Las barricadas de libros que protegieron a los republicanos de las tropas franquistas
Las barricadas de libros que protegieron a los republicanos de las tropas franquistas / Henrique Mariño 
 
Las Brigadas Internacionales los usaron como parapeto en la defensa de Madrid, pero también instruyeron a la población y quitaron el hambre durante la guerra civil. 
 
Los libros fueron un arma durante la guerra civil. De ataque, de defensa y de evasión. En el frente de la Ciudad Universitaria de Madrid, los brigadistas internacionales los usaron como parapetos para protegerse de la artillería de las tropas franquistas. Cuando las desalojaron de la Facultad de Filosofía y Letras, blindaron el edificio con barricadas no solo de sacos terreros, sino también de gruesos volúmenes. Con ellos tapiaron las puertas y construyeron aspilleras en las ventanas. Así logró la XI Brigada Internacional, con Emilio Kléber al mando, frenar el empuje de los fascistas y estabilizar la batalla en el noroeste de la capital.
 

El subtítulo del nuevo ensayo de la historiadora Ana Martínez Rus, Artillería impresa (Comares), resume en una frase el objeto de su investigación: Frentes editoriales y trincheras de papel en la guerra civil. Porque a partir de noviembre de 1936 los libros comenzaron a tener otros usos, entre ellos el defensivo, aunque muchos perecieron o resultaron heridos en el intento. Algunos, de gran valor, porque la biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras era una de las más importantes del país, donde se alojaban los fondos de los Reales Estudios de San Isidro y, entre otras joyas, los códices medievales recopilados por el cardenal Cisneros.

"Las barricadas estaban hechas con libros de la biblioteca; cogimos los más grandes y voluminosos que pudimos encontrar; entre ellos, recuerdo que había una enciclopedia de religión y mitología hindú. Más tarde descubrimos, después de escuchar los impactos de las balas en los libros, que el grado de penetración de las balas llegaba aproximadamente hasta la página 350", contaba el brigadista británico Bernard Knox. "Desde entonces me incliné a creer, como nunca lo había hecho antes, aquellas historias de soldados cuyas vidas habían sido salvadas por un Biblia que llevaban en el bolsillo de su chaqueta".

La experta en patrimonio bibliográfico Marta Torres Santo Domingo recoge la cita en el texto Libros que salvan vidas, libros que son salvados (Biblioteca Nacional), que ilustra cómo fueron aquellos días de otoño en el que caían las hojas y las bombas en Madrid. Otros brigadistas narraron cómo Kant, Goethe, Cervantes, Dante o Platón sellaban las ventanas: "Toda la filosofía, toda la literatura, toda la cultura antigua y moderna es utilizada para cerrar el paso". Alejo Carpentier, en la novela La consagración de la primavera, atribuye a un voluntario cubano el siguiente pasaje.

"Mejor cuando eran autores de muchos tomos, porque a Pascal, a San Juan de la Cruz, a Epicteto los hubiesen traspasado con una sola bala de fuerte calibre. Lo que allí servía eran los setenta y cuatro tomos de Voltaire, los setenta de Víctor Hugo, las obras completas de Shakespeare, la Biblioteca de Autores Españoles de Rivadeneyra, empastados y en papel de mucho cuerpo. [...] Ahí supe, de bruces entre bibliotecas transformadas en parapetos, que las letras y la filosofía podían tener una utilidad ajena a la de su propio contenido", recordaba mientras metía el cañón de su fusil entre tomos de Galdós.

Una niña lee un libro durante la guerra civil.

Una niña lee un libro durante la guerra civil. Centro Documental de Memoria Histórica
 

Además de resguardarse tras los libros, también los leían. De hecho, la biblioteca contaba con ediciones en inglés, como Recollections of the Lake Poets, de Thomas De Quincey, que un brigadista leía "con voracidad" cuando bombardearon el edificio. "Tenía que dejar el libro para disparar contra los falangistas que saltaban como conejos cada vez que estallaban los obuses", escribió tres años después John Sommerfield. "Aprovechaban para leer en sus horas muertas", explica Ana Martínez Rus, quien recuerda que a partir de 1937 comenzó el traslado de las obras más preciadas para salvaguardarlas de la destrucción.

No cabe duda del valor del libro como objeto en aquellos días. "Además, ofrecían muchas más posibilidades que en tiempos de paz. Acompañaban a los soldados en la soledad del hospital y en la trinchera. Entretenían a los niños en la retaguardia. Y permitían a la población evadirse del horror y el hambre", enumera la profesora de Historia Contemporánea en la Universidad Complutense de Madrid, quien subraya su carácter "instructivo y militante", pues enseñaban a los soldados a defenderse y a los ciudadanos a protegerse.

Así, se publicaron numerosos manuales que enseñaban a actuar ante un bombardeo, un ataque de gas, una enfermedad o la contaminación de agua y alimentos. "Algunos contenían desplegables ilustrados que podían llevar doblados en el bolsillo para usarlos en caso de emergencia", comenta Ana Martínez Rus. "Incluso se editaron libros de cocina para aprovechar lo mejor posible la poca comida que había, como Química popular de los alimentos en relación con su escasez y carestía, escrito por Casimiro Brugués y publicado por Espasa-Calpe.

La historiadora Ana Martínez Rus, autora del libro 'Artillería impresa. Frentes editoriales y trincheras de papel en la Guerra Civil'.

La historiadora Ana Martínez Rus, autora del libro 'Artillería impresa'. Comares
 

"A priori, podría pensarse que en un contexto de emergencia se paralizó la industria editorial. Sin embargo, ocurrió todo lo contrario, con reediciones y nuevas publicaciones, muchas de carácter propagandístico para concienciar y movilizar a la población", añade la historiadora, quien detalla en Artillería impresa el surgimiento de dos modelos: el de las editoriales convencionales, con las capitales del libro, Barcelona y Madrid, bajo control republicano; y el de la red improvisada de imprentas y talleres tipográficos en la zona nacional, desperdigada por varias ciudades y con ediciones de peor calidad.

El Gobierno quiso identificar la lectura con la Segunda República y, además de explicar los motivos de la lucha, defendió en sus publicaciones "el acceso universal a la cultura". El libro como una pieza más del engranaje de la maquinaria de guerra, aunque también como moneda de cambio para comprar alimentos en el extranjero. "Algunos particulares vendieron sus bibliotecas, que a través de intermediarios fueron intercambiadas en Argentina por víveres. Sin embargo, en un estado de necesidad, surgió la picaresca, de modo que llegó a crearse una red clandestina más organizada", señala Ana Martínez Rus.

Los libros eran vendidos más baratos que a precio de mercado a propietarios de ultramarinos y almacenes, quienes luego hacían lo mismo con los libreros. "Los editores descubrieron la existencia de un circuito paralelo, cada vez más perfeccionado, que se nutría del envío masivo y selectivo de publicaciones. Una forma de eludir las restricciones al envío de dinero al extranjero y la fiscalización de las cuentas bancarias, pero que suponía una competencia desleal que perjudicaba los intereses económicos de la industria editorial", apunta la historiadora. Podría decirse que los libros, además de salvar vidas, quitaron el hambre, si no fuese porque muchos alimentos llegaron a España en mal estado.


Fuente → publico.es

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