
Luis F. Sánchez
El 5 de agosto de 1939, apenas unos meses después del fin de la Guerra Civil Española, trece jóvenes mujeres fueron fusiladas por el régimen franquista en las tapias del cementerio del Este de Madrid (actual cementerio de la Almudena). Tenían entre 18 y 29 años. La mayoría de ellas eran militantes de las Juventudes Socialistas Unificadas (JSU), comprometidas con los ideales republicanos. Hoy, más de 85 años después, sus nombres resuenan como símbolo de la lucha por la libertad, la igualdad, la dignidad y los derechos humanos frente a la represión, el silencio y el olvido. Pero detrás de ese símbolo hay una historia llena de matices, dolor y resistencia. Una historia que merece ser contada con profundidad y respeto, lejos de simplificaciones heroicas, pero también lejos del cinismo o la indiferencia.
Cuando Franco declara la victoria del bando sublevado en abril de 1939, España queda sumida en una dictadura ferozmente represiva. Una dictadura que, inexplicablemente, personas muy jóvenes empiezan a ver con buenos ojos, quizá porque no saben las terribles abominaciones que se cometieron durante los 40 años siguientes. El nuevo régimen no solo buscaba acabar con los enemigos militares, sino con todo rastro de pensamiento republicano, comunista, socialista, anarquista o simplemente crítico con el régimen dictatorial. Se calcula que, en los primeros años de la posguerra, decenas de miles de personas fueron detenidas, torturadas, ejecutadas o enviadas a campos de trabajo o a la construcción del monumento megalómano del valle de Cuelgamuros. La represión fue especialmente dura en ciudades como Madrid, donde la resistencia al golpe de Estado había sido firme hasta el final.
En ese contexto, las JSU intentaron reorganizar una red clandestina para mantener el contacto entre militantes jóvenes. Entre quienes colaboraron, estaban algunas de las que luego serían conocidas como «Las Trece Rosas». Algunas eran activistas formadas, otras apenas adolescentes con un idealismo profundo. Todas compartían la esperanza —a veces ingenua, otras veces decidida— de que la justicia, la igualdad y la libertad no habían muerto del todo.
Pero, ¿quiénes eran “Las Trece Rosas”? Estos son sus nombres y edades al morir:
✨🌹Julia Conesa, 19 años🌹✨
✨🌹Blanca Brisac, 29 años🌹✨
✨🌹Pilar Bueno, 27 años🌹✨
✨🌹Adelina García, 19 años🌹✨
✨🌹Virtudes González, 18 años🌹✨
✨🌹Ana López, 21 años🌹✨
✨🌹Joaquina López, 23 años🌹✨
✨🌹Martina Barroso, 22 años🌹✨
✨🌹Victoria Muñoz, 18 años🌹✨
✨🌹Elena Gil, 20 años🌹✨
✨🌹Luisa Rodríguez, 18 años🌹✨
✨🌹Dionisia Manzanero, 20 años🌹✨
✨🌹Carmen Barrero, 20 años🌹✨
A ellas hay que sumar los nombres de Antonia Torre, de 18 años, la “Rosa número 14”, fusilada el 19 de febrero de 1940 en las tapias exteriores del cementerio de la Almudena, y Lina Ódena, de 25 años que, aunque se suicidó al verse acorralada por las tropas golpistas en los primeros meses de la guerra, también debe considerarse como símbolo de la lucha por la libertad.





Entre ellas había costureras, telefonistas, estudiantes, una cantante aficionada al piano. Blanca Brisac era madre de un niño pequeño. Varias eran menores de edad según la legislación de entonces. Algunas no militaban activamente, pero todas fueron vinculadas de forma más o menos arbitraria a la estructura clandestina de las JSU.
Julia Conesa escribió una carta a su madre horas antes de ser ejecutada. En ella dejó una frase que ha quedado grabada en la memoria colectiva:
“Que mi nombre no se borre de la historia.”
El juicio, si es que podía llamarse así, fue un consejo de guerra sumarísimo. Las trece mujeres fueron juzgadas junto a otros 56 hombres. El proceso duró menos de dos días. Las pruebas eran escasas; la defensa, inexistente. Se les acusó de “adhesión a la rebelión”, una figura jurídica absurda si se tiene en cuenta que el alzamiento fue precisamente por parte del bando franquista.
El 3 de agosto se dictó sentencia. Dos días después, a las siete de la mañana, fueron fusiladas. Junto a ellas murieron 43 hombres. No hubo ninguna apelación, tampoco ninguna petición de indulto. Fue una ejecución en toda regla con un claro carácter ejemplarizante: el mensaje era que cualquier intento de reorganización política tendría una respuesta fulminante por parte del régimen dictatorial y genodica.
Una de las preguntas más complejas de responder es: ¿por qué fueron ejecutadas? Desde una perspectiva jurídica o racional, cuesta justificar los fusilamientos. De hecho, nada justifica tal atrocidad, ni en aquellos tiempos ni mucho menos en el presente. Algunas historiadoras como Julianne Burton-Carvajal o Ángeles Egido León coinciden en que las condenas fueron desproporcionadas, fruto del miedo ante una posible reorganización y la cruel voluntad de castigo del régimen dictatorial.
También puede hablarse de un claro componente misógino: que fueran mujeres jóvenes, activas, con ideas propias, aumentó aún más el ensañamiento. En el pensamiento franquista y nacionalcatólico de la época, la mujer debía ser sumisa, madre y esposa devota. Nada más. Y «Las Trece Rosas» eran lo contrario. Por eso, el castigo era también un mensaje claro contra ese modelo de mujer libre, comprometida y que lucha por la igualdad y la justicia.
Durante décadas, hablar de “Las Trece Rosas” estaba prohibido. Sus nombres desaparecieron de la prensa, de las instituciones y de los libros de texto. Solo algunas familias guardaron su memoria en silencio. No fue hasta la transición democrática y, muy especialmente, durante la primera década de los años 2000, cuando su historia comenzó a recuperarse poco a poco y públicamente. Así, en 2004 se fundó la Fundación Trece Rosas, con el objetivo de reivindicar su memoria y la de otras víctimas del franquismo. En 2007, la Ley de Memoria Histórica reconoció oficialmente el carácter injusto de sus condenas.
Desde entonces, «Las Trece Rosas» se han convertido en símbolo universal. Hay placas, calles, institutos con sus nombres. Su historia ha sido llevada al cine (como en la película “Las 13 Rosas” de Emilio Martínez Lázaro en 2007), al teatro, a canciones y novelas. Pero esta fama ha traído también debates.
Algunos autores alertan del riesgo de convertir a las Trece Rosas en un mito descontextualizado. La historiadora Mirta Núñez Díaz-Balart insiste en que recordar no significa idealizar. Debemos conocer su historia completa: sus dudas, sus contradicciones, sus diferencias políticas internas. No todas eran heroínas inquebrantables. Algunas tenían miedo, otras no eran activistas militantes. Pero eso no resta valor a su sufrimiento ni a la injusticia cometida. A todo ello, hay que sumar las voces de la ultraderecha neofascista que siguen criminalizándolas tachándolas de terroristas, criminales, asesinas y violadoras. Nada más lejos de la realidad. Pero ya sabemos que las voces que así las califican son las de la ultraderecha descendiente del bando golpista. Los mismos que sienten nostalgia de aquella España gris. Una España que piensan que solo les pertenece a ellos por derecho propio y donde el resto no tiene cabida.
Recordar a “Las Trece Rosas”, es también recordar a las miles de mujeres anónimas que sufrieron cárcel, represión, marginación y silencio durante la dictadura. Mujeres que lucharon por la libertad, por la justicia, por la igualdad y por unos derechos que, a golpe de bombas y fusiles, el régimen franquista les arrebató junto con la vida.
Pero la historia de estas jóvenes no solo habla del pasado. También nos manda un claro aviso para el momento presente. Su historia nos recuerda que los derechos humanos no son un logro asegurado, sino una frágil conquista que debemos defender día a día. Porque el riesgo está ahí. Lo estamos viendo a diario, pero aún no nos damos cuenta de que, poco a poco, los fantasmas del pasado están cada vez más cerca.
Además, “Las Trece Rosas” nos enseñan que, hoy, mañana y siempre, la juventud tiene un papel esencial en la defensa de la justicia social y los derechos humanos. Que la represión puede adquirir formas legales, pero sigue siendo igualmente injusta. Y que el olvido es una segunda muerte. Por eso, la memoria es siempre una forma de resistencia muy molesta para quienes pretenden reescribir la historia robándonos la memoria.
Hoy más que nunca, cuando algunos sectores intentan relativizar, negar o, incluso, reivindicar la violencia franquista, algo que vemos que va en aumento -y de manera alarmante- entre la población más joven, es importante mantener viva la memoria de “Las Trece Rosas”. No por nostalgia, ni por revancha, sino por justicia. Porque una democracia plena solo se construye si reconoce todas sus heridas y aprende de ellas. Y porque un país se hace patria común de todas las personas que viven en él, si las trata con justicia, libertad e igualdad, honrando a quienes murieron por defender esos mismos ideales.
“Las Trece Rosas” no fueron solo víctimas: fueron ciudadanas valientes, mujeres soñadoras y comprometidas con un mundo más justo. No las recordamos porque murieron, sino por cómo vivieron, por lo que defendieron, por lo que representan para quienes defendemos la igualdad, la libertad y la justicia frente a la represión, la discriminación, la violencia y el odio.
Que sus nombres sean un faro que nos guíe, una advertencia que nos mantenga alerta y una inspiración que nos mueva a hacer lo que es correcto.
Que su historia sea mucho más que una mera postal del pasado.
Que sus nombres nunca se borren de la historia.

Fuente → laeradelosderechoshumanos.home.blog
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