
Entre la población penal de la Colonia Penitenciaria establecida en la Isla de San Simón, en la ría de Vigo, concurren de diez a doce defunciones diarias (…) La falta de cementerios adecuados ha creado un problema acuciante que puede resolverse si se habilita terreno para los enterramientos en lugar continuo al desembarco de la Isla”. El autor de estas frases fue el alcalde franquista de Vigo que, en junio de 1941, escribió una carta de queja al Director General de Prisiones. No protestaba por las escalofriantes cifras de mortalidad en el penal, sino porque el tsunami de cadáveres generaba problemas de saturación en los cementerios cercanos y un gasto que no quería asumir: “Los viajes que deben realizar las carrozas motorizadas para el traslado de los féretros, asciende a un promedio de tres, con recorrido de 150 km y el consumo de 36 litros diarios de gasolina”.
La
inhumana misiva del regidor vigués es solo una más de la numerosa
huella documental que dejó la sangrienta historia de San Simón. En
diversos archivos se conservan atestados, listados, informes y otro tipo
de escritos de diversas instituciones de la dictadura que constatan la
muerte de, al menos, 517 prisioneros. Una cifra que no incluye a parte
de los cautivos que fueron sacados del penal y fusilados en las
localidades cercanas. Lo que allí ocurría era conocido por los vecinos
de Vigo y de otras poblaciones de la ría que miraban, con una mezcla de
temor y de tristeza, a la que muchos llamaban “la isla de los muertos”.
Mes
y medio después del golpe de Estado del 18 de julio de 1936 los
militares sublevados eligieron esta pequeña e idílica isla para encerrar
a decenas de gallegos. El único delito de todos ellos era el de haber
sido militantes o simpatizantes de sindicatos, partidos y otras
organizaciones republicanas. En Galicia no hubo guerra, ya que los
golpistas se hicieron con el poder en unos pocos días. Pese a ello, la
represión fue igual de salvaje que en las regiones en las que sí se pudo
plantar cara a los sublevados. San Simón fue un buen ejemplo de lo que
aconteció en el resto del territorio gallego.
En
el mes de noviembre ya había en sus precarias instalaciones más de
1.300 cautivos. Llegaban a bordo de lanchas, después de haber pasado por
alguna otra cárcel provisional franquista. Ya en la isla eran
maltratados, pasaban hambre, frío y dormían hacinados. Antonio Piñeiro
fue de los primeros prisioneros de San Simón: “Teníamos 38 centímetros
de anchura para dormir. ¡38 nada más! Así que el que se daba la vuelta,
se quedaba sin sitio” .
Dormir era
una quimera y, paradójicamente, despertar era lo que provocaba
pesadillas. La peor de ellas era saber que podían asesinarte en
cualquier momento. “La gente culta estaba toda aquí: médicos, abogados,
ingenieros... Bastaba con ser maestro para que te fusilaran”, recordaba
años después el prisionero Ildefonso Puente.
Evaristo
Mosquera escribió en sus memorias que a alguno de sus compañeros de
cautiverio se los llevaban engañados, asegurándoles que iban a ser
puestos en libertad: “Recuerdo un mediodía de una soleada mañana en la
que despedíamos con fuertes abrazos a doce internos que cargados con sus
petates salían en libertad. Iban sonrientes y la escena era de
emocionado júbilo… pero aquel puñado de infelices no iba hacia la
libertad como todos pensábamos”, recoge Evaristo A. Mosquera en Cuatro
años a bordo de una isla.
No solo los
prisioneros, también los guardianes franquistas dejaron constancia de lo
que ocurría en San Simón. Uno de ellos, Bienvenido Lago Cid, describió
telegráficamente en su diario cómo se “llevaban” a prisioneros que
“aparecían” muertos pocas horas después: “6 de noviembre. Viernes. Se
llevan a ocho, a las cinco de la tarde. Son de Lalín, Arbo, Vigo, entre
ellos el médico de Arbo, Sampayo y el maestro Alonso. Aparecen todos en
la carretera de Porriño (…) 8 de noviembre. Domingo. Traslado a
Redondela de Alfonso Alonso Portugués, Juan Alonso Pérez, Luis Frade
Pazos, José Gómez Sampayo, Blasco Barra Lalín, Ramiro Granja González,
José López Bermúdez, Antonio Picallo Buela, Telmo Rodríguez Alonso, Luis
Varela Sobrado. Aparecen en la carretera Redondela-Vigo”.
El
nulo futuro y las terribles condiciones de vida llevaron al suicidio a
algunos de los forzados inquilinos de San Simón: “No debía extrañarnos
pues, que al cabo de algún tiempo, aparecieran colgados de los árboles
de la isla, los cuerpos de algunos de aquellos desdichados, que así
quisieron terminar voluntariamente con su vida, antes de soportar una
triste agonía y por fin morir”, rememoraba
Evaristo Mosquera muchos años
después.
El director de la prisión,
Fernando Lago Búa, se aprovechó del miedo de sus presos para montar un
cruel entramado corrupto junto al médico forense y a un teniente de la
guardia civil. Los tres prometían a los cautivos con más recursos
económicos la libertad a cambio de dinero. La mayoría de los ingenuos
que pagaban terminaban fusilados y los que eran liberados volvían a ser
detenidos pocos días después. El próspero negocio acabó frustrándose
cuando Lago Búa eligió como víctima a un médico que tenía contactos en
la cúpula franquista.
Lo ocurrido con
decenas de presos republicanos no importaba, pero tocar a alguien afín
al nuevo régimen acarreaba consecuencias. El caso se investigó y en el
juicio el doctor aseguró que, en una de las ocasiones, le exigieron “el
pago de 200.000 pesetas a cambio de una supuesta libertad y evitación de
un método violento de sacada de prisión”. El director del penal y uno
de sus compinches fueron condenados a muerte y ejecutados.
En
1938 la prisión provisional pasó a tener la consideración de Colonia
Penitenciaria. San Simón, oficialmente, nunca fue un “campo de
concentración” de los más de 300 que abrió el franquismo por toda
España. Más allá de la denominación, posas cosas cambiaron en su
interior hasta que llegó el verano del 38. Franco decidió entonces
enviar a la isla a prisioneros de guerra. Cientos de hombres, en su
mayor parte capturados un año antes tras la caída del frente norte,
comenzaron a llegar al penal. En agosto fueron fusilados siete
prisioneros en San Antón, la pequeña isla situada junto a San Simón y en
la que tenían sus dependencias los guardianes.
Con
las instalaciones desbordadas de carne republicana, las autoridades
enviaron el barco-prisión Upo Mendi, que ya había sido utilizado con el
mismo fin en Bizkaia. De hecho, algunos de los cautivos que habían
estado encerrados en las bodegas del buque mientras permanecía fondeado
en Euskadi fueron sacados de él, trasladados en tren y camiones hasta la
ría de Vigo para acabar dando con sus huesos, nuevamente, en las frías y
oscuras tripas del buque. Víctor Uriarte fue uno de ellos: “Era el
mismo de Bilbao, solamente que más sucio. A nadie se le ocurrió
limpiarlo, mejorarlo o adecentarlo antes de ser remolcado”.
También
Ildefonso Puente estuvo confinado en él: “Las pulgas nos invadieron.
Nos poníamos a matar pulgas… doscientas o trescientas pulgas (…) Nos
dieron unas latas de sardinas y a la mitad les empezó a salir un
sarpullido, una urticaria tremenda… y vino el veterinario, ¡el
veterinario!, y dijo que las sardinas estaban malas…”.
El
nivel de quienes debían velar por la integridad de los presos lo vemos
en el expediente que se abrió contra Manuel Bachiller, uno de los
directores del barco-prisión: “Al caer la tarde dicho señor no se halla
en condiciones para responder de su función con el celo e inteligencia
que es menester, sin que pueda, por otro lado, hacer recaer en él el
vicio de un estado de embriaguez habitual”. En enero de 1939 había 1.769
hombres intentando sobrevivir en San Simón. 687 de ellos se hacinaban
en la bodega del Upo Mendi. Una vía de agua provocó en enero de 1940 que
el barco-prisión fuera desalojado y cerrado. Fue poco después de ese
momento cuando se abrió otra negra etapa en la historia de la isla.
Confinamiento y exterminio de ancianos
El
penal empezó a llenarse de hombres de avanzada edad. La isla de los
muertos se convirtió en la isla de los viejos. Así lo vivió Alfredo
Bautista: “El espectáculo era denigrante. Denigrante, lamentable,
triste, horroroso… porque al ver bajar aquellos hombres… eran de 60 años
para arriba… unos auténticos derrotados, viejos, sucios… Eran tantos
los piojos que traían que ponían agua a hervir y echaban sus ropas allí.
Claro, les quedaban los piojos en la cabeza, en sus partes. La masa
blanca, que quedaba, que subía y flotaba en aquella agua es algo que no…
miré la primera vez y no volví a mirar más ¡Era algo espantoso!”.
El
director de la prisión se caracterizaba por sus prácticas corruptas y
se quedaba con parte del presupuesto destinado a la alimentación de los
cautivos. El cóctel de hacinamiento y hambre resultó letal. A ello se
sumó el hecho de que el penal llevaba tres años sin médico. Entre agosto
de 1940 y julio del 41 perecieron un mínimo de 251 prisioneros. La
mayoría de ellos, 189, víctimas de enfermedades relacionadas con la
falta de alimento como la avitaminosis. El rancho era tan escaso que
provocaba peleas entre los internos para situarse en un puesto de la
cola que les garantizara la ya de por sí mínima ración.
Los
ancianos, en las horas de paseo que podían salir al exterior, se
dedicaban a cazar ratas de agua para alimentarse y a devorar cualquier
molusco o brote verde que pudieran encontrar en la isla. Es en ese
periodo en el que el alcalde de Vigo escribió la reveladora carta que
abre este reportaje. Además de los problemas que denunciaba el primer
edil, los vecinos de Redondela llegaron a protestar por el mal olor que
desprendían los cuerpos amontonados que aguardaban su turno para ser
trasladados al cementerio.
La solución
mejoró algo durante 1942, pero las muertes continuaron. El 5 de febrero
de 1943 falleció el prisionero Joaquín Ballabriega Peralta, la última
víctima registrada de San Simón. Según la investigación que en su día
hizo el Instituto de Estudios Vigueses, fue el muerto documentado número
517. Salvo de dos de ellos, del resto se conoce hasta el lugar de
enterramiento: 381 en el cementerio vigués de Pereiró, 124 en el de
Puxeiros, 7 en el propio cementerio de la isla de San Antón, 1 en
Redondela y 2 en el de Pontevedra. eldiario.es
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