Todas las manifestaciones y concentraciones republicanas fueron prohibidas por el gobierno, conculcando el derecho constitucional de manifestación, con el pobre argumento de que era necesario evitar situaciones de riesgo y provocaciones hacia los manifestantes monárquicos. Madrid fue una ciudad en estado de sitio, con miles de policías identificando y reprimiendo a los pacíficos madrileños que portaban símbolos republicanos, y decenas de controles en los accesos a la capital.
El 19 de junio de 2014 figurará en la historia de nuestro país como el día de la infamia. Ahora, cuando se cumplen nueve años de ese fraude, de esa estafa, insistimos en que esta monarquía fue impuesta por Franco y Juan Carlos I juró los Principios Fundamentales del Movimiento. Hay un hilo conductor que va de la dictadura franquista al actual monarca.
Felipe VI no es el rey de todos los españoles. No puede serlo. Por sus orígenes, la monarquía actual es la clave de bóveda de un sistema oligárquico que se gestó en los años de la Transición (1975-1978), cuando la clase política franquista pactó con la izquierda oficial (PSOE y PCE) una salida de la dictadura que dejaba intacto el aparato del Estado y mantenía el poder económico y político de la oligarquía.
La proclamación de Felipe VI fue simplemente una operación de imagen, un intento de lavar la cara a una institución absolutamente deteriorada por los casos de corrupción que le afectaban y los oscuros negocios de la familia real.
Más allá del padre o del hijo, el problema de fondo es la institución monárquica y la Constitución de 1978.
Esta Constitución presenta gravísimas carencias democráticas. El artículo 8, punto 1, afirma que “Las Fuerzas Armadas, constituidas por el Ejército de Tierra, la Armada y el Ejército del Aire, tienen como misión garantizar la soberanía e independencia de España, defender su integridad territorial y el ordenamiento constitucional”. Esto es, simplemente, una aberración jurídica, porque se encomienda a una institución que pagamos todos los ciudadanos unas atribuciones que exclusivamente corresponden al pueblo español. Si los ciudadanos, en ejercicio de la soberanía que nos atribuye el artículo 1, punto 2, quisiéramos cambiar el orden constitucional o, sencillamente, alterar la configuración territorial del país, nos encontraríamos en la imposibilidad jurídica de hacerlo. Es más, el Ejército podría intervenir para impedirlo. ¿Y a esto le llaman democracia? Pero no es el único déficit democrático.
Los españoles, según consta en el artículo 14, son iguales ante la ley, sin que pueda prevalecer discriminación alguna de nacimiento raza, sexo, religión, opinión o cualquier otra condición o circunstancia personal o social. Sin embargo, el artículo 56, punto 3, declara que la persona del Rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad. ¿No hay una contradicción flagrante entre ambos artículos? ¿Acaso el rey no es español? Y si lo es, ¿cómo es posible que no le alcance el contenido de la Constitución? Las atribuciones concedidas al monarca, como la jefatura de las Fuerzas Armadas y la sanción de las leyes, le convierten, debido a su inmunidad penal, en fuente potencial de actividades anticonstitucionales que quedarían impunes.
El texto constitucional de 1978 estableció como forma de Estado una monarquía que fue impuesta por Franco. La monarquía es ilegal e ilegítima en origen. No fue sometida a referéndum en su día, ni lo fue tras la precipitada abdicación de Juan Carlos I.
Nuestro país está siendo arrasado por una política económica que ha conducido a la miseria a amplios sectores sociales. La destrucción de los servicios públicos, el desempleo y la precariedad laboral, la creciente pobreza infantil, el alarmante crecimiento de los suicidios y la desesperación social son el resultado de medidas económicas que solo sirven a los grandes empresarios, cuyo único objetivo es incrementar las tasas de ganancia. Los intereses de la oligarquía, una clase parasitaria y criminal, son antagónicos, irreconciliables, con los de las clases populares.
Crecen la indignación y las protestas, pero los ciudadanos que salen a la calle no tienen todavía un objetivo político claro. Y esa es nuestra tarea política prioritaria. Porque la protesta sin un referente político, sin una meta, se transforma en frustración, en el rechazo de la política, y por ese nihilismo del “todos son iguales” se abre paso el fascismo.
El desastre social que vemos a nuestro alrededor no es fruto de una condena bíblica ni de una maldición. Lo que ocurre es que el poder económico y político está en manos de una pandilla de delincuentes que se ampara en la impunidad jurídica propiciada por un sistema judicial heredero del franquismo y recurre a la represión para acallar las protestas. La monarquía y la Constitución son la gangrena que corroe el cuerpo social, y cuando un miembro está gangrenado, el único remedio es la amputación.
Somos una inmensa mayoría de ciudadanos honestos, y ellos una minoría, con mucho poder, desde luego, y mucho dinero, pero nosotros tenemos la dignidad y la razón. Construyamos la unidad popular, creando conciencia y tejido social republicanos, enviemos al basurero de la Historia a esta monarquía inicua y proclamemos una III República de carácter popular y federal capaz de abordar los graves problemas estructurales que padece nuestro país. Podemos y debemos hacerlo.
Fuente → pceml.info
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