El derecho represivo de Franco

El derecho represivo de Franco
Txema Montero

El TOP condenó a cerca de 3.000 personas, pero no pudo “blanquear” la imagen exterior del franquismo cuando España había presentado su candidatura a la Comunidad Europea

Marc Carrillo (Barcelona, 1952) es catedrático de Derecho Constitucional de la Universitat Pompeu Fabra y acaba de publicar en la editorial Trotta El Derecho represivo de Franco (1936-1975), cuya lectura me ha atrapado desde la primera línea. Tal vez algunos lectores de este artículo consideren que, por tratarse de un libro de temática jurídica, sobrepase el campo de sus conocimientos o se aleje del ámbito de su interés. Craso error. El profesor Carrillo no escribe en esta ocasión desde la cátedra y para sus alumnos, sino desde la “plaza pública” y para los ciudadanos. 
 

La represión franquista no se limitó al castigo penal de los desafectos al régimen de Franco, condenados muy a menudo a la pena de muerte, sino también a la imposición de multas, incautaciones y embargos de bienes. Aun más, la represión se dirigió contra los trabajadores que pretendieron mantener la sindicación libre o el derecho de huelga o simplemente negociar convenios de empresa. La intervención del franquismo se introdujo en los hogares familiares –limitando los derechos de la mujer supeditada al marido a todos los efectos legales– o anulando los divorcios aprobados durante la República. Y por último alcanzó a los “diferentes”, la Ley de Vagos y Maleantes, popularmente conocida como la Gandula, perseguía a los homosexuales y cualesquiera que no aceptase la moral privada tal y como la Iglesia nacional católica entendía y el régimen de Franco sancionaba. Y para que no se supiera nada que incomodara al franquismo, se impuso una mordaza efectiva de los medios de comunicación con el cierre, la suspensión o la multa, de quien no cumpliera las consignas gubernamentales, es decir lo que se podía decir y lo que había que callar.

España, una cárcel

El almirante Carrero Blanco, brazo ejecutor de las políticas franquistas, diría en los años de postguerra: “La censura es necesaria por la misma razón que las carnes se inspeccionan en los mataderos antes que las gentes las coman y no se espera que se intoxiquen para sancionar al carnicero”. La pretensión de Franco era convertir la “España nacional” en una cárcel. Una cárcel, como definió Máximo Cuervo Radigales (director general de Prisiones, 270.719 reclusos en 1940), “con la disciplina de un cuartel, la seriedad de un banco y la piedad de un convento”. Ejército, Banca, Iglesia: los tres pilares básicos que, una vez arrinconada la Falange, sustentaron al régimen hasta su inmediato final. Y todavía más, la represión llegó hasta el Registro Civil: “La España de Franco no puede tolerar agresiones contra la unidad de su idioma (Tomás Rodríguez Arévalo, jefe del Servicio Nacional de Registros y Notariado, Orden de 18 de mayo de 1938), y en consecuencia… al practicar las inscripciones de nacimiento los nombres deberán consignarse en castellano”. De tal modo se canceló cualquier nombre propio que no fuese castellano o religioso.

Franco y sus múltiples asesores legales pretendieron que su estado nacional mantuviera una apariencia jurídica como si se tratara de un estado de derecho. Pero no debemos confundir un Estado que produce derecho con un estado de derecho. En un estado de derecho impera la ley, los poderes ejecutivo, legislativo y judicial se mantienen separados; la Administración pública actúa conforme a la legalidad y los derechos humanos son amparados por los tribunales de justicia. El estado franquista se expresaba a través de un derecho que no era otra cosa que la arbitrariedad de Franco y para los franquistas, con la finalidad de aniquilar física y socialmente a los opositores. Un derecho donde la dialéctica amigo/enemigo era la cuestión principal. Y desde un principio ese fue el principio. Franco se rebeló contra la República alzando al ejército de África, a militares facciosos de otras guarniciones, a la Falange y al Requeté. Y en este punto damos entrada al general Emilio Mola, que impuso en Navarra y demás territorios inmediatamente ocupados un “estado de sano terror” de guerra. Los militares sublevados, que durante gran parte de la contienda se autodenominaron “ejército de ocupación”, hay que reconocer que no se andaban con tapujos, legislaban a través de bandos de guerra que no eran otra cosa que la ley del acto de fuerza contra la II República.

Caudillo

Las leyes de Prerrogativa de 30 de enero de 1938 concedieron a Franco todos los poderes: “Al jefe del Estado le corresponde la suprema potestad de dictar normas jurídicas de carácter general”. Se le nombra jefe de Gobierno, jefe de Estado, legislador máximo: podía dictar leyes y decretos y era la última instancia judicial. Tal acumulación de poderes se fundamentaba en la llamada teoría del caudillaje, copia a la española del “führerprinzip” (principio de la supremacía del jefe) teorizada por el jurista nazi Carl Schmitt que justificó el poder absoluto de Hitler por ser quien ostentaba la potestad de decidir sobre la aplicación del derecho de excepción: “En el estado de excepción desaparece el derecho, pero continúa el estado”.

La represión, en esta primera fase que el profesor Carrillo denomina la “legislación del Terror” (1936-1939), estuvo protagonizada por el ejército rebelde e instigada por los intelectuales afectos: “Los incendios de Irún, Guernica, de Lequeitio, de Málaga o de Baena son quema de rastrojos para dejar abonada la tierra de la cosecha nueva. Vamos a tener, españoles, tierra lisa y llana para llenarla de piedras imperiales”, escribía el poeta monárquico-falangista José María Pemán. (¡Atención! Arengas y Crónicas de guerra (1937).

El Bando de guerra de 28 de julio de 1936 se mantuvo en vigor hasta el 7 de abril de 1948. Franco convirtió al estamento castrense en el baluarte de la represión militar por medio de los consejos de guerra, con la finalidad de mantener un vínculo de sangre y responsabilidad criminal compartida entre los propios militares. Rafael Serrano Suñer, cuñado de Franco y arquitecto jurídico del nuevo estado, definió con cinismo insuperable la justicia que practicaban los militares como “Justicia al revés”, pues resultaba que la culpable del alzamiento era la propia República y no ellos mismos, los rebeldes.

La guerra civil ha terminado y el campo de batalla se traslada a los tribunales y cárceles. Comienza la fase que el profesor Carrillo llama “Represión Generalizada” (1939-1959). Se trata de aniquilar al enemigo, ahora disidente político al que se convierte en delincuente. Todo antagonismo confesional, moral o económico se torna en antagonismo político apenas se ahonda lo suficiente para agrupar efectivamente a los hombres en amigos y enemigos. Entre abril de 1939 y finales del año 1944 se ejecutaron 192.648 penas de muerte (Stanley Payne). Y se impusieron infinidad de multas económicas en base a la Ley de Responsabilidades Políticas (9 de febrero de 1939). Al presidente Manuel Azaña se le multa con 100 millones de pesetas. El caso de la familia Sota fue sobrecogedor en ambos sentidos del término. A Ramón de la Sota y Llano se le imponen 100 millones (con el escarnio añadido de que ya había fallecido); a su viuda Catalina Aburto, 2 millones; a los hijos: Ramón de la Sota y Aburto, 100, a Manu, 80 y 70 a Alejandro; a Ramón de la Sota Mac Mahón, 20; a María Luisa, Asunción, Maria Teresa, Ángeles, Mercedes y Begoña (hijas), 9,2; a Sofía Mac Mahón y Francisca Poveda (nueras), 4,5. En total, 385,7 millones de pesetas de 1939, equivalentes a 389 millones de euros actuales. Era la adaptación civil del sistema represivonazi de la “sippenhaft” (extensión de la responsabilidad a los familiares). Esto duró hasta el indulto de extinción definitiva de responsabilidades políticas decretada el 10 de noviembre de 1966, ¡treinta años después de iniciada la guerra!

Pacto de Santoña

El Boletín Oficial del Estado (franquista) de 24 de junio 1937 declaró a Bizkaia y Gipuzkoa “provincias traidoras” privándolas, entre otros derechos, de los Conciertos Económicos. Exactamente dos meses después se firmó el “pacto de Santoña” entre dirigentes del PNV y mandos del ejército italiano. El profesor Carrillo, cautelosamente parapetado tras una cita del catedrático José Luis de la Granja, escribe “la ominosa rendición de los batallones vascos en Santoña ante las tropas italianas de Mussolini” (De la Granja 2002, La II República y la Guerra Civil). Es una de las páginas más desafortunadas del libro que comentamos, igualmente podría haber añadido la contravención por parte del PNV de la orden del gobierno republicano de volar Altos Hornos. Creo que va siendo hora de explicar el sentido profundo del proceder del PNV en ambos acontecimientos. La explicación es tan sencilla como entender que Euskadi, recién nacida institucionalmente, se encontraba ante un peligro existencial como nación pequeña y pacífica. Aquellos lúcidos y heroicos dirigentes tuvieron que decidir entre Numancia y el futuro, entre el recuerdo de un martirio o la probabilidad de un resurgimiento nacional. Se trata del mismo dilema histórico ante el que se encontraron otros pueblos pequeños, recuérdense los países bálticos, Chequia, Eslovaquia o Dinamarca. La Historia acabó dando al PNV la razón.

Ahora permítanme un receso, pues de repente caigo en la cuenta de que la mayoría de los ideólogos y juristas del régimen –Ramón Serrano Suñer (102); Carl Schmitt (97), Antonio Carro Martínez (97), Raimundo Fernández Cuesta (96), Jesús González Pérez (95), Manuel Fraga Iribarne (90)– fueron longevos; un peldaño por arriba de Sabino Álvarez Gendin (88), Juan Beneyto (87) o Joaquín Garrigues y Diaz-Cañabate (84). Resultando que quien menos años vivió fuera Francisco Franco (83), demasiados, así y todo. Larga la vida la de los franquistas, corta la de sus enemigos.

La maquinaria legal y judicial postbélica seguía triturando vidas, se suceden las leyes represivas con proyección expansiva. La Ley de Represión de la Masonería y el Comunismo (1940), que eran dos de las obsesiones del régimen, y su complemento, la ley de 29 de marzo de 1941, de Seguridad del Estado por la que fueron condenados a 21 penas de muerte, dos conmutadas, uno finalmente ejecutado, los miembros de la Red Álava (causa sumarísima nº 103.590/1940). La onda explosiva represiva alcanzó mediante la Ley de Vagos y Maleantes (1954) a los homosexuales ordenando, entre otras disposiciones, su concentración en lugares apartados como Huelva, Marruecos o la isla de Annobón en la Guinea Ecuatorial. Esta ley de inspiración hitleriana (1935) fue clonada por Fidel Castro, que internó a los homosexuales en campos de trabajo o en la Isla de los Pinos. La Historia no los absolverá, ni a Hitler, ni a Franco, ni a Castro.

El estado totalitario establece una serie de dogmas incuestionables que luego altera de un día para otro. Se trata de una actitud de pretender controlar el presente, el pasado y el futuro. El régimen de Franco mostró a lo largo de su historia una especial versatilidad para adaptarse al contexto internacional y a la coyuntura económica de la que no podía hacer abstracción. Sobrevivir era lo decisivo. Y así se pasó a la fase que el profesor Carrillo categoriza como Represión Selectiva (1959-1975). Tras la derrota nazi-fascista en la II Guerra Mundial se liberó de las cárceles a multitud de prisioneros, aunque se mantuviera a los que permanecían reclusos en condiciones de semiesclavitud. El régimen aborrecía las “monstruosas y suicidas amnistías del estilo liberal” y promovía “la redención de la pena por el trabajo, con el arrepentimiento y con la penitencia”. El recluso cobraba por su trabajo 5 o 6 pesetas al día, por 10 de un trabajador libre. El Gobierno se quedaba con la mitad, una peseta se retiraba para la comida y el resto se ingresaba en una cuenta de la que únicamente se dispondría al recuperar la libertad.

El último periodo de la represión sobre el opositor político a la dictadura se inicia con los cambios que en el orden económico se producen a partir de 1959, con la rectificación de la política económica autárquica que supuso la aprobación del Plan de Estabilización. En las dos décadas anteriores los aparatos represivos de la dictadura (Ejército, Policía y Tribunales) habían cumplido con el objetivo de exterminar, suprimir o neutralizar a los grupos de oposición, así como inocular en la población la política del miedo, heredera del terror que propugnaba Mola al inicio de la guerra.

El TOP

En la década del llamado desarrollismo la represión se dirigió de manera más selectiva a la oposición clandestina de los partidos de la época republicana o movimientos revolucionarios de nuevo cuño. Entre la nueva legislación represiva destacamos la Ley de Orden Público de 1959 y la subsiguiente creación del Tribunal de Orden Público (1963); el decreto sobre bandidaje y terrorismo (1960); la institucionalización del régimen con la ley Orgánica del Estado (1967); y el mortífero decreto de 1975 sobre prevención del Terrorismo que en dos meses llevó al paredón a Txiki, Otaegi y tres miembros del FRAP.

La Ley de Orden Público era defendida por su impulsor y ministro de Gobernación, el general Camilo Alonso Vega (golpista en Gasteiz) con las siguientes palabras: “Si en España se sienta como precedente que todo el que sale a la calle a alborotar va a ser recibido a tiros por la fuerza pública, se acabarán los alborotos”, como así fue en Eibar, Erandio o la propia Gasteiz.

El Tribunal de Orden Público aplicó la ley a rajatabla convirtiendo el principio de in dubio pro reo en indubio pro régimen; uno de los 22.260 expedientes que instruyó fue el celebérrimo proceso 1.001 contra los dirigentes de las entonces ilegales CC.OO. En alguna de sus sentencias llegó a extremos tan ridículos como condenar como delito “las toses y carraspeos despectivos” exteriorizados en un acto ante las autoridades (sentencia TOP 13/11/70). ¿A qué suceso recién ocurrido me recuerda esto?

El TOP condenó a cerca de 3.000 personas, pero no consiguió “blanquear” la imagen exterior del franquismo en un momento en el que España había presentado su candidatura a la Comunidad Económica Europea. Franco, que mantuvo el pie en el acelerador de la represión hasta el final de su vida, creía, como su homólogo Mussolini, que “la violencia es profundamente ética, más que los compromisos y las transacciones”, de tal modo que los Consejos de Guerra siguieron condenando a civiles, 5.600 entre los años 1969 y 1975, entre los más destacados el llamado proceso de Burgos contra 16 miembros de ETA (1970).

Mnemosyne es la diosa griega de la memoria a quien debemos rendir culto para conocer el pasado y dar forma al futuro. El profesor Carrillo, en un ejercicio de memoria con formato de “arqueología jurídica”, ha contribuido a que conozcamos mejor lo sucedido y que afrontemos lo por venir mejor equipados, así que permítanme que se lo agradezca desde estas páginas.


Fuente → deia.eus

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