Universidad de Alicante
La paradoja es una constante de nuestra realidad. En un país donde el líder del tercer grupo parlamentario especula sobre la posibilidad de que el presidente del gobierno aparezca colgado de los pies y la presidenta de la Comunidad de Madrid insulta, en las Cortes, a Pedro Sánchez, el próximo 20 de febrero más de cien codemandados -periodistas, catedráticos, universidades, archiveros…- iremos a la vista previa de un juicio por intromisión en el honor de quien en 1939 participó en unos consejos de guerra declarados «ilegales e ilegítimos» por la legislación vigente. La petición de indemnización asciende a 11.500.000 euros.
Nadie debe cuestionar el derecho de preservar el honor propio o de un familiar. El problema es presentar una demanda donde no se documentan insultos o vejaciones, mientras se mantiene desde 2020 una web donde el demandante incluye graves descalificaciones sobre los demandados.
El sentido del humor aconseja tomar a broma mi presentación como una mezcla de bohemio e inquisidor que utiliza las artes de los trileros para divulgar bulos. Desde mi blog he llegado a enlazar esa web para que los lectores puedan conocer otra versión acerca de los trabajos donde aparece el alférez Antonio Luis Baena Tocón. Al mismo tiempo, he renunciado a presentar la correspondiente demanda porque creo en la libertad de expresión, incluso cuando va acompañada de insultos siempre innecesarios. La paradoja, no obstante, es ser demandado por quien te insulta y difama con un entusiasmo digno de mejor causa.
La polémica iniciada en 2019 ya cuenta con dos sentencias -ambas recurridas- del Juzgado de lo Contencioso Administrativo n.º 3 de Alicante y de la Audiencia Nacional. Al mismo tiempo, el juzgado gaditano donde se ha presentado la demanda en 2022 se pronunció en contra de la adopción de medidas cautelares para impedirme la publicación de trabajos relacionados con el citado oficial. A estas decisiones de la magistratura hay que añadir las resoluciones de la Universidad de Alicante y la Agencia Española de Protección de Datos en contra de las pretensiones de un demandante que, sin desmayo, ahora pretende embolsarse 11.500.000 euros gracias al honor supuestamente vejado de quien instruyó como secretario el sumario de Miguel Hernández.
Al margen de lo presentado en sede judicial, la respuesta es un trabajo de investigación que me ha permitido editar los consejos de guerra seguidos contra el poeta oriolano y ahora publicar el primer volumen de una trilogía: Las armas contra las letras. Los consejos de guerra contra periodistas y escritores, 1939-1945 (Sevilla, Renacimiento-Universidad de Alicante, 2023). Los historiadores de la represión franquista corremos el riesgo de ser insultados y demandados, pero nuestra respuesta debe pasar por la continuidad de la investigación para documentar aquel atentado contra los más elementales derechos humanos. El resto es una inevitable pérdida de tiempo y dinero que, confío, servirá para volver a afianzar la jurisprudencia que permite el desarrollo de nuestro trabajo en un país bien distinto al de 1939.
El artículo que viene a continuación, publicado en 2021 en Nuestra Historia, resume los pasos dados hasta ese momento y plantea la necesidad de preservar la libertad de expresión y de cátedra frente a quienes, lejos de entablar cualquier diálogo para contrastar pareceres o corregir posibles errores, solo pretenden dilucidar las cuestiones históricas en unos juzgados.
«Tuve la mala suerte, o la buena, de ir a ver los juicios
militares que hubo aquí en Madrid cuando se iniciaba
la represión, en el 39. Fui porque iba a estudiar Derecho,
y también porque juzgaban a personas conocidas, profesores
de la escuela… Me pareció aquello tan horroroso, tan injusto
y tan frívolo el proceder de los tribunales, que tomé la decisión
de abandonar esos estudios»(Fernando Fernán Gómez, en Tébar, 1984:28)
Una solicitud de olvido digital
La invitación cursada por los responsables del monográfico de Nuestra Historia El «derecho al olvido»: uso, abuso e instrumentalización frente a la investigación histórica no se justifica por mi condición de especialista en el derecho al olvido digital. Nada puedo aportar en tal sentido, pero en junio de 2019 fui protagonista involuntario de un alud de artículos periodísticos relacionados con dicho derecho, que hasta entonces nunca había supuesto pertinente para establecer los contenidos de mis trabajos como catedrático de Literatura Española. Dado que cuando escribo el artículo las derivas de aquella circunstancia están pendientes de sentencia en dos juzgados, utilizaré AAA en sustitución de un nombre y me limitaré a escribir una crónica de «los hechos probados», de acuerdo con una terminología que me he visto obligado a conocer para defender el derecho a la libertad de expresión y de cátedra.
El 17 de mayo de 2019 recibí un burofax cursado por el abogado de uno de los hijos del alférez AAA, el secretario del Juzgado Militar de Prensa durante el período 1939-1940 que había aparecido como protagonista secundario en Nos vemos en Chicote (2015). El burofax me instaba a cancelar, en el plazo de un mes, «los datos personales de su padre fallecido», de acuerdo con lo previsto en el art. 3 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos, así como del 17 del Reglamento UE 2016/679, General de Protección de Datos (RGPD).
El listado de los enlaces afectados incluía diferentes publicaciones digitales y autores, siendo yo el responsable de una de las páginas electrónicas y el autor de un artículo publicado en una revista norteamericana: «El caso Diego San José, la sombra de Miguel Hernández y el juez humorista», Anales de Literatura Española Contemporánea, 40 (2015), pp. 355-375. Este artículo cuenta con una copia en el repositorio institucional de mi universidad, así como en otros ajenos a la misma tras proceder al enlace sin autorización que me conste. Lo frecuente de la circunstancia no excluye su alegalidad y la indefensión que padecemos los autores.
El burofax del abogado no especificaba los motivos para la cancelación, pero me pedía que, en el caso de no proceder a practicar «total o parcialmente la supresión solicitada», debía comunicarlo «motivadamente a fin de, en su caso, reclamar ante la Agencia Española de Protección de Datos y posterior procedimiento judicial a fin de resolver este asunto y tratar los daños ocasionados». Es decir, ante una petición no motivada de forma explícita -la duda permanece sobre si lo solicitado era el derecho al olvido o al de la rectificación- debía responder motivadamente para evitar nuevas reclamaciones y procedimientos judiciales.
El mismo día que recibí el confuso burofax me puse en contacto con el solicitante de la cancelación o la supresión -ambos conceptos no aparecen como sinónimos en el DRAE, pero se utilizaron indistintamente- de los datos de su padre, pues desconocía las razones por las cuales eran incorrectos, incompletos o inadecuados. Tampoco se habían aportado pruebas en tal sentido. Ni siquiera sabía si lo solicitado era el derecho al olvido, que implica la aceptación implícita de los datos como veraces, o el derecho a la rectificación de esos mismos datos por contener errores.
En carta fechada el 21 de mayo de 2019 y dirigida al solicitante, le informaba de que había eliminado el único enlace alojado en mi blog: un artículo de Herminio Trigo. El resto no era de mi propiedad. Por lo tanto, nada me correspondía decidir al respecto. Asimismo, le pedía que me indicara «con la mayor concreción posible» los datos susceptibles de ser cancelados o suprimidos para, previa consulta a los Servicios Jurídicos de la UA, comprobar si estaban afectados por la citada legislación.
Terminaba el escrito del 21 de mayo con el siguiente párrafo: «le adelanto que los datos relacionados con AAA aparecidos en mis investigaciones provienen de los fondos documentales depositados en archivos públicos y me fueron facilitados por los mismos de acuerdo con la legislación vigente como investigador universitario. No creo, por lo tanto, haber incurrido en revelación de datos personales amparados por la legislación vigente, pero permaneceré atento a sus indicaciones o las de su abogado por si estuviera en un error».
La carta certificada no obtuvo respuesta, al igual que los emails mandados al solicitante en el mismo sentido. No obstante, contacté con los responsables del Repositorio de la UA y de la BVMC para que, en los artículos afectados, el nombre del alférez fuera sustituido por sus iniciales, siempre de manera provisional y a la espera de la resolución de la solicitud. Guardo copia de estas comunicaciones, de las que el solicitante tuvo oportuna información.
El escrito del 21 de mayo de 2019 venía precedido de varios emails dirigidos al solicitante, que tampoco fueron contestados. En uno fechado el 20 de mayo a las 15:08, le decía lo siguiente: «Si le puedo ayudar o aclarar algo, estoy a su entera disposición. No obstante, le recuerdo que los datos personales utilizados en mis trabajos siempre provienen de archivos públicos que, de acuerdo con la legalidad vigente, los ponen a disposición de los investigadores una vez cumplidos los plazos previstos por la normativa legal. Si usted hubiera detectado alguno que no reuniera este requisito, le ruego que me lo indique con la mayor precisión posible para la correspondiente comprobación y, en su caso, eliminación».
Ante la ausencia de respuestas, recurrí a los Servicios Jurídicos de la UA para que examinaran la solicitud y procedieran de acuerdo con la legalidad. Asimismo, el 24 de mayo informé por escrito del caso a la delegada del Rector para la Protección de Datos, dado que podía ser una materia de su incumbencia.
La respuesta de la UA llegó el 12 de junio de 2019 con la firma del gerente. Su estimación de la solicitud formulada por uno de los hijos del alférez se basaba, fundamentalmente, en su consideración como figura no pública: «En definitiva, una vez realizada la ponderación considerando la licitud de la investigación científica, el interés de la publicación difundida, y en la medida que AAA no alcanza la consideración de ‘figura pública’ se interpreta que debe garantizarse la protección del derecho a la supresión y el derecho al olvido digital del afectado». Es decir, el gerente de la UA había encontrado el motivo que ni siquiera el abogado adujera para justificar su solicitud.
En una entrevista celebrada el 15 de junio de 2019, tanto el gerente como la delegada del Rector me confirmaron que la resolución se basaba en que el secretario instructor del Juzgado Militar de Prensa no era una figura pública, a diferencia del juez Manuel Martínez Gargallo, a cuyas órdenes intervino en diversos procesos contra periodistas y escritores. Preguntados ambos por las razones historiográficas o jurídicas que justificaran esta conclusión, la respuesta fue el silencio mantenido hasta el presente.
El artículo 8 de la LOPHIPI define con gran flexibilidad la persona pública como aquella que «ejerce un cargo público o una profesión de notoriedad o proyección pública». El secretario de un juzgado es un cargo público. Consultadas las obras de Javier Plaza Penadés (1996) y Rafael Saraza Jimena (1995), ambas en los catálogos bibliográficos de la UA a disposición de su gerente y la delegada de datos, encontramos sentencias como la STC 107/1988, de 8 de junio, donde se explica que el derecho al honor se debilita «en cuanto sus titulares son personas públicas, ejercen funciones públicas o resultan implicadas en asuntos de relevancia pública, obligadas por ello a soportar un cierto riesgo de que sus derechos subjetivos de la personalidad resulten afectados por opiniones o informaciones de interés general, pues así lo requieren el pluralismo político, la tolerancia y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática» (Saraza Jimena, 1995: 225-6).
Ese mismo día les anuncié un recurso de alzada, pues como catedrático disentía acerca de que el secretario judicial no fuera una figura pública. La opinión estaba avalada por la consulta de informes emitidos por la AEPD. También les expliqué, a modo de ejemplo, lo sucedido en el sumario 21.001 que llevó a Miguel Hernández a una condena de muerte, ya que el poeta es un referente por múltiples motivos para nuestra universidad. El alférez aparece con su firma en veinte ocasiones repartidas en doce documentos distintos del sumario, incluidos dos donde figura junto a la del juez instructor y el encausado. El dato es público desde la edición del sumario en 1990 por Juan Guerrero Zamora, cuando todavía vivía quien ejerciera como secretario instructor. El documento también apareció en la prensa local el 30 de septiembre de 1990 y su original había sido incluido en una exposición organizada por el AHP de Alicante poco antes de la citada resolución. Los responsables del informe no debieron tener conocimiento de estas circunstancias, no me indicaron la bibliografía consultada y nunca me explicaron los límites precisos de una figura pública. Tampoco entendí por qué se podía conceder el derecho al olvido solicitado por uno solo de los hijos sin conocer el parecer del resto, que perfectamente podría haber reivindicado su derecho a la memoria familiar.
La resolución me pareció grave, pues el gerente de una universidad -figura vinculada a competencias tan destacadas como ajenas a los contenidos de la investigación- establecía que un sujeto histórico no era una figura pública, a pesar de actuar como miembro del Cuerpo Jurídico Militar en procedimientos públicos y documentados de especial relevancia histórica. El gerente tampoco consideró necesario explicar por qué un catedrático podía citar al juez en sus investigaciones, pero no al secretario en el ejercicio de sus funciones, que en unos consejos de guerra sumarísimos abarcaban facetas determinantes para el resultado de los mismos.
La reacción en contra de la resolución inicial de la UA fue unánime en la comunidad científica y periodística. A pesar de los lógicos matices, no me constan escritos en apoyo de la postura del gerente. Lo publicado durante aquellos días se resume en el editorial de El País del 24 de junio de 2019: «Los investigadores están en la obligación de arrojar luz sobre un período tan dramático de la historia reciente de España. Indagar en los archivos sobre las atrocidades cometidas durante la contienda civil y la posguerra es una tarea que debe ser preservada y amparada, especialmente por las instituciones académicas. Cualquier intento de torpedear el trabajo de los historiadores, instándoles a borrar los nombres de quienes fueron testigos de hechos deleznables, es una injustificable forma de censura y, como algunos estudiosos han resaltado, una peligrosa involución en el terreno de la expresión y de la investigación. La ley de protección de datos personales no fue concebida para reescribir la historia al gusto de los protagonistas o sus familiares. Corresponde a una autoridad independiente, como es la Agencia Española de Protección de Datos, analizar el caso y solventar el conflicto».
En contra de la decisión del gerente, el doctor Ángel Viñas, honoris causa por la UA, el 25 de junio de 2019 intervino a través de su blog: «la característica de haber sido, o no sido, personaje público en el pasado se me antoja estrictamente irrelevante. Basta con haber vivido y aparecer en documentos accesibles al investigador para tener la potencialidad de convertirse en objeto de la investigación. Negar esta proposición es negar la historia, en la acepción en que hoy se entiende en general. La historia es una reconstrucción del pasado y, en particular, de la acción humana en la inmensidad de este, que es por definición absolutamente incognoscible en su totalidad. El investigador lo que hace es proceder por cortes basándose en evidencias que le permitan iluminar alguna parcela, parcelilla o microparcela de ese pasado».
La resolución de la UA era firme. Solo cabía la posibilidad de presentar un recurso de alzada para revertirla. De no haber procedido así, el precedente habría sido negativo para los investigadores. El recurso se presentó el 26 de junio de 2019 y, al igual que otros documentos relacionados con la polémica, fue reproducido en el blog varietesyrepublica una vez anonimizado. El acceso también se puede realizar a través de la web rioscarratala.com. El propósito de esta entrada es poner los documentos a disposición de los historiadores que pudieran verse afectados por solicitudes de quienes reclaman el derecho al olvido de sus familiares fallecidos.
El recurso se articula en torno a varios argumentos. El primero es la libertad de producción y creación artística, artículo 20.1.b) CE, resultando trascendente constatar los contornos que la específica dimensión de la libertad de producción y creación artística ha deparado en la doctrina de nuestro intérprete constitucional. En concreto, se reproducía el fundamento jurídico quinto de la STC 43/2004, de 22 de marzo, que es de sobra conocida por los historiadores porque marcó un antes y un después en estos litigios donde la libertad de expresión se enfrenta a los derechos atinentes a la personalidad (art. 18 CE).
En segundo lugar, se adujo un dictamen de la abogacía del Estado para la AEPD, ref. 012017/19, respecto de la obra monográfica Derecho penal franquista y homosexualidad: del pecado y la aberración sexual al estado de peligrosidad. Este dictamen también fue remitido por la AEPD a la UA cuando la misma, ante la reacción suscitada por su resolución inicial, requirió el asesoramiento del citado organismo.
El dictamen de la abogacía del Estado establece que, para el tratamiento de datos personales, se debe distinguir entre personas privadas y personas de relevancia pública, y entre tales las que ejercen funciones públicas, pues en relación con estas últimas la protección de sus datos se atenúa y las libertades de expresión y de información prevalecen sobre el derecho a la personalidad.
Quedaba, por lo tanto, establecer el respaldo jurídico para afirmar que el secretario del Juzgado Militar de Prensa era una «figura pública», término impreciso y que cabía sustituir por el de funcionario público. Los folios trece y catorce del recurso argumentan en este sentido frente a la resolución de la UA. En la actualidad, y tras recabar más documentación relacionada con el alférez, esta postura cabe sustentarla con nuevas pruebas cuya enumeración y localización en archivos públicos pongo a disposición de los posibles interesados.
El lector puede consultar la totalidad del recurso de alzada. Por lo tanto, le eximo de comprobar lo inadecuado de equiparar el derecho al olvido de procesados por su implicación en un caso de tráfico y consumo de drogas con el de un secretario judicial, que instruía sumarios donde eran represaliados escritores desafectos al franquismo. La sensibilidad histórica debiera ser un requisito en quienes adoptan resoluciones administrativas.
La resolución del recurso fue firmada por el rector de la UA el 29 de julio de 2019 y también aparece reproducida en el citado blog. El solicitante del derecho al olvido alegaba, para oponerse al recurso, que su padre carecía de relevancia pública, la falta de carácter historiográfico de mis publicaciones y mi propia conducta, pues había sustituido el nombre completo de la persona en cuestión por las iniciales, en contradicción con lo solicitado a la UA en mi recurso. Olvidó añadir, a pesar de que se lo comuniqué, que esa sustitución era provisional y preventiva a la espera de la resolución definitiva.
La resolución del Rector se basa, fundamentalmente, en un informe del Vicerrectorado de Investigación que avala el carácter científico de mis publicaciones y en el ya citado informe de la abogacía del Estado para la AEPD, que lo remitió a la UA a petición de la delegada del Rector para la materia. La reacción de la comunidad científica y periodística se habría evitado si estos pasos, cuya lógica parece incuestionable, se hubieran dado antes de emitir la primera resolución.
Mientras tanto, el solicitante del derecho al olvido también se había dirigido en abril de 2019 a Google Spain para reclamar la supresión de dieciséis enlaces que mostraban datos personales de su padre. La respuesta del reclamado fue negativa y el hijo del alférez trasladó la petición a la AEPD, que resolvió a favor de Google Spain (Expediente N.º: TD/00279/2019). Dado que el documento es de acceso público, solo cabe indicar lo fundamental. La postura del buscador se resume en la última de sus alegaciones: «El derecho al olvido es un derecho que encuentra su límite en la libertad de información. Se trata de un derecho que no puede suponer una censura retrospectiva de las informaciones correctamente publicadas en su día, y que no permite construir un pasado a medida de las personas mencionadas en las informaciones accesibles en la Web».
La AEPD, por su parte, señala en su dictamen lo siguiente tras la preceptiva argumentación jurídica: «las hemerotecas digitales realizan una contribución sustancial a la preservación de noticias e informaciones que constituyen una fuente importante para la educación y la investigación histórica y adquiere mayor relevancia para la valoración del legítimo interés público en el acceso a los archivos públicos cuando se trata de archivos de noticias a eventos pasados que sirven para la reescritura de la historia».
Asimismo, se añade lo siguiente: «La libertad de expresión e información alcanzan el máximo nivel de prevalencia frente a otros derechos de la personalidad cuando los titulares de estos son personas públicas, ejercen funciones públicas o resultan implicados en asuntos de relevancia pública por su actividad profesional que desarrollen o bien adquieran un protagonismo circunstancial al verse implicados en hechos que gozan de relevancia pública pueden ver limitados sus derechos que el resto de los individuos como consecuencia de la publicidad y de sus actos». La redacción es mejorable, pero el sentido queda claro a la luz del artículo 8 de la Ley Orgánica 1/1982 que regula el derecho al honor: «No se reputará, con carácter general, intromisiones ilegítimas las actuaciones autorizadas o acordadas por la Autoridad competente de acuerdo con la ley, ni cuando predomine un interés histórico, científico o cultural relevante».
Por último, y ante la petición de desindexar las URL de la UA y el BOE, la AEPD dictamina que no procede dado que «puede existir un interés legítimo o colectivo, ya que, de no ser así, se quebraría el orden jurídico y se lesionaría el interés público. En consecuencia, no se produce una injerencia en el derecho fundamental al respecto de la vida privada de la parte reclamante».
La resolución fue recurrida el 23 de octubre de 2019 y la AEPD emitió un nuevo dictamen desestimatorio (Recurso de Reposición N.º RR/00717/2019), que también es de acceso público. Del resumen reproducido, se deduce que la reclamación se basa en que mis trabajos, así como lo publicado por numerosos periodistas, carecen de veracidad: «Que el padre fallecido no es personaje público y que el académico [yo mismo] falta a la veracidad de la información que recopila de los archivos históricos, que la manipula y la falsea, lo que no obedece a que las descripciones y conclusiones sean propias de un trabajo de investigación histórica, sino una manera de falsear la historia».
Al margen de la gravedad de esas acusaciones, nunca probadas en términos concretos y luego trasladadas a una demanda por intromisión al honor, la AEPD se mantiene en lo ya afirmado en su anterior dictamen. Las cuestiones relacionadas con la veracidad de los trabajos históricos no son de su competencia y recuerda al reclamante lo transcrito en la cita anterior, añadiendo que «en el caso que nos ocupa se trata de informaciones que están relacionadas con importantes funciones que realizaba en un determinado ámbito profesional y con conexiones destacadas de carácter público».
El 11 de octubre de 2019, el reclamante interpuso un recurso contencioso administrativo contra la resolución de la UA, en el que no estuve personado y, por lo tanto, del que no puedo trasladar documento alguno (Información, 12-XII-2019). El 1 de septiembre de 2021, el Juzgado n.º 3 de lo Contencioso Administrativo de Alicante desestimó el recurso reiterando, en lo fundamental, los argumentos ya expuestos. Asimismo, y por una información facilitada en enero de 2021 por el bufete que defiende a Google Spain, me consta que el reclamante interpuso ante la Audiencia Nacional otro recurso contra la resolución de la AEPD en el que está personado Google Spain (El Diario, 25-IX-2021).
La falta de conocimientos jurídicos me impide comprender la coexistencia de un contencioso por la permanencia de dos enlaces, los de mis trabajos alojados en la web de la UA, y otro presentado ante la Audiencia Nacional que afecta a la totalidad de los enlaces vinculados al alférez. Es decir, un juzgado de Alicante ha sentenciado sobre una parte y, en un futuro, la Audiencia Nacional lo hará sobre la totalidad de lo solicitado por el reclamante. Salvo interpretación errónea por mi parte, podríamos estar ante un caso de litispendencia, que se extendería a la demanda presentada por supuesta intromisión en el derecho al honor.
A la espera de la resolución del segundo contencioso, el bufete contratado por Google Spain me solicitó información de carácter histórico acerca de los consejos de guerra y, en concreto, sobre la participación del alférez en el seguido contra Miguel Hernández. La facilité, como habría hecho con cualquier interesado sobre el tema, pero también manifesté inquietud ante la posibilidad de que se dilucidara la veracidad de mis trabajos académicos en un proceso donde no puedo personarme.
El caso Miguel Hernández[1]
«La represión fue intencionalmente exhaustiva,
no con miras a la seguridad presente, sino
destinada a retirar para el futuro todo obstáculo
probable, toda veleidad de oposición, todo
rebrote de las fuerzas o significaciones condenadas»(Dionisio Ridruejo, Escrito en España, 1962)
El alférez actuó como secretario instructor del sumario 21.001 reproducido por Juan Guerrero Zamora en su ensayo sobre uno de los procesos seguidos contra el poeta. Su firma, como es lógico, no aparece en el acta de la sentencia, pero la encontramos hasta en veinte ocasiones repartidas en doce documentos, cuyas fechas van desde el 4 de julio de 1939 hasta el 5 de enero de 1940. El alférez está presente en los interrogatorios del 6 de julio y del 6 de septiembre, realiza diligencias para recabar pruebas de cargo, redacta un informe que transcribe el manifiesto colectivo «A los intelectuales antifascistas de todo el mundo», firmado por Miguel Hernández y publicado en El Sol el 19 de noviembre de 1936, y lleva a cabo distintas providencias por indicación del juez hasta firmar junto con el mismo el auto resumen, que se elevó en dos ocasiones a la vista previa y la sesión plenaria del consejo de guerra permanente. Las firmas del alférez las podemos localizar en las páginas 78, 80, 87, 91, 92, 97, 103, 106, 108, 120, 138 y 144 del libro de Juan Guerrero Zamora. También en la 36 del diario Información del 30 de septiembre de 1990. Su nombre, como secretario «ágil y aplicado en sus pesquisas» figura asimismo en el estudio de Enrique Cerdán Tato sobre el sumario paralelo que se instruyó en el juzgado militar de Orihuela (2010: 24).
La diligente y documentada participación del alférez es la propia de un «colaborador necesario». Así apareció, junto con otros nombres, en Nos vemos en Chicote, donde estudio varios casos instruidos por el Juzgado Militar de Prensa. No cabe, por lo tanto, atribuirle la sentencia que condenó a Miguel Hernández, pero tampoco negar que su participación en el proceso durante la fase de instrucción ha sido probada por quienes se han ocupado de los sumarios del poeta y, en consecuencia, está sujeta al análisis e interpretación de los historiadores.
Uno de sus hijos, después de solicitar el derecho al olvido, opina lo contrario y ha dedicado una web a su padre para desvincularle de la condena al poeta. Dada la proliferación de descalificaciones personales y profesionales, no entraré en polémica para rebatir lo allí afirmado. La labor se ha hecho en sede judicial y solo por la necesidad de defenderme ante una demanda por intromisión al honor del fallecido alférez. No obstante, sorprende que el solicitante del derecho al olvido de su padre le dedique este homenaje público que, más allá de lo íntimo o familiar, se centra en la dimensión histórica de la figura paterna.
La solicitud del derecho al olvido parece contradictoria con la presentación de una web que convierte al padre en figura pública. La cuestión deberá ser dilucidada en el contencioso contra la resolución de la AEPD. En cualquier caso, el 31 de mayo de 2020 la web fue enlazada desde mi blog para asegurar que los lectores del mismo tuvieran acceso a unos contenidos donde se presenta una valoración distinta de lo analizado en Nos vemos en Chicote. Y, por supuesto, deseo que la labor realizada permita al autor reforzar la memoria de su padre.
El problema es que la memoria personal, frente a la historia, resulta selectiva, carece de una metodología historiográfica y tiende a la subjetividad, tan lícita en cualquier familiar como contraria a los objetivos de un trabajo académico. Quien afirma con razón que su padre no figura en el acta de la sentencia de Miguel Hernández, obvia que su firma aparece en veinte ocasiones a lo largo del sumario. La cifra es similar en otros instruidos en el mismo juzgado. Y, sobre todo, el responsable de la web olvida que el auto resumen firmado por su padre junto al juez Manuel Martínez Gargallo fue elevado por segunda y definitiva vez el 5 de enero de 1940 al plenario de un consejo de guerra permanente donde, en tan solo una hora y media, resultaron juzgadas veintinueve personas, quedando condenadas a muerte más de la mitad. En concreto, diecisiete, siempre de acuerdo con el testimonio a veces impreciso de Eduardo de Guzmán. Su suerte, según explica José Luis V. Ferris en su biografía del poeta, fue trágica: «Casi todos los juzgados aquel 18 de enero y sentenciados a la pena capital fueron fusilados en un margen de cinco meses» (2002: 443).
La dramática sesión la relató un testigo de excepción, el periodista Eduardo de Guzmán, en Nosotros los asesinos (1976). La referencia bibliográfica es obviada en la citada web, al igual que las relacionadas con el proceso y los sumarios del poeta. Tal vez para no leer párrafos como el del citado biógrafo: «se juzgaron esa mañana a veintinueve reclusos sin ninguna garantía jurisdiccional. Las condiciones en que hubo de comparecer Miguel Hernández, como el resto de los procesados, eran verdaderamente inquisitivas, ya que se enfrentaba a un sumario secreto en el que el defensor no había tenido opción de intervenir» (2002: 441). Enrique Cerdán Tato, después de analizar la anómala coexistencia de dos sumarios por unos mismos hechos, concluye que «se confirma, en éste y en otros miles de casos, que tales tribunales de excepción -tan ilegales como ilegítimos- no impartían justicia, sino que constituían un poderoso instrumento al servicio de la voluntad totalitaria y represiva, que informó los principios de la dictadura franquista» (2010: 26). Juan Guerrero Zamora, nada sospechoso de antifranquismo, habla de «una sentencia a muerte implacable y absolutamente desproporcionada con respecto a los cargos» (1990:152). La sentencia se limitó a ratificar lo escrito en el auto resumen que aparece con la firma del juez y la del secretario de la instrucción.
El responsable de la web, en su legítima reivindicación de la memoria paterna, obvia que Miguel Hernández careció de defensor durante la instrucción de los dos sumarios abiertos. Esta posibilidad estaba descartada en un sumarísimo de urgencia, a pesar de que el poeta contó con el ofrecimiento de un abogado. Tampoco explica que quien figura como tal defensor en el consejo de guerra debió atender a veintinueve acusados habiendo accedido a la documentación tres horas antes del acto, según lo establecido por el artículo 658 del Código de Justicia Militar entonces vigente. Otra circunstancia obviada, pero presente en la amplia bibliografía sobre la represión de la posguerra, nos recuerda que en estos procesos los únicos con conocimientos jurídicos eran los instructores y los auditores. Los miembros de los tribunales acababan, en la mayoría de los casos, corroborando con su firma lo realizado por los oficiales del Cuerpo Jurídico Militar, siempre a la espera del visto bueno de los auditores.
Este proceder se ejemplifica en el sumario 21.001 de Miguel Hernández. El poeta declaró en tres ocasiones, la primera con motivo de su detención al intentar huir a Portugal, cuando fue «estrechado a preguntas sobre sus amistades literarias» hasta orinar sangre por los golpes recibidos. Las otras dos ante los instructores del Juzgado Militar de Prensa, ya sin recurrir a tortura o malos tratos. Tras un inicial interrogatorio celebrado el 6 de julio de 1939, donde el poeta reconoció su condición de antifascista, el juez Manuel Martínez Gargallo necesitaba pruebas concretas de su participación en la guerra, así como de sus publicaciones. La investigación en este sentido fue parca en resultados a pesar de la providencia del 26 de julio de 1939. Tal vez por falta de medios o escasa diligencia de la redacción de Arriba y porque, conviene reconocerlo, apenas era necesario contar con una acusación argumentada para solicitar la pena máxima. El esfuerzo del rigor o la exhaustividad habría sido insólito en un contexto donde había miles y miles de sumarios abiertos.
La militancia antifascista de Miguel Hernández durante la Guerra Civil es tan intensa como amplia, pero en el sumario todo se redujo a unas pocas líneas sin pruebas contrastadas. Veamos un ejemplo de lo aportado en el auto resumen como acusación. El 6 de agosto de 1939, y por orden del juez, el secretario firma una providencia donde da cuenta de la localización del volumen titulado Teatro de en la guerra [sic]. En el mismo figura un «prólogo» -en realidad es una nota introductoria- con varios datos acerca del autor. El texto afirma que fue comisario político de la 1ª Brigada de Choque a las órdenes del Campesino. La providencia anuncia el siguiente paso a dar: «amplíese la indagatoria al objeto de que conteste a la realidad o no de tales cargos» (Guerrero Zamora, 1990: 92). No se facilitan los datos del volumen, que fue publicado en Valencia por la editorial Nuestro Pueblo en 1937 (véase Miguel Hernández, OOCC, II, pp. 1783-1814), pero un ejemplar se adjuntó al sumario para que sirviera como prueba de cargo. En 1990, cuando el sumario 21.001 fue consultado por una comisión mandatada por el Ayuntamiento de Alicante, el ejemplar ya había desaparecido.
Interrogado el 6 de septiembre de 1939, Miguel Hernández niega que fuera comisario político de la citada brigada. El juez y el secretario le enseñan el volumen y el encausado «manifiesta que efectivamente no conoció el contenido de esa Introducción hasta después de publicado el libro y cree que se debió hacer por la editorial a fines de publicidad» (Guerrero Zamora, 1990: 95). El acta del interrogatorio añade que «preguntado si no intentó hacer una rectificación de la Introducción interesada, [el autor] manifestó que no, pues no lo creyó necesario ni oportuno» (ibidem).
Miguel Hernández tampoco rectificó errores obvios de la nota introductoria como el de su fecha de nacimiento, se indica que fue en 1911, ni otros datos de su presentación: «Hace solo tres años que dejó la cayada del pastor. Autodidacta típico, se ha formado en la lectura de los libros que han caído en sus manos» (OOCC, II, 1785). El poeta, a la altura de 1937, ya estaría acostumbrado a esta parcial tergiversación de su trayectoria. Juan Guerrero Zamora, en un texto publicado en la España de 1955, llega a afirmar: «Este escrito, que pretende haber consagrado a Miguel proporcionándole un público proletario, está lleno de inexactitudes. Quien lo compuso no era precisamente muy escrupuloso ni se hacía un problema de la precisión» (1955: 122).
A pesar de que el encausado negó la veracidad de su condición de comisario político -también en el juzgado militar de Orihuela (Cerdán Tato, 2010: 63)-, y sin realizar ninguna comprobación en este sentido, la acusación fue incorporada al auto resumen elevado el 18 de septiembre de 1939 al plenario del consejo de guerra: «y existiendo, además, indicios muy racionales de haber sido comisario político de una brigada de choque» (Guerrero Zamora, 1990: 108). Los indicios «muy racionales» solo estaban en un párrafo anónimo y plagado de errores cuya veracidad no fue objeto de comprobación alguna. Los indicios pudieron ser racionales, pero con una cuestionable validez jurídica por la ausencia de pruebas.
No obstante, el fiscal eleva los indicios a la categoría de afirmación rotunda en su calificación firmada el 28 de septiembre de 1939: Miguel Hernández fue «comisario político de la 1ª Brigada de Choque» (Guerrero Zamora, 1990: 110). Sin necesidad de aportar datos o pruebas, porque bastaba con lo realizado durante la fase de instrucción, eliminando lo de «posibles indicios racionales» que por prurito jurídico indicara el juez Martínez Gargallo.
El auto resumen del 5 de enero de 1939 [sic] -hay otras curiosas y absurdas erratas en el sumario- es un calco del firmado por el citado juez el 18 de septiembre de 1939, pues lo tuvo que repetir a causa de la efímera puesta en libertad del poeta. El episodio es propio del caos en que a menudo se desarrolló la represión, aparte de revelar una falta de coordinación entre la jurisdicción castrense y las autoridades carcelarias. Al final, a partir de lo afirmado en la nota introductoria, unas pruebas recopiladas mediante recortes de prensa y el informe firmado por el secretario el 15 de septiembre de 1939 acerca del citado manifiesto antifascista (Guerrero Zamora, 1990: 106-107), el juez ratifica el procesamiento (ibid., p. 146), aunque Miguel Hernández ya estuviera condenado desde que declarara en la localidad onubense de Villar de la Frontera.
El escrito de la editorial Espasa Calpe donde se afirma que la conducta del poeta fue «en todo momento correcta» (ibid.., 88) se quedó en el limbo. Tampoco se tuvieron en cuenta los avales del letrado oriolano Juan Bellod Salmerón, secretario de la Jefatura Provincial de la Milicia de la FET y de las JONS de Valencia, y del influyente vicario general de Orihuela, Luis Almarcha, futuro procurador en Cortes, consejero del Reino y obispo de León, además de otros cargos (Cerdán Tato, 2010: 45). El juzgado militar de Orihuela no los remitió al juez Martínez Gargallo, que reclamó la presencia del procesado al tiempo que obvió estar instruyendo un sumario con otro paralelo. La circunstancia es una grave irregularidad de acuerdo con lo establecido en el Código de Justicia Militar de 1890 (Tébar Rubio Manzanares, 2015: 213-4).
La consecuencia del procesamiento en Madrid fue la pena de muerte para Miguel Hernández «como autor de un delito de adhesión a la rebelión militar con los agravantes de perversidad y trascendencia de los hechos», de acuerdo con lo solicitado por el fiscal (Guerrero Zamora, 1990: 146). La sentencia añadió el resultando de que se hizo «pasar por el poeta de la revolución» (ibid., p. 148). El auditor de Guerra del Ejército de Ocupación declaró la sentencia firme y ejecutoria el 30 de enero de 1940, mientras que el sumario de Orihuela continuó instruyéndose hasta el 19 de junio de 1942, cuando el auditor de Guerra de Alicante comunicó a su superior la procedencia de «decretar el sobreseimiento definitivo de estas actuaciones por óbito del encartado» (Cerdán Tato, 2010: 58).
El auto resumen firmado y elevado por los instructores del Cuerpo Jurídico Militar es el guion de la sentencia dictada por el Consejo de Guerra Permanente n.º 5, donde aquellos indicios a partir de una nota anónima e inexacta se convierten en un hecho probado sin necesidad de aportar testimonio o documento alguno: «pasando más tarde al Comisariado político de la 1ª Brigada de choque» (Ibidem). Las veinticinco líneas escritas en el acta bastaron para firmar una condena a muerte en aquella sesión de hora y media, donde se vieron veintinueve casos y más de la mitad de los encausados iniciaron el camino hacia el paredón, según Eduardo de Guzmán.
La militancia antifascista de Miguel Hernández ha propiciado decenas de investigaciones biográficas, pero en el Juzgado Militar de Prensa solo se precisaba de indicios, recortes de prensa, informes anónimos o pruebas de cargo similares. Los casos se agolpaban y no había medios para actuar con rigor, que por otra parte nadie exigía ante la forzada resignación de los encausados. Uno de los mismos fue el escritor Diego San José, al que dediqué buena parte de mi citado libro al tiempo que procuré la edición de sus memorias carcelarias. A partir de esta bibliografía, Fernando Doménech ha indagado en el archivo familiar acerca de uno de los motivos de la condena a muerte del citado, su versión de Fuente Ovejuna estrenada en el Madrid de la guerra: «Antes de conocer la obra, nuestra primera hipótesis, dadas las circunstancias de su estreno y el éxito que tuvo en la España republicana, era que la refundición de Diego San José debía de haber seguido la línea de la versión soviética que mantuvo García Lorca, que suponía la desaparición de la acción de los Reyes Católicos. Sin embargo, no es así. San José mantiene las dos acciones y la estructura general de la comedia de Lope. Lo que hace es aligerar el diálogo suprimiendo réplicas, escenas o secuencias enteras» (2019: 102).
El problema radica en que no aparece, ni en la portada ni en cualquier otro lugar del manuscrito conservado en el archivo familiar de Diego San José, el subtítulo con que la refundición se presentó en el Teatro Español y que consta en todos los programas y carteles: Fuente Ovejuna. La justicia del Pueblo (Doménech, 2019: 105). Descartado que la obra de Lope de Vega justificara una condena a muerte, en el Juzgado Militar de Prensa bastaba el «indicio muy racional» a partir del subtítulo, que ni siquiera fue añadido por quien resultara ser íntimo amigo del general Millán Astray.
El tremendismo de estos procedimientos apenas precisa de más comentarios para comprender la represión que, con una apariencia de justicia, se cebó con escritores como Miguel Hernández, Diego San José y otros miles de republicanos. Al cabo de muchos años, testigos presenciales como Fernando Fernán-Gómez y Eduardo Haro Tecglen, cuyo padre también periodista fue condenado a muerte, no podían dejar de estremecerse al recordarlos: «Se llamaban consejos sumarísimos de urgencia. Eran todos militares, tenían el sable puesto sobre la mesa y el crucifijo detrás. Yo solo asistí al de mi padre, que fue juzgado con otros catorce, y todos también acabaron condenados a muerte» (Galán, 1997:34-35).
El caso de un periodista fusilado
Nos vemos en Chicote no es un estudio sobre el Juzgado Militar de Prensa y quienes trabajaron en el mismo. El tema será objeto de un futuro libro ya en curso. Esta circunstancia me llevó a desechar algunos casos instruidos en el citado juzgado para evitar reiteraciones. Una vez cuestionada la trascendencia de la participación del alférez AAA en las instrucciones que acabaron con penas de muerte, entre otros cabría añadir a los ya analizados el sumario 33.582, que corresponde al periodista Javier Bueno y está depositado en el Archivo General e Histórico de Defensa.
El auditor remite el sumario al Juzgado Militar de Prensa el 15 de julio de 1939 y dos días después el juez Martínez Gargallo lo da por recibido, aunque ya había solicitado con anterioridad diversos informes para argumentar la instrucción del sumario. La irregularidad procesal se evidencia al consultar las fechas de los escritos. El mismo 17 de julio, AAA da fe y testimonio de los antecedentes del «culpado» (fol. 4, línea 8 del sumario) que obran en una ficha depositada en el juzgado. Javier Bueno ya figuraba en un documento judicial como «culpado» sin haberse iniciado oficialmente la instrucción. Las fuentes utilizadas para elaborar el testimonio son anónimas y solo estaban a disposición de AAA, al igual que en otros procesos donde fueron determinantes para las condenas.
Tras la celebración del 18 de julio, el citado juez firma una providencia para procesar a Javier Bueno y el mismo día 19 se traslada a la cárcel de Porlier para interrogarle por primera vez en presencia del alférez. Las prisas debieron ser notables, pues las pruebas de cargo recabadas mediante providencia del día 19 tienen fechas anteriores a la misma. La remitida por la comandancia en Oviedo del Servicio Nacional de Seguridad es del 29 de junio, la procedente de la delegación en Gijón de FET y las JONS es del 14 de julio y la firmada por la Jefatura del Servicio Nacional de Seguridad es del 20 de julio, un solo día después de la providencia. Es decir, las pruebas se solicitaron antes de firmar la providencia. Las de descargo nunca se cursaron.
El 6 de agosto tuvo lugar el segundo interrogatorio con los mismos protagonistas. Dado que la urgencia era notable en comparación con otros casos, Martínez Gargallo decide prescindir de los recortes de prensa solicitados al jefe de Prensa de Oviedo, «sin perjuicio de hacerlo saber a dicho funcionario y de dar la correspondiente queja a su superior jerárquico». Mientras tanto, el secretario instructor había recopilado varios recortes de artículos publicados por Javier Bueno o escritos sobre él para justificar lo pedido en el auto resumen del 11 de agosto.
La sentencia del 22 de agosto no añade nada sustancial al citado auto resumen. El fiscal había hecho lo mismo el día 14 y el defensor, que supo del caso pocas horas antes de dictarse sentencia, se limitó a pedir que la pena se rebajara a la de treinta años. El formulismo no surtió efecto. «Enterado» el general Franco el 22 de septiembre, Javier Bueno fue fusilado una semana después, el 27 a las seis horas, según el certificado emitido por el teniente médico Rafael Puga Ramón, que terminaría siendo presidente de la Diputación Provincial de La Coruña.
Una vez consultado el sumario 33.582, la firma de AAA aparece en trece ocasiones, aunque -como es lógico a tenor de su cargo- no figura en el acta de la sentencia. La circunstancia se reitera en el caso de Miguel Hernández y otros encausados como José Robledano Torres, Enrique Martínez Echevarría, Joaquín Sama Naharro, Diego San José… Omito cualquier comentario sobre la personalidad de Javier Bueno y su comportamiento, desde que fuera sacado de la legación de Panamá, para ceñirme a los datos comprobables mediante consulta en el Archivo General e Histórico de Defensa. El sumario 33.582 contiene menos información acerca del periodista que la entrada dedicada por Wikipedia. El resultado fue el fusilamiento de un hombre de 48 años, casado y con una familia de ocho hijos que siguió sufriendo la acción represiva. Javier Bueno fue consciente de su inminente ejecución, nunca renegó de sus ideas y -tras escuchar la sentencia- manifestó que luchó por la República «dignamente, pero que nunca permitió que desde su periódico se instara al crimen». Nadie le escuchó.
Los límites de la memoria
«Tengo ganas de ser padre y esposo
más que de seguir siendo preso»
(Miguel Hernández, octubre 1939)
La memoria no precisa de la consulta de materiales bibliográficos o documentales, pero la tarea es un requisito para quien cultiva la historia. Así al solicitante del olvido le convendría repasar lo declarado por su padre ante notario el 8 de agosto de 1959 y el 16 de abril de 1970 (AGA, Interior- 72/06815, Exp. 01371). Ambos documentos confirman lo incluido en la hoja de servicios como oficial del Ejército reelaborada a petición propia el 9 de septiembre de 1968. La negativa a aceptar algunos de los datos incluidos en unas declaraciones juradas y en la hoja de servicios del protagonista (Archivo General Militar de Segovia) merece una explicación.
El demandante también debiera consultar lo escrito acerca del proceso de Miguel Hernández desde que, en vida del alférez, Juan Guerrero Zamora publicara su ensayo. En concreto, lo señalado por el teniente fiscal Miguel Gutiérrez Carbonell quien, tras analizar el sumario, llega a la conclusión de que «el órgano instructor realiza funciones propias del tribunal juzgador», al tiempo que «el instructor con su auto resumen implícitamente está diseñando la acusación» (1991:135). La tesis también la sostuvo el teniente fiscal en el cuadernillo publicado por el diario Información el 30 de septiembre de 1990, donde se daba cuenta del hallazgo del sumario por parte de una comisión que respondía al acuerdo adoptado por el Ayuntamiento de Alicante el 12 de diciembre de 1989 (pp. 33-45). Ambas conclusiones del jurista son debatibles a pesar de lo reiterado de la circunstancia en otros sumarios, pero conviene no obviarlas, al igual que numerosas referencias bibliográficas, si pretendemos ir más allá de la memoria personal o familiar.
La tesis del fallecido jurista alicantino también ha sido respaldada, y ampliada con nuevos argumentos, por buena parte de las defensas de los ciento siete codemandados por el hijo del alférez. No utilizamos estos documentos por no haberse celebrado todavía la vista y tampoco damos cuenta de una investigación en curso que alumbrará nuevas irregularidades en el proceso a Miguel Hernández.
La ilegitimidad de esos consejos de guerra quedó establecida por el artículo 3.2. de la Ley 52/2007, de 26 de diciembre, conocida como la Ley de Memoria Histórica. A la espera de que a esa ilegitimidad se sume la nulidad contemplada por el proyecto de la Ley de Memoria Democrática del 20 de julio de 2021, actualmente en trámite parlamentario, el proceso de Miguel Hernández pudo haber sido declarado nulo. La familia del poeta así lo solicitó en 2010 alegando y probando diversas irregularidades, incluso con respecto a la legalidad franquista (Escudero Alday, 2013; Jiménez Villarejo y Doñate Martín, 2012. 49-86). La respuesta del Tribunal Supremo fue negativa (El País, 16-II-2011), pero sin abordar nunca en el análisis del caso, que revela un proceder ajeno a las mínimas garantías jurídicas. Un año antes, el ministro de Justicia entregó a los familiares de Miguel Hernández la Declaración de Reparación y Reconocimiento Personal gracias a lo establecido por la Ley de Memoria Histórica. En dicha declaración se indica que el poeta «ingresó injustamente en prisión el 4 de mayo de 1939 y fue condenado a muerte en virtud de una sentencia dictada sin las debidas garantías por el ilegítimo Consejo de Guerra» (El País, 26-III-2010).
Un ejemplo de esa ausencia de garantías es la desaparición o la no tramitación de varios informes favorables a Miguel Hernández, aparte de los ya citados. El juez Martínez Gargallo le invitó el 6 de septiembre de 1939 a que designara «las personas solventes y a ser posible periodistas o escritores que garanticen sus manifestaciones» (Guerrero Zamora, 1990: 96). El poeta facilitó los nombres de los avalistas encabezados por José M.ª de Cossío, pero el resultado de estos informes no se incorporó al sumario ni tuvo reflejo explícito en el auto resumen. La justificación de esta relativa irregularidad será explicada en el estudio que acompañará a la edición facsímil de los sumarios. Tampoco hay en este documento referencia alguna a la intervención del abogado Tomás López Galindo, que por estar destinado en Madrid tuvo la oportunidad de entrevistarse con el juez Martínez Gargallo, quien definió al amigo del jurista oriolano como «tonto» por su sinceridad.
El testimonio de Tomás López Galindo fue analizado en Nos vemos en Chicote y aparece en varios estudios biográficos del poeta. Solo cabe añadir que no tuvo reflejo en el auto resumen ni en la documentación del sumario. Sin embargo, el informe del teniente del Cuerpo Jurídico Mariano Romero y Sánchez Quintanar, que debió sustituir al alférez AAA para la ocasión, se incorpora al sumario. Se trata de la transcripción literal de «una ficha en la que se recogen los informes que le han sido suministrados por personas y organismos de absoluta solvencia con respecto a la actividad profesional del encartado Miguel Hernández Gilabert» (ibid.., p. 105). Es decir, los avales debían ser nominales y tenían posibilidades de desaparecer en el caso de que la tramitación se llevara a efecto. Así se puso de manifiesto cuando se pidió la anulación del proceso ante el Tribunal Supremo. Mientras tanto, los informes acusatorios podían ser anónimos y, para validarlos, bastaba con que el secretario del juzgado aludiera a la «absoluta solvencia» de quienes los emitían. Otros acusaron al poeta con sus propios nombres y apellidos sin que me conste reivindicación alguna por parte de sus familiares.
La investigación realizada durante estos meses incluye otras irregularidades a la luz de los decretos que regulan las actividades de los miembros del Cuerpo Jurídico durante la guerra y la posguerra. En este sentido, conviene la consulta del BOE del 25 de mayo de 1937, concretamente la Orden de Secretaría de Guerra firmada en Burgos por el general Germán Yuste Gil el 22 de mayo de 1937, y su falta de correspondencia con la documentación aportada en la demanda. El alférez inició los trámites para la obtención del título de licenciado en Derecho el 13 de febrero de 1940 y obtuvo el título «provisional» el 6 de marzo de 1940, casi un año después de que el 17 de abril de 1939 hubiera iniciado sus actuaciones como oficial del Cuerpo Jurídico Militar. No me consta que obtuviera el título definitivo y la dirección del Archivo General de la Universidad Complutense el 2 de diciembre de 2020 me confirmó la ausencia de asientos registrales del alférez durante el curso 1935-1936, que debió ser el último de su licenciatura. La consulta se extendió a los dos cursos anteriores, donde constan los referidos asientos registrales, y se hizo a partir de la documentación incluida en su expediente académico (DE-0088, 19), parte de cuya documentación se encuentra actualmente en el AGA tras haber pasado por el Archivo Central de Ministerio de Educación (Legajo 10921, expediente 32).
La colaboración con el magistrado Juan José del Águila y los distintos responsables de los archivos públicos consultados me ha permitido moverme con relativa seguridad en este campo. También llama la atención que, para justificar la condición del padre como movilizado en abril de 1939, la web del hijo del alférez cite una ley publicada el 8 de agosto de 1940 con una disposición transitoria que retrasa su entrada en vigor hasta el primer reemplazo de 1942 (BOE, 22-VIII-1940). En abril de 1939, la ley vigente era la de Reclutamiento y Reemplazo del Ejército (RD, 19-I-1912), aunque con modificaciones, según lo explicado por Francisco Leira Castiñeira (2020).
No obstante, las citadas y otras similares, cuya completa enumeración resultaría prolija en un artículo académico, son cuestiones propias de historiadores. Su conocimiento resulta voluntario para quien cultiva, con encomiable empeño, la memoria personal o familiar. El problema es pretender que la misma constituya el único relato acerca de un relevante episodio del pasado y que, además, se pretenda el olvido digital de los trabajos de quienes presentan otros relatos a partir de una investigación histórica.
Las solicitudes arriba comentadas y la demanda judicial niegan que mi labor sea académica. De nada sirve la condición de catedrático de universidad con cinco sexenios de investigación o que esos mismos trabajos realizados en el marco de un proyecto de investigación con financiación oficial hayan superado diferentes controles, incluido el de la CNEAI. Frente a estas evidencias, basta la opinión de un lector para presentar una solicitud de olvido o una demanda por intromisión al honor. La actuación es legítima y cabe aceptarla como tal, pero también debiera propiciar el debate por lo que supone como cuestionamiento del trabajo de los profesionales de la investigación.
Más allá del caso concreto arriba explicado, convendría reflexionar acerca de si un historiador universitario debe entrar en polémica con un particular que realiza un ejercicio de memoria personal o familiar. Mi opinión es contraria a esa posibilidad, pues dicho ejercicio resulta legítimo al margen de su veracidad o la debida apoyatura documental y bibliográfica. La alternativa, llegado el caso, es ofrecer esos materiales para ayudar a quien anda en busca de su propia memoria sin pretender convertirse en historiador. También propiciar el diálogo y el intercambio de pareceres, con la seguridad de que el mismo aportará al historiador informaciones que maticen y hasta rectifiquen sus conclusiones.
El diálogo sin respuesta lo inicié en mayo de 2019. El ofrecimiento a rectificar en el caso de aportar documentos o testimonios no consultados anteriormente, y con el gesto añadido de enlazar la web del demandante el 31 de mayo de 2020, no ha tenido mejor suerte. La única respuesta ha sido la demanda, precedida de graves descalificaciones hacia mi trabajo como catedrático y mi propia persona. El diálogo resulta imposible y la dilucidación de las cuestiones históricas, siempre sujetas a debate, se ha trasladado a una instancia judicial en contra de lo establecido en diferentes sentencias por el Tribunal Supremo.
Vistas las circunstancias, cabe mantener un margen de duda acerca de que el objetivo de las solicitudes fuera el olvido digital. La especulación sobre las intenciones de los demás es un terreno resbaladizo, pero tampoco parece obligatoria una ingenuidad extrema al respecto. En cualquier caso, merece la pena apostar por el diálogo, aceptar el debate con independencia de la cualificación académica del interlocutor, procurar el rigor en la investigación y asumir, por supuesto, la posibilidad del error que obligue a una rectificación. Estas premisas contradicen la voluntad de menoscabar el honor de un fallecido que, en vida, pudo aportar luz sobre lo sucedido a Miguel Hernández y otros represaliados por ejercer su derecho a la libertad de expresión.
Rafael Escudero Alday, al analizar desde una perspectiva jurídica la citada declaración de ilegitimidad formulada por la Ley de Memoria Histórica, señala tres elementos que contribuyen a conformar el ámbito de la ilegitimidad de órganos como los consejos de guerra, los motivos de su actuación, su forma de actuar y los sujetos contra los que actuaron (2008: 216 y ss.). Dichos órganos, como el Juzgado Militar de Prensa, fueron concebidos como mecanismos de represión ideológica y política. En su actuación, no respetaron las normas que todo órgano de carácter judicial debe cumplir en el ejercicio de sus funciones. Y, por último, se constituyeron y ejercieron su función represora contra «quienes defendieron la legalidad institucional anterior, pretendieron el restablecimiento de un régimen democrático en España o intentaron vivir conforme a opciones amparadas por derechos y libertades hoy reconocidas por la Constitución» (art. 3.3).
La ilegitimidad de estas actuaciones abarca la labor de quienes, con diferentes grados de responsabilidad, las hicieron posibles, de manera voluntaria o como fruto de una movilización. La democracia española ha sido generosa con estos miembros del Cuerpo Jurídico del Ejército y los militares presentes en los tribunales de la posguerra. Los historiadores solo debemos analizar lo sucedido y, en todo caso, señalar las responsabilidades de carácter estrictamente histórico que se pudieran derivar de determinados comportamientos. Ahí se acaba nuestra labor, siempre sujeta a debate y posible rectificación. Ese objetivo académico no implica dar o quitar la honra a los sujetos históricos. Los tribunales de honor forman parte de un pasado a superar. La historia se limita a analizar, comprender e interpretar lo sucedido y, para conseguirlo, cabe utilizar con rigor los nombres con el fin de identificar a quienes lo hicieron posible.
El director del Archivo General e Histórico de Defensa en la serie Memoria: dos procesos contra un poeta, realizada por José Luis Sastre para la SER (octubre, 2020), explica que numerosas personas acuden a esas dependencias en busca de las huellas de un antepasado. A menudo, los archiveros deben darles explicaciones para evitar malinterpretaciones propias de quienes carecen de formación como historiadores y actúan movidos por unos legítimos sentimientos. Algunas resultan complejas, pero otras son tan sencillas como comprender que la ausencia de una firma en un acta no niega la presencia de veinte firmas en los documentos precedentes de un mismo sumario. Y, a la hora de valorar las consecuencias de esas actuaciones en unos procesos que ningún jurista o historiador ahora defendería, conviene saber que las víctimas incluyen a personas como Miguel Hernández, un treintañero que quiso ser padre y esposo mientras escribía sus mejores poemas durante un periplo de cárcel en cárcel. El oriolano murió joven, demasiado joven, porque en un clima de delaciones, venganza y represión muchos le condujeron a ese trágico destino. Sus nombres han quedado en el anonimato de los estudios históricos, pero el del poeta sigue presente entre nosotros.
Bibliografía citada
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Archivos consultados
Archivo General de la Administración
Archivo General de la Universidad Complutense de Madrid
Archivo General e Histórico de Defensa
Nota
[1] Este apartado solo es un breve avance del estudio sobre los sumarios seguidos contra Miguel Hernández, que aparecerá junto a la edición facsímil de los mismos con motivo del ochenta aniversario del fallecimiento del poeta.
Fuente: Nuestra Historia, 12 (2021), pp. 125-144, Presentación: Conversación sobre la historia
Portada: El nicho de Miguel Hernández, pagado en 1952 por Vicente Ramos, Manuel Molina, Gabriel Celaya y otros para evitar que sus restos acabaran en la fosa común, fue abierto en 1984 para enterrar a su hijo (foto: ABC)
Fuente → conversacionsobrehistoria.info
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