
Arantza Margolles
La presencia femenina en los hechos de Octubre de 1934 fue sistemáticamente silenciada en la prensa que sobrevino a aquellos días de fuego y pólvora.
Decía Linda Nochlin, fundadora de la teoría artística femenina en la década de los 70 del pasado siglo, que para historiar a la mujer no bastaba con “incorporar al canon una lista simbólica de pintoras”, sino que se debían “exponer las estructuras que tienden a marginar determinados tipos de producción artística y situar a otros en una posición central”. Había que explicar, por tanto, por qué y cómo las mujeres habían sido silenciadas sistemáticamente del discurso hasta hacernos pensar que no habían existido nunca mujeres artistas. Esta asunción es perfectamente aplicable al ámbito de la Historia, y, por tanto, también a ese pequeño paréntesis dentro de ella que fueron las escasas dos semanas que duró la Revolución de 1934.

Aplicando la teoría Nochlin, podríamos preguntarnos, también, cómo es que no ha habido mujeres revolucionarias. Cómo, por ejemplo, durante mucho tiempo, la imagen más mainstream del discurso contrarrevolucionario nos asignó un papel pasivo. El por qué ya estaba ahí: la asunción de que la mujer, siempre, también en los pulsos históricos, tiene que plegarse al papel de ángel del hogar; relegarse al campo de los cuidados o de la victimización. Las enfermeras de la Cruz Roja, institución creada a finales del siglo XIX que contó con sección de damas desde 1914, al estallar la Primera Guerra Mundial, fueron el personaje femenino que más destacaron, una vez sofocada la Revolución, las publicaciones generalistas.

“Ya volvieron las palomas al Naranco”, titula, así, un extenso reportaje gráfico publicado por la revista Estampa el 17 de noviembre de 1934, construyéndose la metáfora con el hecho de que, durante el tiempo de la revolución, las bandadas de palomas desaparecieran de la ciudad, asustadas por la metralla. Así como ellas acabaron volviendo, las damas de la Cruz Roja “tomaron” en los días subsiguientes el Centro Asturiano, reconvertido en hospital de sangre, para atender a los heridos; en sus nombres abundan los apellidos compuestos, y los textos destacan de ellas, más que otra cosa, su dulzura y belleza física. Ellas -Pilar de Mendoza y Alvargonzález, Carmen y Susana Maura Salas, Delia Munita García, María Paz Tamés Escobedo, Benaparecida Pérez y más- eran ángeles del hogar, solo fuera de él, y temporalmente, por la trágica circunstancia de la Revolución.
“Víctimas” y engañadas
Si las damas de la Cruz Roja fueron el oro, la plata, en cuanto a representatividad en los medios de comunicación generalistas, le tocó a las víctimas. A Aurora Toba, por ejemplo, modelo madrileña que, según la revista Crónica, había llegado a Oviedo el día en que estalló la Revolución y, puesto que no había ya “servicio de mozos ni de autos” hubo de cargar ella misma con sus maletas de la estación al hotel Covadonga, pronto tomado por los insurrectos como cuartel de operaciones. “Eran muchachos muy afectados, que no parecían revolucionarios”, afirma una afligida Toba al periodista, posando ante un buen plato de potaje. “Nos traían arroz, chocolate y hasta jerez”.

Ya lo habrán ido viendo: no esperen, en el discurso oficial, encontrar cualquier rasgo de ideología en la buena mujer. Si la tiene, es adquirida y, por lo tanto, errónea. Por caso, el 20 de octubre de 1934, la revista Estampa nos cuenta el caso de Angelina Cármenes, una vecina de Guardo (Palencia), de la que se dice que “fue hasta hace poco más de un año tan vulgar y tan sin interés como la de cualquier moza de pueblo, guapa y presumida, con muchos admiradores”. En aquellos meses conoció a su marido, “un hombre atormentado por un ideal que, a fuerza de paciencia y de persuasión logró traspasar a ella. Y así fue como desapareció la muchacha que antes no salía de los bailes y de las fiestas para que surgiese ‘La Peseta’, distinguida líder del anarcosindicalismo en Guardo”. Según el reportaje, desde la cárcel donde la habían encerrado las fuerzas contrarrevolucionarias La Peseta se encontraba arrepentida. Lo que contrasta, por cierto, con la existencia, años después, de una ficha de investigada a su nombre en la que se dice que, ya en la Guerra Civil, sostenía a su marido, Eloy Abad, quien, como soldado de la República, acabó muriendo en el Puerto de Somiedo.

No era cosa de ellas, no, la Revolución. Ni tan siquiera de las que estaban llamadas a ser un icono de la misma con el tiempo. La famosa fotografía de las detenciones de la sierra de Brañosera, en Palencia -aunque normalmente se confunda con Asturias- fue publicada por primera vez en la revista Crónica el 21 de octubre de 1934, con el subtítulo “un grupo de campesinos y de mineros sublevados, a los que acompañaba una mujer, y que, sorprendidos por fuerzas del Ejército y de la Guardia Civil, se rindieron”. Los revolucionaros, por un lado; ella, por el otro. Y el lenguaje, eso también lo afirmaba Nochlin, no es inocente.
La revolución de las mujeres
Porque haberlas, mujeres ideologizadas y que formaron parte activa de la Revolución, las hubo. Lo afirma Josefina Carabias, pionera del periodismo femenino de la época y, con el tiempo, madre de Carmen Rico Godoy, que haría lo propio en la Transición. “En la revolución que acabamos de vivir es en la que las mujeres han tomado la parte más activa. En Asturias han peleado, junto a sus hombres, frente a los guardias y a los soldados. Hay centenares de mujeres detenidas y muchas muertas. En Madrid, durante las últimas jornadas revolucionarias, las mujeres han intervenido mucho más de lo que supone la gente y mucho más de lo que suponen los guardias”, afirma Carabias. En uno y otro bando, las mujeres, aunque sin nombre, estuvieron presentes: ora en la lucha, ora como enlaces, también haciendo labores de propaganda de uno u otro sector. 128 mujeres hay, dice, tras los sucesos revolucionarios, presas en la Cárcel de Mujeres, “principalmente del pueblo y de clase media; chicas del Metro, alguna modista, alguna mecanógrafa, alguna estudiante”.
También Manuel Grossi Mier llega a afirmar en su La Insurrección de Asturias, que las mujeres, “armadas de un fusil lo mismo que los hombres, se disponen a luchar con denuedo por la causa revolucionaria” y que “llegan a ocupar a veces los sitios de mayor peligro, a unos cuantos metros del enemigo. En el propio campo de batalla animan sin cesar a los trabajadores. Y con el enemigo, la mujer se muestra cien veces más cruel que el hombre. Poner los prisioneros a su disposición era extraordinariamente peligroso para ellos”. Algunas de ellas se sentará en el banquillo de los acusados, en cualquiera de los sitios donde la revolución prendió la mecha, pero, de nuevo, también allí se encontrarán con el sesgo de la prensa generalista. El 30 de noviembre de 1934, el diario Ahora dedicó varios renglones a La Juncá, Catalina Junquera Valencia, una muchacha sevillana, gitana, que fue detenida portando una pistola en los días de la Revolución. Su postura se atribuía, nuevamente, al amor. Hacia el de Antonio Torres Mesa, alias El Modoso, concretamente. Y nada más.
Pero, ¿hubo entonces mujeres revolucionarias?
Nos lo preguntamos así, al estilo de “Pero… ¿hubo alguna vez once mil vírgenes?”, la obrita que Enrique Jardiel Poncela acababa de estrenar cuando estalló la Revolución. Tuvo que haberlas: en el primer Día de la Mujer Trabajadora en Asturias, todo giró en torno al 34. Una de las mujeres más conocidas de la historia de Asturias, sino la que más, se llamó Aida de la Fuente y dio su vida por un ideal que arrancó de cuajo, en San Pedro de los Arcos, el infausto teniente Ivanoff. Pero nos las contaron poco, aunque ellas hablasen alto. Así, cuando la prensa derechista inició una campaña de negación hacia los desmanes del Tercio en el Oviedo postrevolucionario, fueron las mujeres, (ellas mismas, viudas, hermanas, o madres) las que hablaron con Vicente Marco de Miranda, Félix Gordón Ordás o para los periodistas de El Heraldo de Madrid y La Libertad, en un acto de valentía que llegaría a costarle la vida, a los pocos días, a Luis de Sirval.

Las mujeres de los barrios periféricos de Oviedo (Villafría, la Tenderina, San Esteban de las Cruces) fueron, así, las primeras en certificar que la respuesta a la revolución había sido desmesurada, cruenta y que había acabado con la vida de civiles, en lo que hoy ya se considera por algunos historiadores como ensayo para la represión de posguerra. “Todo lo relatado por la Prensa de izquierda, dicen los familiares de las víctimas de Villafría, Tenderina y La Matorra, es totalmente verídico”, titularía el 4 de febrero de 1936 La Libertad. Curioso uso el del masculino en el titular cuando la carta que lo tituló fue íntegramente en femenino: “Las abajo firmantes, viudas, madres y hermanas de personas muertas después de la represión en Oviedo…” Y es que el silenciamiento, a veces, sale sin querer.
De no haberles dado voz, hubiera triunfado la mentira. La hubo: no son las fake news cosa solo de hoy. Grueso caso fue el que, a partir del 17 de enero de 1935, dio que hablar a toda España. Ese día, los diarios derechistas aseguraron haber sido hallada, en la periferia ovetense, una fosa común con los cadáveres de tres muchachas, por cuyos asesinatos se había arrestado a cuatro hombres: César Caso, José Suárez Campa, Fernando Fernández y Cindulfo Iglesias. todos, habrían aprovechado, decían, el caos de la retirada de Oviedo para violar y asesinar a las chiquillas en el bosque de castaños del Piperón, enterrándolas a las afueras de la ciudad. Dos de ellas habrían sido, para más inri, de izquierdas: una socialista, y la otra, hija del pintor comunista Lafuente.
Nuevamente serían las investigaciones de la prensa izquierdista, concretamente las llevadas a cabo por Francisco Caramés, las que negarán la mayor. El periodista encontró a dos de los tres presuntos cadáveres… vivos. La primera de las falsas víctimas, Elena Pérez, alias La Verdulera, era de La Argañosa; tenía 18 años y durante todo el tiempo de la Revolución, certificó su padre con un escrito firmado, no había salido de casa. Con la segunda, Josefa Álvarez, se consiguió retratar Caramés en El Escorial, en Madrid, donde vivía. “Es una canallada cuanto se ha dicho del comportamiento que con nosotras han tenido los revolucionarios”, decía Álvarez, conservadora confesa, “yo no he recibido de ellos más que atenciones que no se cómo pagarles”. La tercera, como ya habrán podido deducir, era Aida Lafuente, cuyo asesinato, meses atrás, había sido reconocido como causado por las fuerzas del Ejército por un legionario apodado Torrecilla en una de aquellas publicaciones que nos quisieron hacer ver que la Revolución no era cosa de mujeres. El que Aida Lafuente, mal llamada La Libertaria, se haya erigido en el símbolo por excelencia de Octubre del 34 indica que no llevaban razón. Noventa años después, como siempre, la verdad acaba por salir a la luz.
Fuente → nortes.me
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