
El asesinato sistemático de miles de personas indefensas e inocentes, tal y como ocurrió en la España del verano y el otoño de 1936, responde a causas y lógicas tan diversas como difíciles de desentrañar. Sin embargo, estas políticas criminales habrían resultado imposibles sin el concurso de multitud de agencias e individuos con suficiente poder y capacidad operativa para ampararlas, organizarlas y ejecutarlas. En lo que respecta a la zona golpista, la violencia requirió de una red de especialistas repartidos de forma capilar por todos los territorios bajo su control, figuras clave que a menudo quedaron eclipsadas por los principales responsables del golpe de Estado. Buenos conocedores en general de la vida local-regional y bien conectados a la política de los años treinta, tenían a sus espaldas trayectorias profesionales tan contrastadas como diversas. En esto anda la historiografía, en intentar entender quiénes fueron estos hombres, qué les movió, cómo llegaron a organizar auténticas maquinarias eliminacionistas, quién estuvo a sus órdenes y cuáles fueron las razones de estos últimos para hacer posibles las detenciones, las torturas y los asesinatos. Los primeros trabajos ya están llegando, y me atrevería a decir que los resultados son tan sorprendentes como escalofriantes.
David Alegre Lorenz
(Universitat Autònoma de Barcelona)
La historia de los perpetradores de la España del 36 continua en buena medida sin hacer, cosa que vale tanto para la violencia republicana y revolucionaria como para la golpista. Me refiero a la multiplicidad de individuos, instituciones y organizaciones que cooperaron entre sí para hacer posible la aniquilación sistemática de personas indefensas en las nacientes retaguardias de la guerra civil. Si hoy podemos plantearnos situar a los perpetradores en el centro de los análisis, con todas las sorpresas y matices que nos deparará este campo de estudios tan pujante y prolífico a nivel global, es precisamente por el concienzudo trabajo de al menos dos generaciones de investigadores. Efectivamente, en las últimas tres décadas y media la historiografía española ha tratado de dilucidar si acaso existieron auténticas maquinarias eliminacionistas en ambos bandos, pero también y sobre todo hasta qué punto estuvieron coordinadas desde las más altas instancias del poder.
Conversación sobre la historia recogió el último gran debate al respecto en lo referido a la zona gubernamental, con José Luis Martín Ramos (y aquí) y Fernando del Rey como principales protagonistas. Ambos mantenían importantes diferencias interpretativas, sobre todo en cuanto a las causas inmediatas de la violencia y a la cantidad de actores que tomaron parte en ella, así como a la diversidad de motivaciones individuales y colectivas que confluyeron a la hora de hacerla posible. Sin embargo, ambos coincidían en que la violencia republicana y revolucionaria fue organizada desde arriba, lo cual constituye un cambio sustancial con respecto a las visiones dominantes en la primera década de este siglo, que apuntaban en otra dirección. Aún con todo, los trabajos de José Luis Ledesma supusieron un importante salto cualitativo al plantear de forma pionera que, lejos de ser irracionales, las detenciones y los asesinatos tenían detrás una lógica y una toma de decisiones que cabía desentrañar.

No es mi objetivo entrar en este valioso intercambio que nos ha dejado algunas ideas que por razones muy diversas ningún estudioso de la violencia en la guerra civil puede obviar. Por un lado, Fernando del Rey es uno de los historiadores que mejor han enmarcado en sus análisis a los perpetradores del 36, con una identificación y una reconstrucción cuidadosa de las trayectorias individuales, de los contextos y de la contingencia en las comarcas ciudadrealeñas, lo que hace de Retaguardia roja un referente historiográfico inexcusable. José Luis Martín tiene razón al apuntar que el sintagma de violencia revolucionaria queda corto para explicar la multiplicidad de objetivos, intereses, conflictos y actores que estuvieron detrás de los crímenes ocurridos en la zona republicana, que conoce bien por sus trabajos sobre la retaguardia catalana. A su vez, dichos crímenes habrían sido inconcebibles en su escala cuantitativa sin el desbordamiento de las autoridades gubernamentales a causa del escenario creado por el golpe cívico-militar y las variadas respuestas surgidas al calor de este. Sin embargo, la visión de los sublevados fue muy diferente, igual que sigue siéndolo entre una parte sustancial de la sociedad española interesada por la guerra civil.
Efectivamente, el estallido de violencia ocurrido en muchos puntos del territorio bajo el control nominal de la República constituyó para los golpistas una profecía autocumplida. Los crímenes se enarbolaron desde el primer momento como la prueba irrefutable de que había una revolución en ciernes y de que la sublevación no era un asalto al poder por la fuerza, sino más bien una maniobra necesaria para salvar al Estado de caer en manos de agentes que ambicionaban la destrucción de España. No se trata de resucitar a Ernst Nolte y aplicarlo a nuestra comprensión del caso español, pero es evidente que lo ocurrido en la zona golpista resulta incomprensible sin lo ocurrido en la republicana, y viceversa, una relación íntima que está pendiente de exploración por parte de la historiografía. Más allá de la predisposición a actuar violentamente, consustancial a ciertos sectores que por razones diversas se impusieron en un primer momento en ambas zonas, el extremo radicalismo de los acontecimientos del verano y el otoño de 1936 solo se explica por un confuso juego de noticias, rumores, expectativas con respecto al comportamiento del otro y miedo al colapso de la propia posición en los territorios ya controlados. Volvamos si no al clásico de Arno J. Mayer sobre las revoluciones de 1789 y 1917.
Conviene no perder de vista que zonas relativamente importantes del territorio estatal fueron objeto de disputa en las primeras semanas, quedando en una suerte de tierra de frontera, algo particularmente cierto para el caso de todo el Aragón oriental y central. El signo de aquellas primeras operaciones, unido al aumento exponencial de las necesidades en las nacientes retaguardias y frentes de guerra con unos recursos humanos y materiales decrecientes, agravó mucho la sensación de exposición de las autoridades de uno y otro lado. Dicha sensación vino agravada por el pánico ante una posible insurrección generalizada por parte de enemigos internos, nutridos por unos supuestos depósitos de armas clandestinos que se convirtieron en una de las grandes obsesiones de los golpistas desde el primer momento. Todos ellos constituyen factores clave todos ellos a la hora de explicar que en la zona golpista se optara por la implementación de políticas eliminacionistas continuadas en el tiempo. No menos importante resultó ese diálogo constante entre ambas zonas, alimentado por los refugiados que llegaron a una y otra procedentes de la contraria, en busca de amparo y aterrorizados por lo que habían vivido, que a menudo superaba cualquier ficción y que animaba a las autoridades a actuar de forma implacable. Aquellos primeros relatos llegados del otro lado fueron determinantes a la hora de forjar los consensos necesarios para hacer aceptable y deseable el asesinato de los supuestos enemigos internos.

Más allá de la mencionada predisposición de los conspiradores “a una acción en extremo violenta”, evidenciada en las archiconocidas instrucciones de Mola durante los preparativos del golpe, esta fue la lógica inmediata que imperó en la toma de decisiones rebelde del verano y el otoño de 1936. Sin el escenario de absoluta incertidumbre creado por ellos mismos con su asalto al poder, cabe pensar que no habrían optado por poner en marcha masacres en todo el territorio bajo su control apenas dos semanas después de evidenciarse el fracaso de su plan inicial. El coste político potencial de la violencia de masas suele ser demasiado alto como para que sea viable sin un contexto de crisis real o inducida, si no existe de por medio una disputa por la soberanía o un escenario de conflicto armado. Podemos suponer que de otra manera la violencia habría existido igual, pero probablemente habría tenido formas e intensidades muy distintas, al igual que ocurrió en los primeros años de otros regímenes de naturaleza similar en Italia y Alemania, donde el número de víctimas se contó por centenares. Así pues, la violencia posterior al golpe fue mucho más resultado de la contingencia que de un supuesto plan preestablecido. Ángel Alcalde ha sido el primero en explorar esta hipótesis en un reciente artículo, “The Path to Mass Murder” (2023).
Sin embargo, algunos cuadros de Falange reconocieron sin ambages varios aspectos a menudo inadvertidos de la estrategia de la tensión seguida por dicha organización en la crucial primavera de 1936, ante una derrota electoral de las derechas que según parece previeron: los intensos contactos y convergencias con otras fuerzas del espectro contrarrevolucionario, que en lo referido al carlismo venían de tiempo atrás y que permitieron atraer a la militancia más joven y desencantada de la derecha; la captación muy proactiva de partidarios y militantes entre la oficialidad del Ejército y la Guardia Civil, así como entre los agentes de las fuerzas securitarias del Estado, desde la Policía a la Guardia de Asalto; la formación paramilitar de la que se beneficiaron los militantes fascistas por parte de ciertos oficiales y agentes, pero también la cobertura o protección que les brindaron tras la comisión de sus actos violentos; el empleo deliberado del terrorismo como forma de desbordar y evidenciar las contradicciones de las autoridades gubernamentales, sobre todo cuando daba lugar a la previsible reacción de las organizaciones izquierdistas, lo cual creaba un escenario propicio para que los golpistas se presentaran como única garantía de orden y tabla de salvación.
Así lo apuntaban Alejandro Allanegui, jefe local de Falange en Zaragoza antes de la guerra, León González, comisario de la plantilla de la Policía en la misma ciudad, o Juan Simavilla, capitán al mando de una de las dos compañías de la Guardia de Asalto radicadas allí. Solo así se explica que el pequeño partido fascista de principios de 1936 fuera capaz de devenir una organización de masas menos de un año después, hasta el punto de alcanzar el poder suficiente como para condicionar las políticas golpistas y la arquitectura misma del nuevo Estado. Hay autores que han señalado algunos de estos aspectos, entre ellos Eduardo González Calleja en su Contrarrevolucionarios (2011) y Ferran Gallego en El evangelio fascista (2014), si bien cada una con conclusiones diferentes y con fuentes muy distintas. Sin embargo, esta estrategia de infiltración y el estímulo consciente de la tensión merecen más investigaciones sistemáticas con fuente de archivo, porque prometen buenos resultados.
El fascismo había actuado de forma muy similar en la Italia de los primeros años veinte y en la Alemania de principios de los años treinta, donde sus líderes agitaron el fantasma de la guerra civil tras provocar la reacción de unas organizaciones izquierdistas acosadas por los paramilitares ultraderechistas. Los contextos de incerteza política resultantes, propiciados por la aparente incapacidad del Estado para lidiar con la violencia callejera y rural, explican la desliberalización de amplios sectores de la sociedad, que acabaron viendo con buenos ojos la restricción de derechos y las soluciones de fuerza. Así lo han demostrado autores como Fabio Fabbri para el caso italiano, con Le origini della guerra civile (2009), o Dirk Blasius y Mark Jones para el caso alemán, con sus respectivos Weimars Ende (2006) y Founding Weimar (2016). Todos ellos nos abren nuevas posibilidades de análisis para repensar lo ocurrido en la España de 1936, bajo una nueva luz. E, en esta dirección nos permiten reflexionar estudios recientes como el Fuego cruzado (2024) de Fernando del Rey y Manuel Álvarez Tardío, como también lo hiciera en su día el ya mencionado Eduardo González Calleja, si bien con posiciones diferentes en cuanto al reparto de papeles en el proceso de radicalización. Lo que está claro es que Falange tuvo un acceso privilegiado a las esferas del poder económico y armado, cosa que no estuvo al alcance de las organizaciones izquierdistas, que nunca tuvieron la capacidad de poner en jaque al Estado, ni siquiera en octubre de 1934.

Sin embargo, a excepción de las guerras civiles rusas de 1917-1926 entre blancos, bolcheviques y otros proyectos alternativos, la escala de los acontecimientos españoles del verano y el otoño de 1936 superó con creces cualquier experiencia previa en una sociedad europea: la persecución y detención sistemáticas de civiles, las masacres continuadas de personas indefensas durante meses, las estrategias de ocultación de los crímenes y en paralelo su constante justificación en el discurso público oficial. Las autoridades de la Italia fascista y el Tercer Reich aún tardarían varios años en optar por políticas de aniquilación sistemáticas contra aquellos sectores de sus sociedades identificados como enemigos internos. Así pues, la historia del fascismo europeo le debe a la España golpista el haber hecho concebible por primera vez dicha posibilidad. A partir de lo apuntado por la historiografía y partiendo de mis propias investigaciones, he intentado responder a la pregunta de cómo y por qué ocurrió. Sin embargo, queda por saber quiénes se encargaron de hacerlo posible en todos los niveles de la cadena de mando, porque fue necesaria mucha gente y apoyo institucional para poner en marcha la masacre sistemática de decenas de miles de personas.
En 1936: un nuevo relato (2020), Antonio Míguez, Lourenzo Fernández y Dolores Vilavedra planteaban con acierto que los relatos públicos dominantes sobre la guerra civil adolecen de importantes limitaciones, en parte porque continúan reproduciendo algunas de las coordenadas esenciales establecidas por la dictadura franquista. Dichas narrativas no solo aspirarían a la equiparación de culpas entre dos supuestas Españas irreconciliables, lo cual diluye la importancia crucial del golpe de Estado de 1936 y la responsabilidad última de sus protagonistas, sino que además se caracterizarían por la ausencia total de los perpetradores en la violencia del primer verano y otoño de la guerra. Si no podemos acercarnos a ellos, saber cuántos hicieron falta en cada punto del proceso de eliminación, de dónde venían, cómo se politizaron, en qué espacios de sociabilidad se movieron, cuáles eran sus razones, cómo se relacionaron entre sí o cómo se beneficiaron de lo que hicieron, nos veremos privados de una parte esencial de aquel año decisivo en la historia de España, después del cual nada volvió a ser igual. Esto vale tanto para los perpetradores republicanos y revolucionarios como para los golpistas, por mucho que los riesgos público-jurídicos y las limitaciones que nos plantean las fuentes a la hora de abordar a unos y a otros varían notablemente, sobre todo porque los principales fondos documentales con los que contamos son los que generó la propia dictadura franquista.
En primera instancia, los golpistas innovaron más bien poco, sencillamente se limitaron a ocupar la arquitectura estatal preexistente, que conocían a la perfección porque militares y guardias civiles formaban parte de ella. Estos consiguieron ponerla a trabajar en línea con sus intereses y objetivos por medio de diversas medidas: el sometimiento de todo el entramado institucional a los generales jefes de las divisiones orgánicas y a los oficiales al mando de cada comandancia; el papel crucial de sus respectivos estados mayores, constituidos por hombres de la más absoluta confianza de la superioridad y auténticos cerebros de las zonas bajo su jurisdicción, donde se mezclaban oficiales que habían hecho toda su carrera en el Ejército, oficiales que habían dejado el servicio para dedicarse a los negocios y oficiales de complemento afines que habían hecho su vida en el mundo civil, cada uno con sus agendas y grupos de presión detrás; y, finalmente, la designación de especialistas de probada experiencia para ocuparse de los gobiernos civiles, a cargo de la coordinación de la administración local y de los más diversos aspectos de la vida cotidiana, y de las delegaciones de orden público, encargadas de la recogida de información, de las políticas de control social y de los asesinatos.
Además, las autoridades golpistas no dudaron en distorsionar la cadena de mando dentro de las agencias del Estado, caso de la Policía, mediante la interposición de hombres de su confianza para el cumplimiento de misiones especiales. Esto no dejaba de ser una forma de vigilancia y una medida de presión para forzar al conjunto del funcionariado a actuar en el sentido deseado para evitar una posible depuración y poder seguir progresando en su carrera. Por otro lado, los nuevos poderes se sirvieron de la multiplicación de agencias securitarias, con la creación ad hoc de fuerzas paramilitares y parapoliciales nutridas por individuos adictos al golpe o deseosos de hacer méritos para congraciarse con la nueva situación y borrar pasados dudosos. Esto no solo ayudaba a cubrir el creciente número de servicios, sino que obligaba a policías, guardias de Asalto y guardias civiles a competir en lealtad y eficiencia para no verse desbancados o acusados de tibieza. Se trata de una lógica policrática muy propia de los regímenes fascistas, que reforzaron la obediencia estimulando la competencia por abajo. En el caso que nos ocupa, dichas prácticas contribuyeron a la radicalización de la violencia y a la construcción de las bases sociales de la dictadura franquista, al integrar en el reparto del botín y del poder a sectores muy amplios de la sociedad.

Las principales y agencias implicadas en las políticas de control social y eliminación estuvieron mandadas por aquellos que podríamos identificar como los perpetradores de alto rango, casi siempre oficiales de la Guardia Civil y de estado mayor cercanos a los cincuenta años, es decir, en plena madurez y con carreras muy contrastadas a sus espaldas. Ellos coparon las delegaciones de orden público, los gobiernos civiles y las divisiones orgánicas. Cada uno contaba con estrechos colaboradores dentro de sus respectivos equipos, los cuales habían sido fichados en sus propias agencias, en instancias policiales y en sus redes de sociabilidad dentro del mundo civil. Desde dichos espacios se encargaron de diseñar los aspectos esenciales de la maquinaria eliminacionista: la militarización de la calle, sirviéndose de la detención de sospechosos reales o potenciales; la recogida de información mediante la captación e infiltración de chivatos, que de paso fomentaban las delaciones, el transfuguismo y el derrotismo; el uso sistemático del interrogatorio, acompañado de torturas que servían para obtener declaraciones forzadas con las que alimentar la cadena de detenciones y las propias paranoias de los golpistas; y, en último término, los asesinatos selectivos pero sistemáticos de ciertos perfiles sociales, de manera abrumadora hombres de las clases populares identificados con las fuerzas de la izquierda democrática o revolucionaria.
Por debajo de estos se encontraban los perpetradores de rango medio, casi siempre oficiales del Ejército a cargo de un sector concreto del frente y su inmediata retaguardia; capitanes de la Guardia Civil al frente de las compañías en las que se dividía cada comandancia provincial y por debajo de ellos los tenientes y alféreces al frente de cada línea, que solía agrupar tres o más puestos locales de la Benemérita; capitanes del Ejército al frente de las diferentes banderas y tercios de las milicias; y, finalmente, otras unidades especializadas en tareas de inteligencia y eliminación, como el naciente Servicio de Información de Falange con sus diferentes denominaciones en cada lugar. La mayor parte de ellos se movían entre los treinta y los cuarenta años, más cerca de la segunda que de la primera cifra. Estos perpetradores de rango medio se encargaron de coordinar sobre el terreno los operativos de la maquinaria eliminacionista, lo que hizo que se vieran implicados directamente en los asesinatos.
Casi todos procedían de las armas de infantería o caballería, también los guardias civiles, que en la mayor parte de los casos se habían acogido al derecho a ingresar en la Benemérita cuando hubiera una vacante, siempre con el rango que tenían en el Ejército. No pocos de ellos habían tomado parte en el ciclo de operaciones posterior a Annual, que tras el desembarco de Alhucemas y las operaciones subsiguientes condujo al sometimiento definitivo del Rif en 1927. Una parte sustancial de ellos lo hicieron en unidades coloniales de choque como el Tercio, Regulares, la Mehala o las harcas de manera que se identificaban con los principios del africanismo más radical, brillantemente trabajados por Daniel Macías en su Franco nació en África (2019). Esto último no es una cuestión menor si tenemos en cuenta que los tenientes y alféreces que mandaban las líneas de la Guardia Civil estaban repartidos de forma muy homogénea y capilar por todo el territorio estatal. Así pues, el mayor impacto del africanismo en la vida pública española, quizás el más inadvertido, se manifestó antes que nada a través de la oficialidad de la Benemérita con mando sobre tropa, que en muchos casos tuvo a su cargo el abordaje de los conflictos rurales del quinquenio republicano.
La abrumadora mayoría de estos oficiales, al igual que sus predecesores y superiores, habían crecido en la convicción de que la masculinidad se expresaba por medio de la fuerza, y que la búsqueda del ansiado ideal heroico debía primar la violencia y la impulsividad antes que la prudencia y la reflexividad en el cumplimiento del deber. Todos ellos estaban convencidos de que el Ejército tenía que ser el agente decisivo en la regeneración de la patria, frente a lo cual la política liberal-democrática aparecía como débil divisiva y contraria a los intereses nacionales, pues enfrentaba a la sociedad a partir de identidades a sus ojos artificiales como las de clase. Además, convencidos como estaban de que la existencia misma de España estaba en riesgo, asediada y corroída desde sus mismas entrañas por infinidad de enemigos, apostaban por abordar los problemas de raíz, sin lugar a las concesiones. No es difícil ver la posible traducción de estos principios en la gestión del orden público, sobre todo a partir del 18 de julio de 1936, cuando se convirtieron en correas de transmisión e intérpretes de las políticas eliminacionistas en las zonas bajo su jurisdicción. Quizás así se entienda mejor el porqué de los 103 muertos causados por guardias civiles en episodios de conflictividad repartidos por toda España entre el 14 de abril de 1931 y el 5 de febrero de 1932, tal y como apuntó González Calleja en Cifras cruentas (2014).

Por último, tampoco es casual que muchos de estos jóvenes oficiales vieran a la República como la encarnación de todas sus peores pesadillas, incluida la renuncia a la guerra como instrumento de política exterior, expresada en la Constitución de 1931. Esto último parecía cerrar la puerta a una intervención de España en los conflictos y oportunidades que parecían dibujarse en el horizonte a mediados de los treinta, cuando Alemania e Italia impugnaron el ordenamiento de Versalles. Muchos de estos capitanes de entre treinta y cinco y cuarenta años debieron sentirse frustrados ante la imposibilidad de seguir progresando con rapidez en las saturadas escalas del Ejército gracias a los ascensos por méritos, una vez se había consumado la ocupación del Protectorado. Así las cosas, hombres de este rango y edad formaron los más activos núcleos de conspiradores antirrepublicanos, fueron muy cercanos a las organizaciones políticas contrarrevolucionarias e impulsaron juntas de capitanes como la que recibió a Mola en Pamplona o la que coordinó buena parte de la sublevación en Zaragoza. Alemania e Italia eran los modelos a seguir en todos los sentidos, pues se ajustaban mucho mejor a sus valores y parecían abrir un nuevo escenario de posibilidades para sus sueños personales y colectivos.
Finalmente, por debajo de todos ellos estaban los perpetradores de bajo rango, es decir, los encargados de ejecutar las detenciones, los interrogatorios, las torturas y los asesinatos. Por lo general se trataba de cabos, sargentos y tropa de la Guardia Civil que se especializaron en estos cometidos y que tenían a su cargo a voluntarios civiles que les ayudaban en estas tareas criminales. Los primeros podían ser hombres jóvenes o en plena madurez, pero casi todos ellos eran perfectos conocedores de la vida local con largas trayectorias en sus lugares de destino. Una abrumadora mayoría de los segundos tenían edades comprendidas entre los dieciocho y los treinta años, por lo general eran de origen humilde o muy humilde, tenían militancia previa en las organizaciones contrarrevolucionarias o pertenecían a las redes clientelares de las fuerzas vivas locales. Efectivamente, los contextos de violencia colectiva suelen tener como ejecutores a jóvenes que matan a otros jóvenes, algo bien probado por Christian Gerlach, Eduardo González Calleja, Michael Mann o Jacques Sémelin, pero también por mis propias investigaciones para el Aragón de 1936.
En el caso de los voluntarios civiles parece que las convicciones personales se conjugaron de forma muy clara con el deseo de hacerse valer ante sus superiores en rango y clase, de conseguir respeto y ascenso social, de ejercer poder sobre personas indefensas, de acceder a las migajas del expolio material de las víctimas o de conseguir impunidad para acceder a sus cuerpos. Muchos tuvieron vidas largas en las mismas comunidades en las que detuvieron, torturaron, violaron y mataron a sus vecinos, viviendo de los favores, de la participación impune en el mercado negro de posguerra, de pequeños puestos en el funcionariado local o en el mejor de los casos como contratistas de obras públicas, casi siempre marcados por el estigma de sus terribles crímenes a ojos de sus congéneres que los despreciaban. En el caso de los ejecutores de la Guardia Civil ingresaron en el cuerpo desde el rango más bajo, a veces sin llegar a progresar en la escala, porque muchos de ellos procedían de familias muy humildes del agro español. El deseo de escapar del trabajo en el campo, ya fuera por cuenta propia o al servicio de otros, fue una constante para muchos de ellos, pues a menudo eran los segundos o terceros en las líneas de sucesión de casas con pocos recursos. No en vano, bastantes de ellos se presentaron voluntarios al servicio militar para poder escoger destino en el Protectorado, quizás con el deseo de probar fortuna en el Ejército, desde donde solían pedir su ingreso a la Guardia Civil. En muchos casos también se hace patente la existencia de una vocación de servicio transmitida familiarmente, dado que no pocas veces sus progenitores pertenecían al cuerpo, de manera que su cosmovisión estaba marcada a fuego por la visible animadversión de sus convecinos hacia la institución para la que trabajaban.
La experiencia investigadora deja claro que detrás de cada asesinato hubo una conjunción de factores compleja, cambiante y diversa que acabaron con la víctima en una fosa común: informes sobre la persona en cuestión, que dependían de las conexiones que pudiera invocar para mediar por ella; conflictos internos al más alto nivel sobre el enfoque a seguir en cada momento, porque los perpetradores debatieron mucho sobre sus diferentes visiones de las políticas eliminacionistas y los objetivos que debían perseguir, tal y como se hace patente en la documentación; los cambios periódicos de especialistas en el organigrama de la maquinaria de aniquilación, cuando un sector partidario de medidas más radicales se imponía sobre otro con un enfoque más contenido o a la inversa; e, incluso, los prejuicios de clase que condenaban a los individuos de origen humilde y que podían llegar a salvar a los sujetos de buena familia identificados con ideas progresistas, porque se entendía que era posible reconducirlos a estos últimos y porque su asesinato podía ir en detrimento del prestigio y la credibilidad de las propias autoridades golpistas, sobre todo si sus apoyos sociales llegaban a sentir que se había traspasado la línea de lo que entendían como sentido común.
Estas son las coordenadas en las que se mueven los estudios actuales sobre las violencias del 36, que sin duda marcarán el camino de muchas de las investigaciones que nos acompañarán hasta el centenario de la guerra civil, bastantes de ellas en curso ahora mismo. Poner en el centro del relato a los perpetradores con sus diversas agendas e intereses nos abre la puerta a un debate historiográfico y público potencialmente valioso y fructífero que vale la pena explorar, por mucho que llega en un escenario cuanto menos incierto a diez años vista. Trabajos de este tipo no solo nos sirven para repensar amplios aspectos del siglo XX español, sino que contienen un mensaje valiosísimo sobre el legado desgarrador de la violencia, el valor de la cooperación y el diálogo, la necesidad de un horizonte colectivo de justicia social para poder vivir en paz y la obligación que tenemos de legar a las siguientes generaciones un lugar en el mundo y un sentido de futuro.
Las reflexiones contenidas en este texto parten de mi libro Verdugos del 36: la maquinaria del terror en la Zaragoza golpista (Crítica, 2025), que deberían tener continuidad en una segunda monografía donde se abordará lo ocurrido en el Aragón rural, sobre todo en torno a Jaca, Huesca, Calatayud y Teruel. Tengo muy avanzado el trabajo al respecto, pero si algún lector puede y quiere aportar algo sobre los perpetradores de la violencia en las comarcas del Aragón occidental puede escribirme a mi correo: david.alegre@uab.cat, sobra decir que le estaré enormemente agradecido.
Fuente: Conversación sobre la historia
Portada: Celebración del 12 de octubre del año 1936 en Zaragoza, el lugar es identificado en algunas fuentes como la Plaza del Pilar y en otras como la zona trasera de Capitanía, en el comienzo del Paseo Pamplona (foto del blog El Zaragonés, eszaragoza.eu)
Ilustraciones: Conversación sobre la historia
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
No hay comentarios
Publicar un comentario