
Primo de Rivera y la desmemoria democrática
Joaquim Bosch
Joaquim Bosch
Si el franquismo fuera solo cosa del pasado, no habría tantas resistencias cada vez que se retiran sus símbolos. Las particularidades de nuestro tránsito a la democracia explican esas continuidades inaceptables y esas reacciones virulentas
Algunos no se conforman con apoyar, justificar o blanquear la
dictadura franquista. Además, también pretenden que sus símbolos
continúen presentes en espacios destacados de nuestro sistema
democrático o, incluso, que su mantenimiento sea sufragado con los
impuestos de toda la sociedad. La inminente exhumación de José Antonio
Primo de Rivera del Valle de Cuelgamuros vuelve a poner de manifiesto
algunas contradicciones inquietantes sobre cómo hemos construido nuestra
democracia.
Hay datos muy ilustrativos. Con la inscripción “Caudillo de
España por la gracia de Dios”, las pesetas con la imagen de Franco
continuaron circulando hasta 1997, veintidós años después de la muerte
del dictador, casi hasta la entrada en el euro. No hace falta ser
emperador romano para comprender la relevancia de quién puede imponer
que las monedas lleven su efigie. En 1988 murió Carmen Polo, con la
pensión más elevada del país (muy por encima de lo que cobraba el
presidente del Gobierno), como viuda de jefe de Estado, gracias a la
enigmática generosidad de nuestra democracia. Los restos mortales del
propio Franco se mantuvieron en un mausoleo faraónico de carácter
público, con todos los honores, más o menos hasta anteayer. Y aún son
visibles muchísimos vestigios de la dictadura por los más diversos
rincones del país.
La tumba del fundador de Falange en un lugar preeminente del
Valle de Cuelgamuros es abiertamente contraria a la vigente Ley de
Memoria Democrática. Era obligatorio acabar con esa anomalía
institucional. Sin duda, la figura histórica de Primo de Rivera presenta
aspectos controvertidos. Era un personaje culto, de pensamiento
complejo, que presumía de amistad sincera con intelectuales de ideas
contrarias a las suyas. Al mismo tiempo, han quedado por escrito sus
llamamientos violentos a la “dialéctica de los puños y las pistolas” y
sus discursos contrarios a la democracia. Por otro lado, muy
probablemente se habría enfrentado a Franco por la gestión del régimen
dictatorial, como les sucedió a algunos dirigentes falangistas que
fueron apartados.
La desaparición de José Antonio Primo de Rivera facilitó el plan
del franquismo de vertebrar una arquitectura política que imitaba
aspectos de la Alemania nazi y del fascismo italiano. El cerebro de la
operación, Serrano Suñer, utilizó una organización poco implantada antes
de la guerra, como Falange, para articular políticamente el nuevo
Estado. Su principal ideólogo ya no estaba presente, tras su
fusilamiento por las autoridades republicanas, acusado de golpismo, lo
cual propició que fuera canonizado como mártir del franquismo al
servicio de la causa. Más allá de las controversias sobre las ideas de
José Antonio Primo de Rivera, resulta poco discutible la función
instrumental de su figura en la dictadura, como icono del golpe de
estado de julio de 1936 y del nuevo régimen que se instauró por la
fuerza, tras la destrucción del orden democrático constitucional.
Esa función simbólica, acompañada de distinciones honoríficas,
es claramente incompatible con nuestras instituciones democráticas. Casi
cincuenta años después de la muerte de Franco, resulta inaceptable que
todavía ocupe un puesto de honor en un edificio público el jefe del
partido que encarnó en España los principios del fascismo. Por estas
cuestiones en Europa aún nos miran con estupor. Se trata de una
incoherencia democrática y sus familiares deben darle sepultura en el
recinto privado de su elección. Y cabe recordar que ese mismo derecho
sigue sin ser reconocido a las decenas de miles de familiares de
víctimas del franquismo que continúan en fosas comunes. Algunas siguen
junto a multitud de cunetas, otras se encuentran en el mismo Valle de
Cuelgamuros.
Determinadas dinámicas de nuestro periodo transicional
favorecieron esta gran desmemoria, que ha llevado a ignorar que una
democracia no puede construirse con muertos en las cunetas o
glorificando a una dictadura que violó gravemente los derechos humanos.
La memoria democrática no opera principalmente sobre el pasado, sino más
bien sobre el presente. Los familiares de las víctimas están aquí y
tienen derecho a la reparación y a recuperar los restos de sus seres
queridos. Por otro lado, como saben muy bien en Alemania, la memoria
ayuda a fortalecer el sistema democrático presente, al advertir de los
riesgos que supondría su demolición, como ocurrió en otros tiempos.
Si el franquismo fuera solo cosa del pasado, no habría tantas
resistencias cada vez que se retiran sus símbolos. Las particularidades
de nuestro tránsito a la democracia explican esas continuidades
inaceptables y esas reacciones virulentas. La firme ruptura con todo lo
que representó el franquismo debería ser un denominador común de todos
los demócratas.
Fuente → eldiario.es
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