosas y hechas con tanta inquina.
Lo convirtieron en el símbolo de una política anticlerical cuando lo cierto es que Manuel Azaña jamás fue antirreligioso
No es de extrañar que algunas de las frases por las que se le quiere hacer pasar a la historia como un ser “abominable” o como “el monstruo de Alcalá”, que dijera El Diario Vasco (15.10.1937) y El Pensamiento Navarro (7.11.1937) o son apócrifas o se citan de modo incompleto o descontextualizadas o dictadas en un tiempo imposible de replicar.
Ningunas tan denostadas como las que pronunció en octubre de 1931 en las Cortes Españolas: “España ha dejado de ser católica”. Y ahí se quedaron las derechas sin reparar en el comentario que le siguió:
“El problema consiguiente es organizar el Estado en forma tal que quede adecuado a esta fase nueva e histórica el pueblo español. Yo no puedo admitir que a esto se le llame problema religioso. El auténtico problema religioso no puede exceder de los límites de la conciencia personal, porque es en la conciencia personal donde se formula y se responde la pregunta sobre el misterio de nuestro destino. Este es un problema político, de constitución del Estado, y es ahora precisamente cuando este problema pierde hasta las semejas de religión, de religiosidad, porque nuestro Estado, a diferencia del Estado antiguo excluye toda preocupación ultraterrena y quita a la Iglesia aquel famoso brazo secular que tantos y tan grandes servicios le prestó. Se trata simplemente de organizar el Estado español con sujeción a las premisas que acabo de establecer”.
Palabras que, perfectamente, podrían ser las muletas ortopédicas en las que basar el Estado Aconfesional que establece la Constitución actual. Pero mejor dejarlo así. Solo faltaba a las derechas de este país que la Constitución actual adquiriese el calificativo de azañista.
Además de los destierros del cardenal primado Pedro Segura y del obispo de Vitoria, Mateo Múgica, se le acusó de ser el artífice de la disolución de la Compañía de Jesús en 1932, de la implantación de la Ley de Confesiones y Asociaciones religiosas en 1933 y de múltiples decretos tendentes a aplicar en España la configuración de un Estado Laico, tal como dictaba la Constitución de 1931. Vamos, como si el resto de las fuerzas políticas no contaran a la hora de aprobar tales articulados legislativos.
Por todo ello y por otras decisiones más, sería calificado con los más degradantes insultos pocas veces pronunciados contra un político. Durante la guerra y a posteriori, lo habitual fue calificarlo como “el Monstruo”, “el Verrugas”, “Máximo fantasmón”, “Degenerado”, “El Gran Insensato”, perlas que pueden hallarse en las páginas de Diario de Navarra. Su director, Garcilaso, como diputado que fue, se encontró en ocasiones delante de Azaña, pero nunca se atrevió a decirle guapo. En cambio, en las cómodas páginas del periódico no tuvo reparo en acoger esta deliciosa gema palabrática: “(Azaña) parece más bien la absurda experiencia de un nuevo y fantástico Frankenstein, que fruto de los amores de una mujer” (Diario de Navarra, 16.8.1936).
Al morir Azaña, 3 de noviembre de 1940, la prensa de derechas dijo que Manuel Azaña “se había convertido a la fe”. El libro de Gabriel M. Verd, La Conversión de Azaña, habla del encuentro del obispo Théas con un Azaña moribundo al que intentó “darle la comunión en forma de Viático, sin conseguirlo”.
La esposa de Azaña, Dolores Rivas Cherif, en una entrevista en TVE, en 1985, negó que su marido se confesara o comulgara: “Si llamé al obispo”, dijo, “lo fue en calidad de amigo”.
En realidad, nunca hubo tal conversión. No era necesaria. Azaña no era ateo. A lo sumo, agnóstico o deísta. Que no pisase la iglesia no significaba que fuese un descreído. Recuérdese que se casó por la Iglesia en 1929 en los Jerónimos. Pero nada extraño tiene que se airease su conversión espiritual a la hora de su muerte. Era la manifestación del triunfo de la Religión por la que los fascistas habían dado el golpe de Estado. Y, por supuesto, del craso error de Azaña al aplicar su política laicista.
Hasta los anarquistas cayeron en semejante trampa interpretativa
Hasta los anarquistas cayeron en semejante trampa interpretativa. En La Tierra, se publicaría un artículo titulado “Dormía protegido por Dios. El Cristo de Azaña”. En él presentaba a Azaña como “el representante del laicismo más genuino que dormía en el ministerio de Guerra bajo la protección de un magnífico crucifijo y al que se denomina, desde entonces, en aquel departamento del Ministerio de Guerra, el Cristo de Azaña”.
La Tierra dijo que el sr. Rocha, sucesor de Azaña en el ministerio de Guerra, había dicho que “él mismo quitó de la cabecera de la cama el crucifijo bajo cuya protección dormía (Azaña)” (La Tierra, 5.4.1934). Pero, al ser preguntado Martínez Barrios sobre el asunto, dijo que “el sr. Rocha encontró en una sala inmediata a la habitación en que dormía Manuel Azaña, y que utilizaba para cuarto de vestir, un magnífico cuadro que representa a Cristo en la Cruz”. Luego, “se confirmó que se trataba de una pintura religiosa por la que el sr. Azaña sentía especial devoción, pero, aun así, el cuadro fue devuelto al Museo de El Prado”.
Es decir, nunca hubo tal crucifijo. Solo una pintura de un Cristo crucificado y que se encontraba en una habitación aneja al dormitorio de Azaña. Pero el bulo ya estaba hecho. Tanto que en la anarquista La Revista Blanca se dijo que “ningún jesuita duerme con un cristo en la cabecera como Azaña” (21.11935).
¡A saber cómo dormían los jesuitas!
Cuando se encontraba en el exilio, en Diario de Navarra, su subdirector, cerebro intelectual del foralcatolicismo, Eladio Esparza (E.E.), decía:
“¿Puede Azaña dedicarse ahora, no ya deliciosamente, sino impunemente a la feliz tarea de escribir un libro que le reporte pingües emolumentos? ¿Es que en España nada ha pasado para que el máximo fantasmón de esta efeméride sangrienta, atroz, criminal y bárbara, pueda entregarse tranquilamente a un ocio placentero? ¿Es que se puede hundir a una nación en una catástrofe de ignominia, de desolación y de horrores y disfrutar tranquilamente de la vida?” (12.3.1939).
Y se lo preguntaba alguien que, desde el periódico, había jaleado y avivado el Golpe de Estado.
Sirvan estas líneas como recuerdo de don Manuel Azaña y un acicate para leer su intervención en las Cortes, su famoso texto tan denostado en el que afirmaba que “España ha dejado de ser católica”. Desde luego, a los políticos actuales, sean de la orilla que sean, no les vendría nada mal leer dicho discurso.

Fuente → nuevatribuna.es




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