El régimen de Franco hizo del castigo su seña de identidad
Juan Carlos García Funes: «El régimen de Franco hizo del castigo su seña de identidad» / Félix Duende

El ensayo ‘Desafectos’ narra la historia de los republicanos que fueron destinados por el poder franquista a los batallones de trabajos forzados. Empresas, instituciones, particulares e incluso la Iglesia se beneficiaron de esta práctica esclavista.

Juan Carlos García Funes (Segovia, 1986), profesor de Historia en la Universidad Pública de Navarra, tiene en la calle su segundo libro, Desafectos: batallones de trabajo forzado en el franquismo, publicado por la editorial Comares. Es el resultado de varios años de investigación recopilando nombres, datos y cifras. Muchas y escalofriantes cifras. Pero aún más que los números, remueven las palabras.

Punitivismo, sistema concentracionario, desafección… son palabras que, incluso sin conocer exactamente su significado, poseen la capacidad de impactarnos con su sola mención.

Más allá de una idea establecida de que a determinadas acciones les tiene que corresponder un castigo, comúnmente nos referimos con «punitivismo» al exceso de castigo o a la intención de que este sea mayor. En este sentido, el régimen de Franco, ya desde su golpe de Estado y la sublevación contra la Segunda República, desplegando todo tipo de violencias y sometimientos, fue especialmente punitivista. Hizo del castigo su seña de identidad.

El sistema llamado concentracionario se desarrolló al compás de la guerra, capturando soldados del ejército republicano y enviándolos a campos de concentración para clasificarlos. Muchos de quienes habían tenido cargos de responsabilidad acabaron ejecutados tras pasar por consejos de guerra. A otros les dieron un arma para luchar de nuevo, esta vez por la causa franquista, mientras que una gran masa de republicanos o de diferentes formaciones de izquierdas convencidos de sus ideas fueron destinados a los batallones de trabajadores. A estos prisioneros los llamaron «desafectos», la etiqueta que otorgaron a quienes sabían que no compartían las ideas del nuevo régimen.

En su libro destaca las diferencias existentes entre el trabajo penitenciario y el trabajo concentracionario.

Los golpistas decidieron que, ya que iban a tener miles de personas entre muros o en un campo de concentración, éstas no estarían «ociosas», así que les asignaron diferentes funciones. Desde el sistema penitenciario, con tutela religiosa, establecieron a partir de 1938 un método que ofrecía a los presos rebajas de condena a través del trabajo. Era la llamada «redención de penas», por el sentido de redimirse ante Dios y ante España. Aunque esta reducción de condenas buscaba, además, una solución a la saturación de las prisiones.

Juan Carlos García Funes: «El régimen de Franco hizo del castigo su seña de identidad»
Prisioneros en Gallarta, Vizcaya.
 

Pero un año antes ya había trabajo en cautividad en los campos de concentración, bajo dirección militar, con un fin no tan religioso como el de las prisiones sino más utilitarista: sabían que sus prisioneros eran «desafectos» que no se integrarían en su ejército para luchar contra la República. Así los hacían «útiles», siendo forzados a realizar trabajos de carácter militar, principalmente los más peligrosos: abrir trincheras, desactivar bombas, limpiar zonas de cadáveres… pero también tareas logísticas indispensables para el desarrollo de la guerra, como abrir caminos, cargar y descargar camiones, reparación de vías ferroviarias y muchas otras. El ejército de Franco necesitaba mano de obra y recurrió a la que le proporcionaban los llamados batallones de trabajadores.

¿Cómo vivían las personas prisioneras en aquellos batallones?

La propia documentación que elaboraban las autoridades de los campos de concentración, encargadas de coordinarlos, deja constancia de las deficiencias que existían en algo tan básico y necesario como la ropa, el calzado y, por supuesto, la alimentación. Pensemos en la situación de estas personas: prisioneros de guerra con jornadas laborales que podían llegar a las diez u once horas en condiciones de trabajo pésimas, soportando, en según qué zonas, temperaturas muy bajas, durmiendo al raso o con animales, muchos de ellos enfermando hasta morir.

Gracias a los testimonios de quienes sobrevivieron conocemos los castigos físicos a los que eran sometidos por los escoltas. Desde obligarles a trabajar con un alambre en los hombros cargando con piedras a la espalda a cavar un hoyo muy profundo para volver a cerrarlo después. Castigos ejemplarizantes para recordarles que estaban allí por su condición de «rojos» y no afectos al régimen. Eran, en definitiva, unas condiciones extremas. Tanto que muchos de los que salieron vivos de los batallones lo harían padeciendo secuelas físicas de las que ya nunca se recuperarían.

Y mientras, el régimen de Franco diciendo al mundo que los prisioneros realizaban su servicio con gran satisfacción y que el trato que se les daba en la ‘España Nacional’ no podía ser más humano…

Sorprende la capacidad que tenía el régimen de mostrar a la comunidad internacional que ellos no habían dado un golpe de Estado, intentando darle un carácter popular en forma de «levantamiento» o «alzamiento». Respecto a los centenares de miles de personas que encerraron de una u otra forma, también buscaron conformar una realidad distinta con falsas proclamas como las que ha mencionado, empleando una retórica, incluso en documentos, en la cual parece que buscan corregir al cautivo y atraerle a unos nuevos valores para ser un buen español, un buen católico, un buen padre de familia, un buen trabajador que no creara conflictos.

La realidad, sin embargo, era terriblemente tenebrosa y fue barnizada por una especie de «derecho al trabajo» que, según el programa de Falange, tenían todos los españoles. Un supuesto derecho que no debía ser «regateado por el nuevo Estado a los prisioneros y presos rojos» mientras no fuera contrario a la vigilancia que merecían «quienes olvidaron los más elementales deberes de patriotismo».

El trabajo forzado no se mantiene únicamente durante la Guerra Civil y no sólo está enfocado a labores militares. Empresas, instituciones, particulares e incluso la Iglesia solicitan al régimen que les envíen prisioneros para llevar a cabo diferentes oficios o labores físicas.

Durante el contexto de guerra se intervinieron fábricas y se militarizaron industrias, con unos objetivos difíciles de cumplir al encontrarse muchos hombres en edad laboral movilizados en el frente. El ejército, entonces, localizaba en los campos de concentración trabajadores con el perfil que demandaban tanto empresas como ayuntamientos y administraciones públicas, y los ofrecían temporalmente con la condición de cumplir ciertas normas, como encargarse de su manutención o asegurar su vigilancia. Así se orquestó este sistema que se mantuvo en la guerra y durante una buena parte de la posguerra porque le funcionaba al nuevo régimen.

Juan Carlos García Funes: «El régimen de Franco hizo del castigo su seña de identidad»
Trabajadores forzados en La Pola de Gordón, León.
 

Los trabajos del sistema concentracionario, siempre dirigidos por la autoridad militar y con Franco tomando la última palabra, continuaron durante la década de los años cuarenta por medio de los «Batallones Disciplinarios de Soldados Trabajadores». Solo con sus soldados el ejército sublevado no podía realizar tareas de fortificación, reconstrucción, desarrollo de vías ferroviarias… Así que empleó la fuerza de trabajo de jóvenes que debían realizar el servicio militar pero que también eran clasificados como «desafectos» al ser reclutados, sin que jurasen bandera ni recibieran un arma. Por otra parte, en el sistema penitenciario, con la redención de penas, el trabajo forzado se mantuvo durante toda la dictadura. Es más, este sistema no fue eliminado hasta 1995, ya bien entrada la democracia, con la aprobación de un nuevo Código Penal.

En uno de los capítulos de Desafectos usted recoge testimonios extraídos de las autobiografías de varios supervivientes de los batallones de guerra: Isaac Arenal, Félix Padín o Marcelino Camacho, entre otros. Imagino que para usted las historias personales que narran todos ellos son aún más sobrecogedoras que la información que fue recopilando de los documentos oficiales y de la época, y que le habrán dejado huella.

Poder leer las palabras de quienes vivieron aquella experiencia en los batallones fue, en no pocas ocasiones, la tabla de salvación para no ahogarme entre retórica militar, reglamentos, normativas y números. No debemos olvidar que estamos hablando de personas, personas que sufrieron esta realidad. Y no quise que la voz de las víctimas de este trabajo forzado sirviese únicamente para rellenar lo que no aparece en la documentación, aunque ésta sea imprescindible para conocer realmente lo que pasó. A mí me interesaba mucho saber en qué momento de sus vidas estaban acudiendo a sus recuerdos y los motivos que los llevaron a compartirlos sobre el papel, a quiénes dedicaban sus memorias y de quiénes se acordaban, sus perfiles y las ideas políticas que tenían antes y después de la guerra, tratando también de encontrar los hilos comunes entre ellos.

En cuanto a la huella que me dejaron, personalmente sólo pude entrevistar a Luis Ortiz Alfau, fallecido en 2019. Ojalá hubiese llegado a tiempo, como sí hicieron otros investigadores e investigadoras y colectivos memorialistas, para conocer a todos aquellos a los que, al menos, sí he leído. Nunca sabrán lo agradecido que estoy por sus escritos y por su legado. En sus textos, a pesar de la crudeza con la que cuentan vivencias tan duras y trágicas, hay un pensamiento positivo que desean transmitir a las generaciones más jóvenes para que construyan, construyamos, un futuro mejor. Para mí, esa actitud que mantuvieron hasta el final me parece de un valor incalculable.


Fuente → lamarea.com

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