Un testigo católico y bienpensante ante la barbarie franquista
Un testigo católico y bienpensante ante la barbarie franquista
Miguel Ángel Almodóvar

El novelista y ensayista francés Georges Bernanos retrató la violencia franquista vivida en Mallorca de 1936. 
 

Durante el pasado mes de julio, los cines Golem de Madrid, templo de la cinematografía de calidad y vanguardia en el que oficia el tan sabio como humilde Francisco Javier Vázquez, “Paquito”, han ofrecido un ciclo dedicado a Maurice Pialat, director, guionista y actor francés contemporáneo de la Nouvelle Vague, aunque más próximo en sus temática y estilo a Jean Renoir o Robert Bresson.

Sous le soleil de Satan

De entre todas las magníficas cintas que han pasado por sus pantallas, me impresionó de manera especial Sous le soleil de Satan/Bajo el sol de Satán, adaptación  de la primera obra del mismo título del novelista, ensayista y dramaturgo también francés, Georges Bernanos, donde el autor bucea en la psicología del hombre sometido al duro y cruel enfrentamiento entre el bien y el mal, la fe y la desesperación.

El protagonista de la película, Palma de Oro del Festival Internacional de Cine de Cannes de 1987, es el padre Donissan, un cura rural magistralmente interpretado por Gérard Depardieu, que duda de su vocación y se somete a atroces mortificaciones, a pesar de las reconvenciones del abad Menou-Segrais. Cuanto la joven campesina Mouchette, tornadiza y libidinosa, asesina a su amante, recurre al sacerdote, y él reacciona acosándola moralmente con tal saña que acaba empujándola al suicido. Perseguido por negros remordimientos, es destinado a la rectoría de Lumbres, una comuna francesa en el departamento de Paso de Calais, donde no tardará en ser considerado como un verdadero santo entre sus parroquianos. En esa situación, decide retornar a la vida a un niño recientemente fallecido a cambio de condenar su alma para toda la eternidad. La cinta concluye cuando Menou-Segrais, su valedor, le encuentra muerto en un confesionario.

Bernanos, en su tiempo uno de los máximos representantes del existencialismo espiritual y mundialmente famoso por su novela Journal d'un curé de champagne/ Diario de un cura rural, hacía dos años que vivía en Mallorca cuando el General Francisco Franco decidió encabezar una sublevación militar contra la Republica. Inicialmente, horrorizado por los desórdenes que se habían producido en las calles, incluyendo la ocasional quema de iglesias, apoyó sin ambages el Golpe de Estado, máxime cuando los alzados prometían actuar eludiendo todo tipo de violencia innecesaria. No tardó mucho en dase cuenta de su error, que confesaba en estos términos “… el deseo de humillar al enemigo derrotado, que en aquella época (y en los años siguientes) se desbordaba de manera tan repugnante por todas partes, me curó de una vez por todas de ese patriotismo ingenuo”.

Entre mayo de 1936 y abril de 1937 escribió la primera versión de Les Grands Cimetières sous la lune/ Los Grandes Cementerios bajo la Luna, pero extravió el documento durante el precipitado abandono de la isla, el 27 de marzo de 1937, cuando Franco ya había puesto precio a su cabeza. De regreso a Francia, escribió una segunda versión, entre mayo de 1937 y abril de 1938. Publicada ese mismo año, la novela tuvo de un éxito extraordinario y la primera edición se agotó en quince días.

Los grandes cementerios bajo la Luna

Vuelvo a leer Los Grandes Cementerios bajo la Luna, y al azar subrayo algunas líneas: “Allá en Mallorca vi pasar por la Rambla unos camiones repletos de hombres. Rodaban con estruendo a ras de las terrazas multicolores, recién fregadas y chorreando, con su alegre murmullo de verbena. Los camiones estaban grises por el polvo de las carreteras, grises también los hombres sentados de cuatro en cuatro, con las gorras grises ladeadas y las manos extendidas sobre los pantalones de dril, muy formales. Los sacaban todas las noches de los caseríos perdidos, cuando volvían del campo; partían para su último viaje, con la camisa pegada a los hombros por el sudor, los brazos aún cargados del trabajo del día, dejando la sopa servida en la mesa y a una mujer que llega demasiado tarde a la entrada del jardín, sofocada, con un hatillo envuelto en el paño nuevo”.

“… como no hubo actos criminales, solo pudo ser una depuración selectiva, un exterminio sistemático de sospechosos. La mayoría de las condenas legales impuestas por los tribunales militares mallorquines solo sancionaron el crimen de “desafección al movimiento salvador”, expresada con palabras o incluso con gestos. Una familia de cuatro personas, de excelente burguesía, el padre, la madre y sus dos hijos de dieciséis y diecinueve años, fue condenada a muerte por el testimonio de una serie de personas que aseguraban haberles visto aplaudir, en su jardín, al paso de unos aviones catalanes”.

“… la depuración tuvo tres etapas, bastante diferentes, y un periodo de preparación. En este último hubo ejecuciones sumarias, perpetradas a domicilio, pero con un cariz, real o aparente, de venganzas personales más o menos reprobadas por todos, que se contaban los detalles en voz baja (…) Cuando ya casi había terminado la depuración casa por casa, hubo que pensar en las cárceles. Estaban llenas, imaginaos. Llenos también los campos de concentración. Llenos los barcos desarmados, los siniestros pontones vigilados día y noche, sobre los que, por exceso de precaución, al caer la noche, pasaba una y otra vez el lúgubre pincel de un foco que yo veía, ay, desde mi cama. Entonces empezó la segunda fase, la depuración de las cárceles. Porque muchos de esos sospechosos, hombres y mujeres, se libraban dé la ley marcial a falta del más mínimo delito material al que pudiera agarrarse un tribunal militar. Entonces empezaron a sacarlos en grupos, según su lugar de origen. A mitad de camino la carga se vaciaba en una fosa”.

“A primeros de marzo de 1937, al cabo de siete meses de guerra civil, estos asesinatos ascendían a tres mil. Siete meses son doscientos diez días, es decir, un promedio de quince ejecuciones diarias (…) El reverendísimo obispo de Palma no ignora estas cifras. Pienso en aquel alcalde de una pequeña ciudad a quien su mujer había preparado un escondite en la cisterna. El infeliz, a cada alerta, se acurrucaba en una especie de nicho, a unos centímetros del agua reposada. Le sacaron de allí en pleno diciembre, tiritando de fiebre. Le llevaron al cementerio y le metieron una bala en el vientre. Y como no se daba prisa en morir, los verdugos, que estaban echando un trago cerca de allí, volvieron con una botella de aguardiente, un poco achispados. Introdujeron el gollete en la boca del agonizante y luego le rompieron en la cara la botella vacía”.

Y ya no puedo seguir más allá con la lectura. De momento, es suficiente.

Y parafraseando un poema del gran romántico húngaro Sándor Petőfi, me dirijo al amable y paciente lector, para decirle que si a odiar a Franco como es debido no ha aprendido aún, lea Los grandes cementerios bajo la luna.


Fuente → nuevatribuna.es

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