
El 25 de septiembre de 1975 se llevaron a cabo las últimas ejecuciones de pena capital en España con el fusilamiento de tres militantes del FRAP –Frente Revolucionario Antifascista y Patriota– y dos de ETA.
Poco después moría Franco y se iniciaba un proceso de transición democrática que culminó con la prohibición en la Constitución de aplicar la pena de muerte. Se añadía en el texto constitucional la salvedad de lo que pudieran disponer las leyes penales militares para tiempos de guerra. Fue en 1995 cuando una Ley Orgánica abolió la pena capital también para estos casos.
En la península ibérica se crucificó, despeñó y lapidó en época de íberos y celtíberos. En la Edad Media y en épocas posteriores se mató de hambre, sed o frío y a pedradas, se decapitó, se asaetó, se enterró con vida, se desmembró, se despeñó, se arrojó a las bestias, se quemó en la hoguera a los herejes y a los monederos falsos y se coció en calderas a los rebeldes. La pena solía ejecutarse acompañada de tormentos.
De la horca al culleum
Durante los siglos XVI, XVII y hasta finales del XVIII, la horca fue el método más utilizado en España para poner fin a la vida de los condenados. También se aplicó el fuego para los herejes y el culleum o poena cullei (de origen romano) para los parricidas. Esta pena consistía en introducir a una persona en un saco junto con varios animales, coserlo y tirarlo al mar.
Sin embargo, el método “más español” de ejecución fue el garrote, sin apenas trascendencia fuera de nuestras fronteras. Este instrumento consistía en sentar al condenado en un taburete y colocarle alrededor del cuello una argolla de hierro sujeta a un poste, atravesada en la parte trasera por un tornillo. Para la ejecución se giraba el tornillo hasta provocar la muerte del reo por la rotura del cuello.
El garrote ya se conocía en Castilla en el siglo XIII, pero fue imponiéndose fundamentalmente durante el siglo XVIII en detrimento de la horca, abolida definitivamente en 1832. Desde entonces, fue el medio empleado para ejecutar la pena en la justicia ordinaria, mientras que el fusilamiento (y con anterioridad el arcabuceamiento) fue la modalidad propia de la militar.
Hasta 1990, las ejecuciones fueron públicas, y desde esa fecha se trasladaron al interior de las prisiones. Con la publicidad se perseguían objetivos intimidatorios y ejemplarizantes sobre los asistentes. Las ejecuciones congregaban a numerosos curiosos. Acudían a ver el “espectáculo” familias con sus hijos, vecinos de todos los puntos de la ciudad y de localidades cercanas e incluso vendedores ambulantes. Se sabe que los moradores de las viviendas con buenas vistas al patíbulo alquilaban sus balcones a interesados en presenciar las ejecuciones.
El ceremonial del garrote
El Código Penal de 1822 reguló detalladamente el ceremonial de la ejecución por garrote. El rito comenzaba con el traslado del condenado de la cárcel al cadalso en mula o asno, dependiendo del delito. Generalmente vestía túnica y gorro negros aunque, dependiendo del crimen, la vestimenta cambiaba. Este portaba en el pecho un cartel en el que se anunciaba su delito de traidor, homicida…
Durante el trayecto era acompañado por el verdugo –que dirigía al equino–, el pregonero público, dos sacerdotes, un escribano y los alguaciles enlutados, así como la escolta correspondiente.
Cada pocos pasos el pregonero anunciaba en voz alta el nombre del delincuente, el delito por el que hubiera sido condenado y la pena impuesta. Se exigía que durante el tránsito y la ejecución reinase el mayor orden, bajo amenaza de sanciones.
No se permitía manifestar nada ni al reo ni al público, sino tan solo rezar. Tras la ejecución, el cadáver permanecía expuesto al público hasta la puesta de sol. Los códigos penales siguientes simplificaron y humanizaron, en cierto modo, la ejecución.
El garrote también se aplicó a mujeres, aunque en mucha menor medida que a hombres, y se prohibía desde antiguo (Roma) notificarles y ejecutar la sentencia si estaban embarazadas.
Así, entre las ejecutadas más célebres figuran la liberal Mariana Pineda, en 1831; Higinia Balaguer, en 1890, condenada por el famoso crimen de la Calle Fuencarral, y Josefa Merino (La Perla) en 1896, última mujer ejecutada en público.
Ejecutadas durante el franquismo
Durante el franquismo fueron agarrotadas tres asesinas: María Domínguez Martínez, en 1949; Teresa Gómez Rubio, en 1954 y Pilar Prades Expósito, en 1959.
En este periodo el garrote se empleó en decenas de casos, pero mucho menos que el fusilamiento tras las condenas en Consejos de Guerra sumarísimos a los declarados como rebeldes por la hipertrofiada justicia militar. Así se ejecutó a las Trece Rosas, a Julián Grimau y a miles de personas por los responsables del nuevo Estado, sobre todo durante la Guerra Civil y los primeros años del franquismo.
No obstante, la justicia castrense también contemplaba el garrote para cuando el reo fuera civil. De hecho, el militante antifranquista Salvador Puig Antich y el alemán Georg Michael Welzel, últimos agarrotados en España, en 1974, habían sido condenados a muerte por la jurisdicción militar.
Uno de los argumentos principales que se han empleado contra la pena de muerte es que el error judicial resulta irreparable. En 1897 se produjo una de las últimas ejecuciones públicas en España, la de Silvestre Lluís, condenado por el asesinato de su mujer y sus dos hijas, y que siempre defendió su inocencia. Justo antes de morir expresó: “¡Pueblo de Barcelona, muero inocente!”. Unos años después, se encontró una nota en la que su cuñado afirmaba ser el verdadero asesino.
En 1956 fueron agarrotados tres delincuentes sevillanos que resultaron ser inocentes del robo con homicidio de dos hermanas que regentaban un estanco. Años después, el verdadero homicida confesó su crimen a un religioso.
Como ya sostuviera en el siglo XVIII el jurista italiano Cesare Beccaria, “no es, pues, la pena de muerte derecho”, sino “solo una guerra de la nación contra un ciudadano”. La pena capital es una sanción propia de las sociedades totalitarias, un peligroso recurso de tiranías, aunque persista en algunos estados formalmente democráticos como los de Estados Unidos.
Resulta, por ello, incompatible con un modelo de organización social como el español por cuanto se cimentó sobre el reconocimiento de los derechos humanos. Afortunadamente, España lleva cincuenta años sin ejecutar a sus ciudadanos. Sería deseable que nunca más se mate en nombre de la justicia en España y que el abolicionismo, como movimiento de lucha por el reconocimiento pleno del derecho a la vida, se extienda a todos los rincones del mundo.
Fuente → theconversation.com
No hay comentarios
Publicar un comentario