1931, la Constitución contra los privilegios
1931, la Constitución contra los privilegios
Daniel Campione 
 
Las autonomías regionales, la supresión de la nobleza y la separación entre la Iglesia y el Estado jalonaron la voluntad transformadora de la Constitución de la Segunda República Española y a la vez fueron la señal de largada para la contraofensiva reaccionaria.
 

Las fuerzas de la derecha se contrapusieron desde el primer momento a la constitución republicana. La consideraban un atentado contra las tradiciones y valores hispánicos. Que venía a romper con la “hispanidad” encarnada en la identidad católica, supuestamente constitutiva de lo español. Y amenazaba la sagrada unidad de España, al habilitar mecanismos que morigeraban el centralismo castellano y abrían un reconocimiento a entidades subnacionales dotadas de autonomía

La carta magna aprobada en diciembre de 1931 no era un reordenamiento revolucionario ni una ruptura completa con el orden existente hasta entonces. Buena parte de los cambios que introducía no iban más allá de un liberalismo modernizador. Se planteaban algunas reformas que en otros países, como Francia, ya habían alcanzado vigencia durante el siglo XIX.

Ocurre que en la península ibérica existía una concentración y articulación del poderío económico, político, eclesiástico y cultural. Una minoría privilegiada se resistía con todas sus fuerzas a que se recortara su preeminencia sobre la vida nacional.  Se hallaba acostumbrada a regir sobre la entera existencia del resto de los españoles, desde el trabajo a la organización familiar y la moral cotidiana.

Los avances sobre sus intereses desataron su acción vengativa. Y no tardaron mucho en orientarse hacia el derrocamiento de la república y la supresión de la constitución.

El Estado integral y las regiones

La fórmula de la integralidad del Estado nacional compatible con la autonomía de regiones y municipios, enunciada en el primer artículo constitucional se desplegaba luego en los requisitos y procedimientos para alcanzar el status de autonomía regional.

Se establece en el artículo 11: Si una o varias provincias limítrofes, con características históricas, culturales y económicas comunes, acordaran organizarse en región autónoma para formar un núcleo político administrativo dentro del Estado español, presentarán su Estatuto con arreglo a lo establecido en el artículo 12.

Y en este último se lee: Para la aprobación del Estatuto de la región autónoma, se requieren las siguientes condiciones: a) Que lo proponga la mayoría de sus Ayuntamientos o, cuando menos, aquellos cuyos Municipios comprendan las dos terceras partes del Censo electoral de la región. b) Que lo acepten, por el procedimiento que señale la ley Electoral, por lo menos las dos terceras partes de los electores inscritos en el Censo de la región. Si el plebiscito fuere negativo, no podrá renovarse la propuesta de autonomía hasta transcurridos cinco años. c) Que lo aprueben las Cortes. Los Estatutos regionales serán aprobados por el Congreso siempre que se ajusten al presente Título y no contengan, en caso alguno, preceptos contrarios a la Constitución, y tampoco a las leyes orgánicas del Estado en las materias no transmisibles al poder regional…

Como se ve, es un mecanismo complejo, con el Estado nacional con el poder de decisión final.

No es un sistema federal, es sólo la posibilidad de que determinadas regiones, conformadas por una o más provincias limítrofes, tomen una iniciativa autónomica, con amplias facultades en el gobierno interno de la región.  Para que este propósito se consume necesitan la aprobación de las Cortes, que tiene facultades para revisar el respectivo estatuto y parámetros que le permiten no autorizarlo. Las instituciones nacionales tienen la decisión final.

Aquellas provincias que no soliciten gozar de un estatuto de autonomía o que haciéndolo no alcanzan a cumplir los requisitos siguen en dependencia directa del poder central.

La diferencia es clara en relación con el federalismo, sistema en el que un conjunto de Estados o provincias se unen en una entidad nacional, en el que delegan algunas facultades y conservan las restantes.

Pese a esas limitaciones, el reaccionarismo hispánico denunció al régimen de autonomías como una expresión de “separatismo”. Y como preámbulo inmediato de una “rotura” de España por la probable escisión definitiva de las regiones autónomas. Se gestaba así otro componente del memorial de agravios que en su momento dará impulso al movimiento destinado al asesinato del orden republicano.

Abolición de la nobleza y de los privilegios.

En el artículo 25 el impulso reformista se pronunciaba contra las prerrogativas de cualquier origen. Sin duda el blanco principal era la existencia del status nobiliario, rémora de origen medieval que mantenía considerable peso sobre la sociedad hispana: No podrán ser fundamento de privilegio jurídico: la naturaleza, la filiación, el sexo, la clase social, la riqueza, las ideas políticas ni las creencias religiosas. El Estado no reconoce distinciones y títulos nobiliarios.

Éste artículo es un punto de ruptura con toda la tradición española hegemónica hasta las primeras décadas del siglo XX, con el culto a los “títulos”, a la “grandeza de España”. Esto se proyectaba al plano de la política y la administración pública con gobiernos integrados en gran parte por duques, condes y marqueses, encaramados en partidos conservadores o liberales, cultores por igual del statu quo.

El abolengo nobiliario facilitaba la prelación en el acceso al poder político, y la deferencia del conjunto social, acompañados con un fuerte sustento material: Los títulos de nobleza coincidían con el poder económico, en particular con la posesión de grandes extensiones de tierra.  Y los distintivos exclusivistas que la acompañaban, sobre todo en el sur: La cría de toros de lidia, los amplios cotos de caza, un uso irracional y elitista de los campos.

No sólo eran propietarios agrarios. Se encontraba a miembros de la nobleza en la dirección de bancos, empresas mineras extranjeras, grandes industrias.

Suprimir a ese estamento privilegiado era quebrar una tradición de siglos. Tal supresión era un corolario necesario de la igualdad ante la ley contenida en los primeros artículos de la Constitución. La respuesta de los titulados fue volcarse en masa a la conspiración antirrepublicana.

El Estado sin Dios.

La política laicista de la República, enfilada a la separación de Iglesia y Estado y a disminuir la influencia clerical sobre la economía, la cultura y la enseñanza fue equiparada por los ámbitos eclesiásticos con una “persecución”” despiadada que en ningún momento existió.

Las fuerzas conservadoras se alinearon con esas posiciones de la Iglesia. Los militares, una vez abandonado el liberalismo de épocas pasadas, también se pusieron al servicio del integrismo religioso.

Fueron sobre todo dos artículos, el 26 y el 27 los que contuvieron las bases laicistas del nuevo ordenamiento.

Artículo 26. Todas las confesiones religiosas serán consideradas como Asociaciones sometidas a una ley especial. El Estado, las regiones, las provincias y los Municipios, no mantendrán, favorecerán, ni auxiliarán económicamente a las Iglesias, Asociaciones e Instituciones religiosas. Una ley especial regulará la total extinción, en un plazo máximo de dos años, del presupuesto del Clero. Quedan disueltas aquellas Órdenes religiosas que estatutariamente impongan, además de los tres votos canónicos, otro especial de obediencia a autoridad distinta de la legítima del Estado. Sus bienes serán nacionalizados y afectados a fines benéficos y docentes. Las demás Órdenes religiosas se someterán a una ley especial votada por estas Cortes Constituyentes y ajustada a las siguientes bases:

1ª. Disolución de las que, por sus actividades, constituyan un peligro para la seguridad del Estado.

2ª. Inscripción de las que deban subsistir, en un Registro especial dependientes del Ministerio de Justicia.

3ª. Incapacidad de adquirir y conservar, por sí o por persona interpuesta, más bienes que los que, previa justificación, se destinen a su vivienda o al cumplimiento directo de sus fines privativos.

4ª. Prohibición de ejercer la industria el comercio o la enseñanza.

5ª. Sumisión a todas las leyes tributarias del país.

6ª. Obligación de rendir anualmente cuentas al Estado de la inversión de sus bienes en relación con los fines de la Asociación. Los bienes de las Órdenes religiosas podrán ser nacionalizados.

El artículo 26 es una suerte de pequeño “código” de laicismo estatal. En primer lugar las confesiones religiosas son consideradas como asociaciones “sometidas a leyes”. No hay un sitial especial para la Iglesia, ni se la incluye en el derecho público, es una asociación entre otras. Igualdad de condiciones entre entidades religiosas, que excluye el sustento material o simbólico de sus actividades. Y un elemento fuerte: La supresión del llamado presupuesto de “culto y clero”.

Otra disposición importante es la disolución, sin mencionarla, de la Compañía de Jesús. La alusión es transparente, al referirse al cuarto voto de obediencia papal, obligatorio para quienes se integraban a la orden jesuita.

Es fundamental el inciso 4 de este artículo, en particular al pronunciarse con tanta claridad por la exclusión de las congregaciones religiosas de la enseñanza formal. En la sociedad española, con peso eclesiástico decisivo en la educación, esta prohibición iba en respaldo de una transición plena a un sistema educativo público.

El resto del inciso apunta también a desvincular a las órdenes de la actividad económica. El siguiente se dirige a quitarle otro tipo de prebendas, al someterla a las leyes tributarias nacionales y en el 6 al obligarlas a rendir cuentas de sus bienes e inversiones, marcándoles la posibilidad de nacionalización. La Iglesia dejaría de ser una concentradora de riquezas.

El artículo 27 complementa al anterior: La libertad de conciencia y el derecho de profesar y practicar libremente cualquier religión quedan garantizados en el territorio español, salvo el respeto debido a las exigencias de la moral pública.

Los cementerios estarán sometidos exclusivamente a la jurisdicción civil. No podrá haber en ellos separación de recintos por motivos religiosos.

Todas las confesiones podrán ejercer sus cultos privadamente.

Las manifestaciones públicas del culto habrán de ser, en cada caso, autorizadas por el Gobierno.

Se establece así la libertad de conciencia y de culto. Un corolario importante de esas libertades viene a ser la secularización de los cementerios. La Iglesia dejará de tener a su merced los nacimientos, los matrimonios y la vida familiar y también la administración del “descanso eterno” con el consiguiente negocio de la muerte.

El requerimiento de autorización para los actos públicos de carácter religioso señala una voluntad de contralor, preventiva de que las manifestaciones antidemocráticas se arropen bajo el nombre de Dios

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Los artículos constitucionales eran tomados, como ya explicamos, como una suerte de declaración de guerra por las clases dominantes y las instituciones prebendarias. Contra toda evidencia denunciaron la existencia de una “avanzada marxista”. Y tomaron como bandera la “revisión constitucional” que volviera a su cauce el orden hispánico tradicional.

Ya no había rey, a partir de la aprobación constitucional tampoco había Estado sometido a la Iglesia.

El Estado hipercentralizado y la lengua única parecían asimismo remitidos a un pasado ya superado. Los órdenes privilegiados, de raigambre medieval, se hallaban suprimidos.

No podían soportar esas innovaciones y recurrirían a las armas para resistirlas.

Unos años después, el golpe reaccionario daría lugar a una dictadura que se encargó de revertir todos y cada uno de los avances de la destruida época republicana. Para eso todavía faltaba una dura lucha que conmovería al mundo. Mientras tanto, la constitución de 1931 ya había marcado un hito histórico.


Fuente → tramas.ar

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