La Universidad de Granada, en un ejercicio ejemplar de recuperación de la memoria que se suma a otras iniciativas previas, publicó en primavera el libro Plaza de los Lobos (1968-1977). Memorias de estudiantes antifranquistas de la Universidad de Granada, coordinado por Isabel Alonso Dávila. En él, las experiencias de trece estudiantes de dicha universidad represaliados por el franquismo se convierten en un caleidoscopio que arroja un muestrario detallado del impacto que la persecución política tuvo en las vidas de quienes lucharon para devolver la democracia a este país, a la vez que permite observar los últimos años de la dictadura desde múltiples perspectivas.
No cabe duda de que cada persona es un mundo y sus vivencias son únicas y diversas, lo que se refleja en el punto de vista que cada protagonista ha elegido para su relato. Pero sus historias personales se entrelazan en una experiencia colectiva que va más allá del proyecto político y el lugar de detención (la Plaza de los Lobos que da título a la obra) compartidos, y se percibe sobre todo en ciertos aspectos que los distintos capítulos coinciden en destacar. Se trata de datos, de detalles, que a lo largo del libro van esbozando los rasgos, acaso universales, de la represión política y la resistencia.
Por ejemplo, algunos textos (los de Bernabé López, José María Alfaya o Isabel Alonso) subrayan la batalla de la dictadura contra el ejercicio de derechos fundamentales. Reivindicar la Declaración Universal de Derechos Humanos salía caro; tener determinados libros en casa, también. Aunque desde la perspectiva actual pueda parecer una absurdez, insistir en ello sirve para advertir a quienes no vivieron el franquismo sobre la fragilidad de los derechos ganados con la democracia.
También se extrae de la obra una imagen nítida del objetivo último de las estrategias represivas y del sentido de resistir: la fuerza de la unión frente al uso de mecanismos destinados a atomizar al grupo. Aparece la preocupación por lo que puede ocurrirle al resto ("Qué ha pasado con los demás me angustia tanto como mi situación ahora", piensa Juana García en comisaría después de una "caída"). Planea la culpa. Por no haber previsto que quien tocaba el timbre era la policía y haber abierto la puerta. Por haberse roto en los interrogatorios (pese a que, como señala Fernando Wulf en su contribución, "el objetivo central de la tortura no es solo la confesión y la denuncia"). Por el dolor causado a la familia y las amistades al haber abrazado la militancia hasta sus últimas consecuencias, un aspecto sobre el que Lola Parra se detiene a reflexionar con una franqueza apabullante.
Porque la militancia tuvo costes personales que no acabaron con las detenciones, la dictadura o el exilio. Que lo personal fue político se observa sobre todo en las páginas escritas por mujeres, que optan por trasladar su intimidad al papel, lo que permite una lectura de la represión política y social en clave de género. Pero el libro deja también entrever que las grietas abiertas en las familias como consecuencia de las diferencias ideológicas son heridas más difíciles de cicatrizar. El poder represor de la dictadura no se limitó a ejercer la fuerza contra los opositores, sino que, como recuerda Socorro Robles, ejercía presión sobre todo su entorno (familia, amistades, trabajo), además de impregnar a una sociedad que –al menos en parte– despreciaba la militancia. Conmueve esa conciencia sobre el impacto que las decisiones personales tuvieron en sus casas. No resultó fácil para las familias franquistas gestionar el reproche social de tener un/a hijo/a rojo/a. Distinto fue para aquellas que habían perdido la guerra o que, de una manera silenciosa, no compartían los postulados del régimen, cuyo apoyo incondicional queda plasmado en los capítulos de Javier López Gijón y, sobre todo, de Carmen Morente, cuyo delicioso relato da buena cuenta del coraje de su madre, imparable en la defensa de su hija.
Pero, más allá de las familias, la obra recuerda la existencia de otros círculos de solidaridad organizada: grupos de estudiantes, compañeros y compañeras de militancia, vecinas y vecinos. Desde el exterior, ayudaban a que las necesidades básicas de las personas privadas de libertad estuvieran cubiertas. Así, hacían llegar folios, compresas o, por supuesto, alimentos, los cuales seguían a su vez el ciclo de la solidaridad al ser puestos en común y compartidos con el resto de las personas presas. Por supuesto, la organización no solo servía para entrar productos en los lugares de detención, sino también para mantener la comunicación entre militantes e incluso posibilitar el intercambio de cartas de amor entre parejas, algo que podía ser más necesario que el pan para sobrellevar la prisión.
Plaza de los Lobos es un libro de memorias, en plural, que contribuye a la construcción de la memoria colectiva desde una profunda honestidad, pues acepta la posible imprecisión de los recuerdos, hasta el punto de abrirse a la posibilidad de que el propio título de la obra pueda ser inadecuado: el capítulo elaborado por Arturo González pone en tela de juicio que las detenciones vividas ocurrieran en la Plaza de los Lobos. Pero no solo es un libro de historias, sino también de Historia, pues los testimonios recogidos presentan un enorme valor historiográfico para tener una visión más nítida del período que abarca. La estructura cronológica del libro permite apreciar cómo la mano dura del franquismo se fue ablandando a medida que constataba que su fin estaba cercano y los guardianes del orden empezaban a temer las consecuencias que un cambio de régimen podía acarrearles, aunque los relatos postreros de Tomás Navarro y Laureano Sánchez también ponen de relieve que la violencia política, lejos de desaparecer, acompañó los últimos estertores de la dictadura.
A la vez, se ponen de manifiesto las deficiencias de la transición desde parámetros de derechos humanos: la inexistencia de juicios, el reciclaje como por arte de magia de las estructuras represivas en instituciones democráticas (no sorprende que a José Antonio González Alcantud le temblaran las piernas cuando vio a la Brigada Político Social mutarse en policía democrática), o la escasez de iniciativas públicas para dar a conocer la verdad (que los relatos que integran esta obra tratan de compensar detallando lo ocurrido y, en su caso, aportando datos muy concretos, como algunos nombres de torturadores). Sobre todo, queda claro que sigue pendiente la reparación moral de las personas que fueron represaliadas durante el franquismo por defender la democracia, el reconocimiento de su lucha por el Estado y el conjunto de la sociedad. A la espera de que eso ocurra, obras como esta son muy necesarias, ya que arrojan luz sobre la represión para ir poco a poco sacando a las bestias de sus guaridas.
Fuente → blogs.publico.es
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