Víctor Moreno, José Ramón Urtasun
Gracias al franquismo, miles de niños fueron utilizados como cobayas de un experimento criminal, pues se trataba de demostrar que, una vez alejados del ambiente maternal, “esencialmente abyecto”, e insertados en un clima familiar nacional católico se convertirían en españoles raciales, como preconizaba Vallejo-Nágera. Pues de este modo, su gen rojo habría sido combatido y vencido por el fenotipo racial español verdadero
Hablamos del secuestro y robo por la fuerza de nada más y nada menos que de miles de niños “arrancados de las malas influencias maternas”, es decir, de madres presas en las cárceles españolas que seguían en ellas una vez terminada la guerra o de madres que parían en hospitales atendidos por órdenes religiosas. Ricardo Campos, director de la revista Asclepio, asegura que “en 1943 hubo unos 12.000 niños separados de sus madres y para el periodo 1936-1950 se manejan cifras cercanas a los 30.000”.
El régimen eugenista del franquismo no podía permitir que 30.000 semillas marxistas crecieran libres y convertirse el día de mañana en rojos comunistas dando al traste con la conseguida y ansiada pureza de la raza hispánica gracias al Glorioso Movimiento Nacional.
Aunque estos niños nacieron con el gen rojo, el psiquiatra Vallejo-Nágera, que daba más importancia a la herencia social y cultural que a la biológica, no lo dudó en ningún momento e hizo los posibles para que los hijos de las presas republicanas a los tres años de su nacimiento fueran arrebatados de sus senos e internados en centros donde se practicara “una exaltación de las cualidades biopsíquicas raciales y la eliminación de los factores ambientales que en el curso de las generaciones conducen a la degeneración del biotipo”.
Vallejo-Nágera no estaba solo. El régimen franquista apoyó con una ley su decisión. La orden que lo permitía estaba firmaba por Esteban Eguía Bilbao –antiguo carlista, ahora falangista y ministro de Justicia–, y fechada el 30 de marzo de 1940. Exactamente, establecía que “las reclusas tendrán derecho a amamantar a sus hijos y tenerlos en compañía en las prisiones hasta que cumplan la edad de tres años” (BOE, Nº. 97 de 6 de abril de 1940).
Gracias al franquismo, miles de niños fueron utilizados como cobayas de un experimento criminal, pues se trataba de demostrar que, una vez alejados del ambiente maternal, “esencialmente abyecto”, e insertados en un clima familiar nacional católico se convertirían en españoles raciales, como preconizaba Vallejo-Nágera. Pues de este modo, su gen rojo habría sido combatido y vencido por el fenotipo racial español verdadero.
Muchos de estos niños fueron internados en centros o dados en adopción, cortando así todo vínculo emocional con sus verdaderas familias e inundando de tragedia a miles de hogares españoles.
La abominable teoría en que se justificaba esta terrorífica práctica, VN ya la había expuesto en La locura y la guerra psicopatología de la guerra española: “La ideología dependía de una predisposición genética observable en el fenotipo, pero actuando sobre el ambiente podían modificarse esos genes nocivos”. Consecuente con esta premisa defendió la separación de los hijos de los padres de los marxistas, pues “la segregación de estos sujetos desde la infancia podría liberar a la sociedad de una plaga tan temible”. Añadía que lo mejor para España era que “los rojos no tuvieran hijos y, caso de tenerlos, separarlos de sus padres, pues eran un mal ejemplo”.
Las teorías de Vallejo-Nágera eran nazismo infecto. El franquismo le dio su aval y puso a su alcance los medios materiales y económicos para ejecutarlas. Ningún alto cargo del régimen se opuso a ellas. El aval de su conducta criminal vendría apuntalado en 1940 al ingresar como director en la Escuela de Estudios Penitenciarios. Desde esa atalaya, llevó a la práctica su idea más abominable. Ordenaba y mandaba a capricho, pues le incumbía la responsabilidad de formar a los nuevos funcionarios de prisiones franquistas, permitiendo bajo su supervivencia la puesta en práctica del diagnóstico y tratamiento de lo que llamó eugenesia positiva, llevando a cabo la segregación de los niños desde la más tierna infancia.
En esta tarea genocida, contó con dos instancias claves: el Régimen y la Iglesia Católica.
Al final, se convirtió en una práctica enquistada durante el franquismo y los primeros años de esta transición democrática, que a medida que se ahonda en ella más agujeros negros tiene, y que se convirtió en un repugnante negocio en el que participaron médicos, abogados y clérigos católicos. No solo se obligó a las madres republicanas a desprenderse de sus criaturas a los tres años, sino que, también, nada más recién nacidas en los hospitales –donde siempre hubo alguna orden religiosa femenina–, se las quitaban del paritorio para venderlas a la burguesía católica del país.
Cuando en la actualidad contemplamos la actuación de muchos jueces dictando que la apología del franquismo no es delito, sino un acto de habla inocente, amparado por la libertad de expresión, nos lleva a preguntarnos: ¿en qué tipo de franquismo angelical estará pensando esta gente? ¿Cómo es posible que una ideología como la franquista, que dictó una orden para separar a los hijos de tres años de sus madres, que permitiera una red infamante para robar a recién nacidos para venderlos al mejor postor franquista, pueda ser objeto de apología bajo el auspicio de la libertad de expresión?
El franquismo fue una ideología del odio, porque solo una ideología de tal naturaleza pudo dar cobijo legal a tales prácticas criminales… ensañándose con niños de tres años y con sus madres presas indefensas y parturientas. Para mayor vergüenza, su inspirador, Vallejo-Nágera, el Mengele español, sigue teniendo una calle dedicada a la exaltación de su nombre, pues no parece que la iniciativa del Foro por la Memoria de la Comunidad de Madrid, que cambió esa placa por la de Calle contra Impunidad en 2011, tuviera éxito institucional. Ni, ahora, con la Ley de la Memoria Democrática. l
También firman José Ignacio Lacasta-Zabalza, Pablo Ibáñez, Clemente Bernad, Carlos Martínez, Ángel Zoco, Carolina Martínez y Txema Aranaz, del Ateneo Basilio Lacort
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