El ojo de la aguja
El ojo de la aguja
Antonio Monterrubio

La connivencia del clero acomodado y las altas esferas religiosas con los grandes de este mundo está bien establecida. A veces, sin embargo, la labor que realizan en su propio beneficio y el de sus aliados acaba volviéndose en su contra. La Iglesia Católica trabajó intensamente durante años, en especial bajo los auspicios del Papa Wojtyla, para arrasar hasta los cimientos la Teología de la liberación. Sus promotores y defensores fueron perseguidos con saña neoinquisitorial por su afán de predicar el Evangelio en comunidades oprimidas y mantenidas en la miseria, solidarizándose con su lucha frente a la injusticia. Esto se apoyaba en una lectura de algunos textos bíblicos tan válida o más que cualquier otra. No obstante, dado que suponía un desafío a la autoridad y, lo que es peor, una acerba crítica del sistema social imperante, fue condenada por las élites eclesiásticas. 

La Iglesia Católica trabajó intensamente durante años, en especial bajo los auspicios del Papa Wojtyla, para arrasar hasta los cimientos la Teología de la liberación

La liquidación de esa esperanza ha coincidido, y no por azar, con una acelerada pérdida de influencia del catolicismo entre las multitudes desheredadas de América Latina. A la vez, se ha disparado la atracción ejercida por ese producto mixto de superstición y marketingtan del gusto del Poder, que son las iglesias evangélicas norteamericanas. El teatro extático que patrocinan y la comunicación vis-à-vis con la divinidad que prometen funcionan como adelantos en este mundo del bienestar –rigurosamente espiritual– a disfrutar en el Paraíso. Las clases dirigentes ven con buenos ojos tales convicciones, entre el aspaviento y la redención, y no tienen empacho en compartirlas. Son conscientes de que difícilmente saldrá de ahí nada que ponga en cuestión su dominio. Una muestra espléndida la constituye la fulgurante elevación del mesías Bolsonaro a la más alta magistratura de Brasil. 

Ya en sus lejanos orígenes, no podía esperarse gran cosa, en lo social y político, de estas doctrinas. La justificación por la fe, que encomienda la salvación a la gracia divina, y que no solo niega toda virtud a las obras, sean de la Ley o de la conciencia, sino que las considera sospechosas, es del agrado de las fuerzas vivas. Recordemos las lisonjeras posturas de Lutero con los Príncipes, hasta el punto de propugnar el exterminio de los rebeldes en las guerras campesinas alemanas o la revuelta anabaptista. Claro que en eso conectaba con un intelectual de la talla de Agustín de Hipona, que en su época respaldó una política no muy caritativa con los herejes donatistas. Y qué decir de Calvino y el régimen teocrático y terrorista que puso en pie en Ginebra, con persecución de la disidencia y hogueras disuasorias. 

Las clases dirigentes ven con buenos ojos tales convicciones, entre el aspaviento y la redención, y no tienen empacho en compartirlas

A estos orígenes hay que añadir los toques inequívocamente americanos, entre Disneyland y el Broadway más comercial. Nos encontramos con una predicación incesante de la subordinación a los superiores naturales y el acatamiento a la autoridad establecida, sea de iure o de facto, todo adobado con variadas tonterías moralizantes. Pero el plato fuerte del menú es la sumisión, un negocio redondo para el Poder. En esa región del mundo, el catolicismo ha presentado históricamente múltiples facetas, desde los prelados que cubrían de incienso a Pinochet o Videla hasta personajes como Monseñor Romero o Ellacuría, asesinados por pistoleros de extrema derecha. Cada versión se dirigía a un sector diferente de la población. Por contra, las fes evangélicas en América Latina son a la vez la religión de los explotados y la de los explotadores. Es el ideal de quienes intentan que nada cambie para que todo siga igual.

La Iglesia institucional y la jerarquía eclesiástica han estado siempre al lado de los privilegiados, ignorando u ocultando sus abusos y dándoles soporte moral. Su labor de culpabilización de las víctimas, sofronización de las conciencias y aplastamiento de los díscolos ha sido esencial en la tecnología de la dominación. Han colaborado activamente en la opresión, miseria y desdicha de los desfavorecidos y la gente menuda en general, operando como maquinaria ideológica al servicio del statu quo. Eran los penúltimos guardianes de la más cruda explotación gracias a las coartadas sobrenaturales que le suministraban. 

Y para seguir la mentira
lo llama su confesor
le dice que Dios no quiere ninguna revolución
ni pliego ni sindicato
que ofende su corazón

(Violeta Parra Porque los pobres no tienen).

En nuestro ecosistema somos testigos con frecuencia de cómo se alzan sus tenebrosas sombras, enarbolando los estandartes más reaccionarios y prestando o vendiendo su protección a quienes no la necesitan. Han sepultado en lo profundo del baúl de los recuerdos no pocas frases atribuidas a Jesús, por ejemplo «es más fácil que un camello entre en el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de Dios». Tan rotunda sentencia aparece en idénticos términos en los Evangelios sinópticos. Las razones de la Iglesia oficial para dejarla caer en el olvido son múltiples, pero no es la menor el lujo infame y la púrpura indecente en la que se revuelcan muchos de sus representantes. 

La Iglesia institucional y la jerarquía eclesiástica han estado siempre al lado de los privilegiados, ignorando u ocultando sus abusos y dándoles soporte moral

Dado el carácter lapidario de las palabras citadas, han proliferado teólogos y exégetas dedicados a dulcificar el mensaje. Se han argüido problemas de traslación, considerando que se habla del hueco de una soga, o sea de pasar a través de un círculo de cuerda. Tal explicación se antoja harto peregrina. Más convincentes podrían  resultar quienes señalan que Ojo de Aguja era el nombre de un accidente geográfico local, o que así se denominaba a las pequeñas puertas de acceso a una ciudad. Se supone que para franquearlas, un camello tenía que realizar contorsiones gimnásticas, lo cual era quizás complicado, si bien relativizaba la dificultad. De ser el caso, el texto debería rezar «por un ojo de aguja» y no «por el ojo de una aguja», que es bastante diferente. Pero todas las traducciones, y eso en varios idiomas, insisten en decir lo segundo. 

De cualquier modo, hace tiempo que esta gente ha dejado de buscar excusas filológicas. Al menos desde Constantino, el grueso de la Iglesia oficial se pasó con armas y bagajes al lado oscuro de la fuerza. Eso si no fue ya antes, pues es plausible la hipótesis de que no se hizo rica porque llegó al poder, sino que llegó al poder porque era rica (Peter Brown Por el ojo de una aguja). 

En cuanto a los que manejan el cotarro actualmente, son capaces de llevar a cabo los milagros más inverosímiles. Si es preciso, pueden ampliar el ojo de la aguja para que pase por él una ballena azul o el mismísimo Leviatán. A la vista de la catadura intelectual y moral de buena parte de sus pastores, los creyentes conscientes y con inquietudes son dignos de compasión.


Fuente → nuevatribuna.es

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