Las niñas encerradas por la dictadura y olvidadas por la democracia alzan la voz: "Me machacaron viva"
Las niñas encerradas por la dictadura y olvidadas por la democracia alzan la voz: "Me machacaron viva" / Sabela Rodríguez Álvarez

Entre 1941 y 1985, el Patronato de Protección a la Mujer gestionó centenares de centros donde recluía a jóvenes para conseguir su "dignificación moral" y "apartarlas del vicio" 
Loli, Consuelo y Raquel relatan su paso por los centros: "Con la llegada de la democracia pensaba que iban a abrir las puertas de los reformatorios e íbamos a salir todas, pero no pasó nada"

 

"Velar por la moralidad pública, muy especialmente la de la mujer". Esa era, ni más ni menos, la labor que perseguía la institución franquista que, durante más de cuatro décadas, acechaba a las mujeres menores de edad "caídas o apunto de caer" para atraparlas entre sus rígidos brazos y conseguir su "dignificación moral", "apartarlas del vicio" y "educarlas con arreglo a las enseñanzas de la religión católica". La institución en cuestión fue el llamado Patronato de Protección a la Mujer, un organismo a cargo de Carmen Polo y dependiente del Ministerio de Justicia que dirigió cientos de centros por todo el mapa y cuyas entrañas permanecieron con vida hasta una década después de la muerte del dictador.

¿En qué consistía exactamente el Patronato? "Era una institución de encierro" gestionada por órdenes religiosas donde iban a parar chicas "entregadas por sus propias familias, por la policía o por una figura conocida como las celadoras". Habla la periodista Andrea Momoitio, quien llegó al Patronato en el proceso de investigación para la confección de su libro Lunática (Libros del K.O., 2022). La de la celadora fue la figura más emblemática de la institución y se encargaba fundamentalmente de "vigilar la moral pública", lo que se traducía en tres labores: informar sobre chicas "potencialmente necesitadas de protección"; controlar a las mujeres en régimen de libertad vigilada y el traslado de las internas a los centros una vez se producía la detención. Las celadoras fueron sustituidas por las llamadas visitadoras, a partir de la década de los sesenta, mujeres mayoritariamente religiosas que "simpatizaban más con el personal que dirigía los centros", describe Carmen Guillén en su tesis doctoral El Patronato de Protección a la Mujer: prostitución, moralidad e intervención estatal durante el franquismo [disponible aquí].

A lo largo de más de cuarenta años, cualquier chica que fuera leída como una amenaza –por subversiva, por rebelde, por roja, por prostituta, por lesbiana, por pobre, por haberse quedado embarazada– era susceptible de ser atrapada por el régimen. El Patronato podía hacerse con la tutela de las chicas desde los 16 y hasta los 25 años. "Se desarrolló un estudiado sistema de vigilancia que aplicaba terapia de reclusión con la finalidad de liberar a la mujer de todas aquellas prácticas sociales que entraban en conflicto con las austeras reglas del régimen", detalla Guillén. Es decir, contra las mujeres que confrontaban con el ideal franquista de feminidad. Aunque la institución nace poniendo el foco inicialmente en la prostitución, pronto cualquier "síntoma de divergencia" pasó a ser, por nimio que fuese, "considerado una amenaza".

Durante los primeros ochos meses de su existencia, el Patronato retuvo a 427 jóvenes en los catorce centros que gestionaba, según documenta la citada investigadora. El perfil de mujer que iba a parar a manos de la institución era entonces el de jóvenes criadas en "condiciones marginales, con recursos muy limitados" y clasificadas por el organismo como "abandonadas, pobres o fugadas". La misma autora señala que, con el paso de los años y el afianzamiento de la institución "como uno de los órganos vitales del régimen", los internamientos aumentan hasta alcanzar un pico máximo de 3.360 internas en 1951.

No hay apenas documentación, no quedan a día de hoy casi huellas de lo que ocurrió en los cerca de 900 centros que se alzaron en todo el país. Pero sí quedan algunas voces: las de las niñas que acabaron allí.

"Algo dentro de mí se había roto"

La de Consuelo García del Cid es una de ellas. Consuelo era, allá por los setenta, una "mala estudiante que no aceptaba la autoridad". Su madre, una mujer de clase acomodada, se quedó viuda muy joven y ejerció un férreo control sobre su hija. "Yo iba a manifestaciones contra la dictadura y eso, en una familia como la mía, era lo peor", dice al otro lado del teléfono. La madre de Consuelo optó por cortar el problema de raíz. Lo hizo gracias a la complicidad del médico de cabecera que durante años había asistido a la familia: ambos entraron en la habitación de la adolescente, una mañana de un día cualquiera, para inyectarle lo que decían era una vacuna contra la gripe. Consuelo perdió el conocimiento. "Hay 24 horas de mi vida que están perdidas. Ni con 64 años sé qué pasó durante ese tiempo".

La joven se despierta entonces en una habitación desconocida. Frente a ella, una maleta, una cama y una ventana con barrotes. La matrícula de los coches que acierta a entrever delatan que ya no está en Barcelona. "Supe que me habían traído a Madrid". Consuelo recuerda todavía hoy el escalofrío de terror que le recorrió la espalda. "Estaba muerta de miedo, nunca en mi vida he llorado como aquella vez. Era un llanto que me ahogaba. Yo era jovencísima, quince años, pero supe que algo dentro de mí se había roto y nunca lo iba a recuperar".

Consuelo estaba acostumbrada a convivir con la amenaza de acabar en un reformatorio, un recurso que algunas familias solían utilizar como advertencia ante el carácter contestatario de la prole. También era lo normal para Raquel Castillo. "Mi madre era soltera y me venía metiendo donde podía", confiesa hoy. Recién cumplidos los dieciséis, acabó en manos del Patronato. "Vinieron dos policías a mi casa y me llevaron esposada", recuerda.

El comienzo de Loli Gómez fue algo distinto. Con doce años comienza a escaparse de casa. "Pensaron que no estaba bien de la cabeza. Me llevaron al psiquiatra, me hicieron muchas pruebas y obviamente no encontraron nada. Me seguí escapando". Nadie le pregunta el motivo de sus huidas, todas acompañadas de una denuncia por parte de su padre. Las alertas a las autoridades se acumulan y la joven va a parar a un internado, con nuevas fugas, hasta que cumple los catorce y se queda embarazada. "Está embarazada, a ver qué hacéis con ella", pronuncia su padre tras entregarla ante el Tribunal de Menores. "Se le olvidó decir que el bebé que esperaba era suyo. Yo me escapaba porque no quería quedarme a solas con mi padre".


Consuelo García del Cid y Raquel Castillo, en el centro gestionado por las Adoratrices. 

 

Completas o incompletas

La primera parada para las niñas era lo que se dio en llamar Centro de Observación y Clasificación (COC). Allí, las niñas eran sometidas a una primera fase de observación, en la que permanecían alrededor de seis días aisladas. A partir de entonces, se reunían con el grupo y se iniciaba una fase de observación prolongada, con una duración de hasta seis meses. Ambos procesos de estudio corrían a cargo de médicos, psiquiatras y otros especialistas que determinarían el futuro de las jóvenes, a través de todo tipo de pruebas, entre las que se encontraban exámenes de virginidad. En función de las conclusiones, las chicas eran clasificadas: estaban las "completamente limpias" y estaban todas las demás. Las víctimas de la prostitución, las embarazadas y las mujeres lesbianas. Estas últimas solían terminar en centros psiquiátricos, como el manicomio de Ciempozuelos, sometidas a todo tipo de prácticas experimentales.

Raquel recuerda nítidamente su paso por aquel primer centro de observación, algo así como un "régimen carcelario" donde la bienvenida fue un examen ginecológico. Aquello le marcó. "Yo no había mantenido relaciones. Me asusté, chillé, les dije que no me tocaran y me moví tanto que iba a caerse la camilla". El equipo la dejó ir y en su ficha apareció un indulgente "completa". Las que no superaban la prueba, eran marcadas como "incompletas".

A Consuelo no se le han olvidado los rostros de las niñas que ya estaban en el centro de las Adoratrices, en Padre Damián 52, cuando ella llegó. "Era una fila de chicas con batas de rayas verdes, más ojeras que ojos y una cara de profunda tristeza. Ese retrato lo tengo grabado: era el gesto del abandono y la desesperanza pura". Allí permaneció más de un año, entre algún que otro movimiento. Consuelo ayudaba a sus compañeras a escapar y el castigo era el traslado a un centro más duro. "Lo hacían para demostrar que había un lugar peor, así ya no implorabas volver a tu casa, sino al reformatorio anterior", razona.

A pesar de la dureza de los centros –las chicas hablan de explotación laboral en los talleres vinculados a los centros, trabajo doméstico impuesto, hipervigilancia constante y malos tratos psicológicos e incluso, en ocasiones, físicos– lo cierto es que la experiencia de las internas varía en función de sus condiciones vitales: "A mí me machacaron viva porque estaba allí por pensar", narra Consuelo. Pero reconoce que había chicas sin recursos o jóvenes que venían de zonas rurales empobrecidas y que entendían los centros como una oportunidad de salir adelante. "Las de los pueblos estaban felices porque en su casa no había ni agua", recuerda Raquel, así que cuando volvían a sus hogares presumían de estar "estudiando en Madrid. Pero era todo una farsa". Para Consuelo, aquello no era sino "una verdadera Gestapo". "Yo creía que me iba a morir allí, no veía futuro, me veía encerrada para los restos". Consiguió escapar en 1976.

"Niñas pariendo niños"

El Patronato reservaba un lugar especial para las chicas embarazadas. De todos los centros maternales, el más importante fue el de Nuestra Señora de la Almudena, conocido popularmente como Peñagrande. Ahí fue a parar Loli. "Me sigue sin entrar en la cabeza cómo podía haber tal cantidad de niñas pariendo niños", lamenta. A ella nadie le preguntó quién era el padre, ni si había sido producto de una agresión sexual. Lo que sí recibió fueron insultos y vejaciones constantes: "Eres una golfa, una puta".

Cuando su hija cumplió nueve meses, el padre de Loli volvió a visitarla para pasar con ella la Semana Santa. Pasaron cuatro días en una pensión: cuatro días en los que se repiten las violaciones. Loli vuelve a quedarse embarazada y, una vez más, nadie pregunta.

Su segundo hijo nace en 1983, en el ocaso del Patronato. La institución estaba apunto de extinguirse y Loli, a sus diecisiete años, se ve en la encrucijada de qué futuro darle a sus hijos. Ocurre lo que solía suceder entonces: la adopción se presenta como la única salida. "Yo podía buscarme la vida en la calle, pero mis hijos no", sostiene aún con la voz quebrada. "Algunas madres eran persuadidas para que dieran en adopción a sus hijos, a otras simplemente se les decía que su bebé había muerto, mientras que las religiosas preparaban visitas concertadas a matrimonios adinerados que elegían a su futuro bebé", asiente la investigadora Carmen Guillén en su tesis.

Democracia tardía

En 1983, el Patronato empieza a ocupar páginas en la prensa: la joven Inmaculada Valderrama acababa de ser encontrada muerta en el reformatorio femenino de San Fernando de Henares (Madrid). La chica pierde la vida al intentar escapar por la ventana de un tercer piso valiéndose de una sábana. El eco de lo sucedido llega al tablero político y da pie a una investigación oficial. Solo unos años antes, en 1977, una asistente social decía en declaraciones al diario El País: "Si están locas, las mandan al [hospital psiquiátrico] Alonso Vega, y si no se suicidan". El ambiente de crispación que "tímidamente se había comenzado a fraguar" favoreció la clausura del Patronato de Protección a la Mujer. Su final definitivo llega mediante real decreto en 1985. Diez años después de la muerte del dictador.

"Mis hijos nacieron en 1982 y en 1983. Se supone que ya estábamos en una democracia", lamenta Loli. "Enterraban a bebés, algunas madres se suicidaban. Dos chicas se quitaron la vida estando allí y no hubo misa, no hubo entierro. Me gustaría saber dónde están", abunda. "Cada día te acuerdas de una salvajada mayor y piensas, ¿por qué no pasa nada?". También Consuelo creyó en aquello que llamaban democracia cuando el fin de la dictadura la coge encerrada, pero sus esperanzas enseguida se disiparon. "Pensaba que iban a abrir las puertas de los reformatorios e íbamos a salir todas. Pero no pasó nada".

Más de dos décadas después, Loli consiguió encontrar a sus hijos. Hasta aquel momento, nunca había reunido el coraje de verbalizar lo ocurrido. "Yo pensaba que los recuerdos que tenía en mi cabeza eran mentira". No es, en absoluto, algo excepcional. La huella de lo sucedido en los pasillos de los centros está fundamentalmente guardado en la memoria de aquellas niñas, pero muchas prefieren olvidarlo. "Estábamos muy estigmatizadas", reflexiona Raquel, quien recuerda que pertenecer a las Adoratrices significaba, a ojos de los demás, ejercer la prostitución. "Si contabas que estuviste en uno de esos centros, te respondían que por algo sería", añade Consuelo. A su entender, hasta que cada detalle de aquel pasado "no salga en las portadas de los periódicos", las chicas van a seguir escondidas: "No quieren recordar, porque las destrozaron".

Andrea Momoitio cree que son diversos los motivos que explican el silencio alrededor del Patronato. "No era una trama fácilmente identificable y además tiene que ver con el ámbito de la infancia y la adolescencia", donde a su juicio existe una mayor tolerancia ante la vulneración de derechos fundamentales. "Dictadura, mujeres e infancia", resume la periodista. Hoy, las voces empiezan a emerger, pero queda otro reducto oscuro: el papel de las órdenes religiosas –con especial predominio de las Adoratrices Esclavas del Santísimo Sacramento y las Oblatas del Santísimo Redentor–, la mayoría en activo y muchas galardonadas hoy por su labor social, sin que su pasado reciente se haya resuelto.


Fuente → infolibre.es

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