Norman Bethune y la masacre de la carretera Málaga-Almería
Norman Bethune y la masacre de la carretera Málaga-Almería 
 
 
Como tantas otras veces, Norman Bethune tenía prisa. El temperamental médico canadiense no era famoso por su paciencia ni por su sentido de la disciplina. Hijo de un estricto pastor evangélico de pueblo, Bethune había encontrado su propia forma de religión —y de misión pastoral— en la medicina y el socialismo. De tez pálida, rostro huesudo y pelo con entradas, a sus 46 años era un hombre duro, enérgico y propenso a los arrebatos, pero nadie podía dudar de su pasión por la medicina o la causa republicana.

Hacía dos meses que el doctor Bethune dirigía un innovador banco móvil de sangre, que transportaba sangre refrigerada a los hospitales del frente de Madrid.

Bethune había ejercido como brillante y ambicioso cirujano torácico en el Sacré Cœur y en otros dos hospitales de Montreal, pero siempre estaba inquieto.

En Montreal, se veía a sí mismo como «una rana grande en una charca pequeña». Aunque Bethune era un converso reciente al izquierdismo, había abrazado la causa con un entusiasmo típico y obsesivo. España lo llamaba a gritos.

Bethune no fue el primer médico que creó un servicio móvil de transfusiones en España, ni tampoco el que desarrolló la mejor técnica, pero fue uno de los varios pioneros que, cada uno por su cuenta, idearon formas de llevar la sangre a los hospitales de primera línea donde más la necesitaban.

A principios de febrero de 1937, Bethune se encontraba en la capital provisional de España, Valencia, donde se entrevistó con cargos públicos para ofrecerles una ampliación de sus servicios, mientras ellos intentaban encontrar el encaje de su unidad y, más importante aún, del propio Bethune dentro de iniciativas de corte parecido. Fue aquí donde Bethune oyó hablar por primera vez del devastador ataque a la ciudad portuaria andaluza de Málaga. Era la población más importante del estrecho corredor de territorio republicano que se extendía a lo largo de la costa andaluza, desde Estepona (a 45 kilómetros al este de Gibraltar) hasta las estribaciones de Sierra Nevada, al sur de Granada. La serpenteante carretera que recorría en dirección este la llanura costera cada vez más estrecha en dirección a Almería, situada a más de 200 kilómetros de Málaga, constituía la única vía de entrada y salida. Allí fue a donde Bethune —a quien un colega definió como «mitad aventurero, mitad humanitario» y su unidad de dos hombres decidieron dirigirse en sus dos furgonetas de sangre móviles improvisadas (una camioneta Ford vieja, con la trasera de madera, y un camión Renault de dos toneladas y media). Les entusiasmaba volver al centro de la acción. «Madrid era el punto neurálgico en noviembre. ¡Y allí estuvimos! Ahora es Málaga, ¡y allí estaremos!», exclamó uno de los ayudantes de Bethune.   

Salieron de Valencia entrada la noche del 7 de febrero, justo cuando la resistencia en Málaga se estaba desmoronando, y se dirigieron por la costa hacia el extremo sureste de España, cerca de Almería. Mientras conducían, las cañoneras franquistas castigaban Málaga desde el mar y dos columnas avanzaban por separado sobre la ciudad. Una de ellas la formaban diez mil soldados italianos del llamado Corpo di Truppe Volontarie (CTV) de Mussolini, un ejército de milicias fascistas que pronto superaría en número a las Brigadas Internacionales. Habían desembarcado en Cádiz el mes anterior y estaban a punto de entrar en las calles de Málaga, en gran parte indefensas, abandonadas por la guarnición local. Ante la casi total ausencia de aviones del Gobierno, la llamada Fuerza Aérea Legionaria italiana tenía plena libertad de acción. «La primera sentencia que firmemos en Málaga ha de ser pena de muerte», había proclamado el general Queipo de Llano en una de sus alcoholizadas e incendiarias charlas radiofónicas. Y mantuvo su palabra.

Entre los primeros en huir de la ciudad se encontraban los responsables de las guarniciones que tenían que defender Málaga.

Los milicianos de las unidades anarquistas y de otras formaciones, presas del pánico, se habían quedado sin mandos y en inferioridad de condiciones materiales, por lo que animaron a la población a abandonar la ciudad y los pueblos de los alrededores, advirtiéndoles del riesgo de una masacre como la perpetrada en Badajoz, una advertencia que demostró estar más que fundada, ya que en Málaga los franquistas acabarían ejecutando a unas 20 000 personas (a muchas de ellas, a petición del fiscal Carlos Arias Navarro, futuro presidente del Gobierno con Franco).

Unas 200 000 personas se pusieron en marcha de golpe y empezaron a salir en masa de la ciudad y de los pueblos vecinos en coches, camiones, autobuses o a lomo de mula o a caballo, pero sobre todo a pie, con alpargatas que apenas les protegían de las afiladas piedras de la carretera sin asfaltar.    Una tormenta de arena frenó a Bethune, que todavía estaba en Alicante cuando le llegó la noticia a la mañana siguiente de que Málaga había caído. Esto no hizo más que aumentar su determinación. Lo que no sabía era cuántos huían de la ciudad, ni que a las 8 de la mañana de ese día los aviones de combate habían comenzado a bombardearlos o que, dos horas más tarde, los grandes cañones del crucero Canarias empezaron a apuntar a los refugiados, algo que se convirtió en habitual a lo largo de los cinco días siguientes, en los que civiles desarmados fueron ametrallados y bombardeados mientras los tripulantes de los buques que se encontraban frente la costa celebraban visiblemente cada vez que daban de lleno en el blanco. Los refugiados acabaron caminando de noche y escondiéndose de día. Niños perdidos y asustados buscaban desesperadamente a sus madres, padres o hermanos entre la muchedumbre que andaba, o renqueaba, en la oscuridad.   

Sin saber nada de eso, Bethune salió de Almería con sus dos ayudantes esa tarde, tras dejar una de sus furgonetas, que se había averiado, y pronto se encontró con los primeros grupos de fugitivos de Málaga. A medida que viajaban hacia el oeste, la densidad de la marea humana creció hasta que, al llegar a una loma, contemplaron una columna de gente que atravesaba la extensa llanura que tenían debajo como negras hormigas en fila. Mientras recorrían el camino, tocando la bocina para que les despejaran el paso, vieron que muchos iban descalzos o con los pies envueltos en meros harapos. Había más niños que adultos, ya que cada familia solía tener entre tres y seis hijos. También se cruzaron con soldados en retirada, que murmuraban sobre los «fascistas» que iban detrás de ellos. Los ayudantes de Bethune le instaron a dar media vuelta antes de que se encontraran con las tropas de Mussolini, pero Bethune decidió continuar. Señaló el rótulo pintado en la camioneta Renault, que rezaba: «Servicio canadiense de transfusión de sangre al frente», y dijo: «¿Veis eso, chicos? Al frente que nos vamos».

Estaban rodeados por una de las columnas de refugiados más numerosas que se hubieran visto en Europa occidental desde la Gran Guerra. Bethune cifró sus integrantes en 150 000, pero algunos historiadores multiplican por dos ese número. Eran gente que necesitaba transporte, alimentos y agua, más que sangre. En otro preludio de lo que sucedería en todo el continente al cabo de unos años, fue la primera columna de refugiados europeos bombardeada sistemáticamente. Como uno de los pocos testigos extranjeros de lo que se convirtió en la peor de las atrocidades de esta guerra, Bethune publicó más tarde su propio relato de lo que vio, acompañado de fotografías de niños, entre ellos los que se habían echado a recuperar fuerzas o agonizaban junto a la carretera:   

Imaginaos a 150 000 hombres, mujeres y niños que huyen en busca de refugio hacia una ciudad situada a más de 150 kilómetros de distancia. Solo pueden llegar por una carretera. No existe otra vía de escape. La carretera, flanqueada a un lado por las altas cumbres de Sierra Nevada y al otro por el mar, está cortada a pico en los acantilados y sube y baja desde el nivel del mar hasta casi 200 metros de altura. La ciudad a la que tienen que llegar es Almería, que se halla a más de 200 kilómetros. Un joven fuerte y sano puede recorrer andando 40 o 50 kilómetros al día. El viaje que deben afrontar estas mujeres, niños y ancianos durará como mínimo cinco días y cinco noches. No habrá comida en los pueblos, ni trenes, ni autobuses para transportarlos. Tienen que ir andando, y caminan tambaleándose y tropezando, con los pies cortados y magullados por la gravilla blanca de la carretera, mientras los fascistas los bombardean desde el aire y los cañonean desde sus barcos en el mar.

En el trayecto, Bethune contó a cinco mil niños menores de 10 años, «al menos mil de ellos descalzos y muchos vestidos con una sola prenda», a pesar de que las temperaturas caían en picado al anochecer. A falta de 20 kilómetros para llegar a Motril, Bethune no pudo más. Dio media vuelta a la camioneta, abrió las puertas y en pocos minutos la llenó de niños y mujeres embarazadas. Ordenó a sus hombres que llevaran a los refugiados a Almería y que volvieran directamente a por más. Mientras tanto, él y su ayudante, Thomas Worsley, se quedaron atrás y pasaron la noche en una vaqueriza, compartiendo una hoguera con los refugiados. Al día siguiente, Bethune recorrió a pie 17 kilómetros para estudiar la situación, mientras la Renault transportaba a gente de un lado a otro.

   Los bombardeos y los ametrallamientos aterrorizaban y traumatizaban a las familias, víctimas de ataques terroríficos por el mar y por el aire, de los que no podían resguardarse de otro modo que arrojándose a las zanjas, rodando por el suelo, corriendo hacia los campos de caña de azúcar o sencillamente dejándose llevar por el pánico, mientras perdían a sus hijos y a demás familiares. Una familia intentó esconderse bajo un algarrobo, pero lo encontró ya ocupado por los cadáveres de otra familia. «Un niño estaba ya negro, otro, del mismo color […] y un muchacho llevaba el pelo bien peinado […] sus padres también estaban muertos», recuerda un superviviente. En otro sitio, encontraron a una mujer muerta apoyada en un árbol de la carretera, con un niño que todavía trataba de mamar de su pecho; vieron a un padre desesperado que mataba a tiros a sus dos hijos y a su esposa antes de volver el arma contra sí mismo; y un joven montado en burro llevaba el cadáver de su hermana delante, decidido a enterrarla como es debido cuando llegara a Almería. El camino estaba tan lleno de cadáveres que, por la noche, era difícil no pisarlos.

Después de varios trayectos agotadores en la cada vez más renqueante camioneta Renault, el equipo regresó a Almería, donde, para colmo de males, se produjo lo que Bethune calificó de «[acto de] barbarie final». Las alarmas de ataque aéreo sonaron repentinamente y al cabo de 30 segundos empezaron a caer bombas en las calles atestadas de refugiados. El ataque se produjo cuando Bethune estaba sentado en un garaje mientras le reparaban el motor de la Renault, y lo cubrió de piedras y cristales. «Lanzaron deliberadamente diez grandes bombas en el centro mismo de la ciudad, en cuya calle mayor [los refugiados exhaustos] dormían acurrucados en la acera», escribió. Bethune se sacudió el polvo y, tras salir corriendo, recogió los cadáveres de tres niños que esperaban turno en la cola del pan: «La calle era un caos de muertos y agonizantes, iluminada solo por el brillo anaranjado de los edificios en llamas. En la oscuridad, los gemidos de los niños heridos, los alaridos de las madres destrozadas, las maldiciones de los hombres se elevaban como un inmenso grito cada vez más fuerte hasta alcanzar una intensidad insoportable».

Fuente: texto extraído del libro «Las Brigadas Internacionales: fascismo, libertad y la Guerra Civil Española», de Giles Tremlett.


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