«El Abuelo Ramón y la Guerra Civil Española»
«El Abuelo Ramón y la Guerra Civil Española»
Mario Jara

 

La guerra civil española siempre fue un tema recurrente en la familia de Román. Su abuelo paterno, Ramón, llegó a Chile escapando del desastre de la batalla de Málaga y trajo marcado a fuego el terror y la desazón de la guerra. La herida nunca cicatrizó bien. El joven se alistó en las milicias del sindicato de estibadores y tuvo que enfrentar a los camisas negras en las cercanías de Colmenar, al norte de Málaga. Tenía veintidós años y aguantó bien los primeros asaltos del Corpo Truppe Volontarie. No fue lo mismo cuando vio aparecer un carro blindado Fiat L3/33, las extremidades le flaquearon. Quería salir por piernas, mas la imagen de su madre y de su padre, en su casa de Málaga, que acudió de forma providencial a su mente, le detuvo. Hizo de tripas corazón y apretó los dientes dispuesto a no ceder un metro a los fascistas. No obstante, la retirada fue la constante ese día y el siguiente, y también el día que siguió al siguiente. Primero se replegaron a Alfarnate, luego a Alfarnatejo, luego a Riogordo, luego a Colmenar, y cuando estuvieron a la altura del puerto del León, Ramon decidió irse a su casa; con lo que tenían entre las manos era imposible detener a las fuerzas mecanizadas italianas. Se intentó, pero no se pudo, se dijo para sus adentros, e ipso facto echó el fusil al hombro y enfiló hacía Málaga, aprovechando la pendiente, corriendo como alma que lleva el diablo. 

La ciudad, conforme era de esperar, estaba sumida en el caos. Tiros, voces y plegarias saltaban al aire, especialmente plegarias. Todo el mundo, oportunamente empapado de ardor religioso, imploraba la acción de la Divina Providencia (es sabido que la desesperación del hombre es la oportunidad de Dios). Es más, ni la razón ni el socialismo ni tan siquiera la visión de una revolución que cambiara el mundo servían de consuelo. Rostros despavoridos, desencajados, que parecían desprendidos de las Pinturas negras de Goya, se echaban a la carretera con destino a Almería, la única puerta de escape. Una salida, en todo caso, envenenada.

Ramon no encontró a nadie en su casa ni a persona que le pudiera indicar el paradero de sus padres. Caminó sin rumbo consciente hasta que la corriente de pánico, que corría como la pólvora, le apresó. Los rumores ponían al duque de Sevilla montado en un caballo negro y encabritado en los alrededores de la catedral. Al rato, voces anónimas avisaban que los moros mataban y violaban a mansalva en Torremolinos y que los italianos entraban por el norte. Conocedor de lo que le esperaba si caía en manos nacionalistas, Ramon siguió al tropel de desdichados que caminaban hacía Almería. Una romería que podríamos llamar negra, no precisamente por las vestimentas de los peregrinos, sino, por los pensamientos que cargaban sobre sus espaldas.

En la carretera a Almería, el torrente de desdichados era acribillado por la Legión Cóndor y bombardeado por la escuadra nacionalista. Cuando los aviones caían en picada o los estruendos de los cañones navales rompían el cielo, la gente salía del camino corriendo y buscaba refugio entre los arbustos y plantaciones o en cualquier imperfección del terreno que les sirviera de abrigo. El camino se hallaba regado de cadáveres y objetos personales, desde ajuares de boda hasta máquinas de coser, espejos y maletas. Ramon siguió la carretera buscando a sus padres en Torox, luego en Nerja, luego en Almuñécar, luego en Motril; en Torrenueva, amparado en la noche y cuidando que nadie le viera, dejó su fusil en la puerta del ayuntamiento y prosiguió su búsqueda de civil. Buscó en Castell de Ferro, en Adra, en Almería, en Garrucha; cruzó la sierra de Las Moreras y les buscó en Mazarrón, en Cartagena, en Alicante, en Altea, en Calpe, en Jávea, en Dénia y en Valencia. En los primeros pueblos buscó entre la gente que descansaba amontonada. Más adelante, cuando todo el mundo encontró su destino, o su pena, o su alegría, o una mezcla de ambos pues el hallazgo de un ser querido puede ser portador de noticias aún peores que la muerte, les buscó en los ayuntamientos y en la cruz roja. Mas nada, la guerra los engulló. De esta suerte, en silencio y recluido en sus demonios, continuó viaje a Barcelona.

Tiempo después, hastiado de las penurias y desprovisto de esperanzas, Ramón decidió hacer las Américas. Las noticias sobre la masacre de la carretera de Almería, la desbandá que le llamaban, que llegaban a Barcelona y a toda la república en forma de gritos de horror, no le permitían albergar ilusión alguna. Entonces, en enero del 38, una mañana de lluvia fina y fria, embarcó con destino a Buenos Aires. Viajó en el War Mollow; un carguero de bandera inglesa que cubría una ruta entre el Cairo y Buenos Aires. (Fue curioso el destino del War Mollow: meses más tarde, el barco pasó a manos de una naviera italiana que le rebautizó con el nombre de Fausto. Los italianos, por esas cosas del destino, utilizaron el carguero para repatriar material y tropas desde España; quizá, las mismas personas que Ramon combatió. Al poco tiempo que comenzó la segunda guerra mundial, el Fausto buscó refugio en Montevideo donde fue requisado por el gobierno uruguayo que le cambió el nombre a Maldonado. Finalmente, en agosto del 42, el mercante fue hundido en las cercanías de Haití por el submarino alemán U-510. No hubo muertos, solo fue hecho prisionero el Capitán del barco, Mario Giambruno).

El abuelo de Román llegó a Buenos Aires sin grandes novedades. Estuvo mal viviendo unos meses en las calles de la capital argentina hasta que decidió continuar viaje. En cuanto pudo, embarcó con destino a Valparaíso; según decían las lenguas ásperas y secas, con aliento a café y fernet, que rondaban los muelles bonaerenses, allí había laburo. Los vientos de guerra soplaban cada vez más fuerte en los cuatro rincones del planeta y el precio de las exportaciones chilenas: los minerales, el vino, las legumbres, estaban por el cielo. El puerto de Valparaíso no daba abasto y la mano de obra cualificada en esos oficios escaseaba.

Una vez en Chile, no le fue difícil conseguir trabajo. Las cosas le iban relativamente bien, incluso, una gran alegría: sus padres estaban vivos y consiguió contactar con ellos (el mundo de los estibadores es muy poderoso). Por carta le contaron que pasaron un tiempo con la familia política de su tío, que eran falangistas, falangistas reconocidos, pero de los buenos. Y si bien no eran familiares cercanos, ni tenían gran relación, se ofrecieron a acogerlos. También le pidieron que no volviera. No vuelva, hijo, decía la carta, aquí las cosas están muy mal. Los falangistas malos, los señoritos, son patrones. A los que pelearon no les perdonan, le meten bala donde los encuentran o los encierran, o no les queda otra que echarse al monte, a vivir como bestias, usted me entiende. Haga su vida allá, hijo. Usted tiene unas manos listas y seguro encuentra futuro. Por nosotros no se preocupe, estamos bien. Su padre ha vuelto a trabajar en el puerto y siempre hay algo para echar al estómago.

 


Fuente → revistadefrente.cl 

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