Mikel Zabalza fue torturado aplicando las técnicas habituales de 
Intxaurrondo y cuando murió en la «bañera», el crimen ocultado por la 
cúpula de Interior, la misma que en aquella época participó en el diseño
 y contratación de mercenarios y agentes para los GAL. La versión 
oficial, aún en vigor y nunca desmentida desde Madrid, afirmaba que 
Zabalza escapó de su detención en Endarlatsa y que murió ahogado cuando 
intentaba cruzar el Bidasoa. Fernando Grande-Marlaska, el hoy ministro 
del Interior, sucesor del de la versión oficial José Barrionuevo, ha 
continuado con la invención, avalando con su afirmación de que a aquella
 muerte le ha seguido una «actuación impecable» del Estado de derecho.
En
 febrero de 2022, la comisión de valoración de víctimas de «abusos 
policiales» (eufemismo de terrorismo de Estado) del Gobierno vasco, 
reconoció que la versión oficial era «simplemente increíble», avalando 
la constancia, incluida la del CESID-CNI, de que Mikel Zabalza había 
muerto a consecuencia de las torturas. Los audios filtrados de 
conversaciones entre agentes no dejaban espacio siquiera a la duda. 
Marlaska, en cambio, ni se enrocaba. Todo había sido perfecto y la 
prueba del algodón para mantener su versión había sido notoria. A 
Barrionuevo ya le indultaron y el ministro elevó al teniente general 
Arturo Espejo, implicado en las torturas a Zabalza, a uno de sus puestos
 de confianza.
Pocas víctimas habrán albergado el calor popular e
 incluso el apoyo institucional que ha recibido en estas décadas Mikel 
Zabalza. La cuestión estuvo relacionada con su naturaleza. Galindo y su 
equipo arrestaron a Mikel y su entorno sospechando que era un mugalari 
de ETA. Pero el detenido tenía por antecedente únicamente su condición 
de pastor en la zona fronteriza de su localidad natal, Orbaizeta. Cuando
 su arresto estaba afiliado a ELA y era conductor de autobuses en 
Donostia. Su entorno fue torturado y salió en libertad sin cargos. 
Galindo había errado, pero en el fracaso, su equipo mató a Zabalza. Si 
Mikel hubiera sido efectivamente un militante o colaborador de una 
organización clandestina, el relato habría sido otro. Pero Mikel era 
«inocente».
Sin embargo, tanto Marlaska como sus antecesores se 
apalancaron en una versión histórica. Contra los militantes de ETA o de 
otras organizaciones armadas vascas, todo valía. La impunidad y el 
premio estaba asegurado, que se lo digan a Espejo, y el relato se 
mantendría vivo, en cualquiera de los escenarios futuros. Marlaska ha 
demostrado, como en su tiempo otros mandatarios como Pérez-Rubalcaba, 
que es un hombre de Estado para quien la tortura ha sido uno de los ejes
 necesarios e imprescindibles en el mantenimiento de la presencia 
policial española en Hego Euskal Herria. Sin tortura, el Estado se 
resquebraja.
Sabido es que de los once casos en los que el TEDH 
(Tribunal Europeo de Derechos Humanos, con sede en Estrasburgo) ha 
tirado de las orejas a España por no investigar las denuncias de 
torturas, siete de ellos correspondían a diligencias incoadas por 
Marlaska. Sabido es que el primer protocolo contra la tortura que 
elaboró Baltasar Garzón, otro juez de infausto recuerdo, tuvo en 
Marlaska uno de sus más ardientes antagonistas. Ni grabar en los 
calabozos, ni atención por médicos de confianza, ni siquiera informar a 
los familiares del paradero de los detenidos. Una y otra vez negó la 
aplicación de estas normas, habituales por otra parte en la mayoría de 
los Estados de la Unión Europea.
Ahora que con el paso del tiempo
 tendemos a simplificar el pasado y sus acontecimientos, deberíamos 
rescatar que esa «actuación impecable» del Estado de derecho, generó esa
 letra pequeña que hoy oculta Marlaska. Que el PSE culpó a los detenidos
 con Mikel Zabalza, entre ellos Idoia Aierbe, la compañera de Mikel, y 
Jon Arretxe, de fabricar denuncias falsas de torturas. Que Ricardo 
García Danborenea, entonces secretario general del PSOE en Bizkaia, se 
encargó de extender el bulo de que Mikel era un confidente policial que 
había sido descubierto y ejecutado por ETA. Que Policía Nacional y 
Guardia Civil apalearon a los manifestantes que exigían la verdad sobre 
la desaparición, primero, y la muerte, después, de Mikel Zabalza. 
Fernando Buesa, portavoz del grupo socialista en Gasteiz, remató: 
«Zabalza se ahogó sencillamente. No hay señales de malos tratos y eso 
demuestra que no se puede hablar de abuso de la Guardia Civil. Eso es 
absolutamente falso».
La huelga general fue rechazada por PSOE, 
UGT y la derechona (entonces CP) que dieron pábulo a la versión oficial.
 Una versión que fue defendida con semejante virulencia, que cuatro 
personas detenidas en Iruñea (Justo Larraona, José Antonio López, 
Roberto Errazkin y Eduardo Elizetxe) por denunciar las torturas a Mikel 
Zabalza sufrieron a su vez y según denunciaron, malos tratos. Torturados
 para tapar las torturas. Torturados por negarse a aceptar la versión 
oficial. Torturados por estar en desacuerdo con una «actuación policial 
impecable». La dirección general de la Guardia Civil anunció medidas 
legales contra las personas que dudaron de la versión, hecho que nunca 
sucedió. Y en la huelga, decenas de heridos. Cargas policiales que, 
según la prensa, fueron las más duras de la década. Hace unos meses, 
incluso, aquel agujero estrecho por el que supuestamente escapó Mikel en
 Endarlatsa, ha sido anchado anónimamente para que el relato de Marlaska
 tenga mayor credibilidad.
Semanas después de la detención, el 
Gobierno civil de Gipuzkoa, liderado por Julen Elgorriaga (el del 
secuestro y muerte de Josean Lasa y Joxi Zabala), aún mantenía la 
versión de que Mikel Zabalza «había ayudado a pasar la frontera a 
miembros de ETA». Con el objetivo de deslizar el argumento de que, en 
ese caso, su muerte, incluso por tortura, era legítima. Y esa es, 
finalmente, la idea que mantiene Marlaska. Criminalizando al enemigo, al
 oponente, al contrario, los derechos humanos se suspenden. Y así 
Marlaska obtendrá un sillón a la vera de los grandes de España.
Fuente → naiz.eus


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