Visita pedagógica al Valle de los Caídos
Visita pedagógica al Valle de los Caídos
Rafael SM Paniagua

Crónica de una jornada de trabajo junto al artista Fernando Sánchez Castillo, en el proyecto en marcha en torno a unas nuevas Misiones Pedagógicas

El archivo cultural de las míticas Misiones Pedagógicas de la Segunda República está compuesto por objetos y relatos muy diversos: documentos fundacionales de Manuel Bartolomé Cossío y su patronato que nos revelan la genealogía de este proyecto, informes del Ministerio de Instrucción Pública, fotografías y grabaciones de las actividades realizadas por José Val del Omar, testimonios dispersos en las biografías de quienes participaron como misioneros y misioneras y relatos de los propios habitantes de los pueblos que los recibieron. Con la intención de replicar esa diversidad de voces de archivo, me animo a narrar la experiencia que hicimos algunas personas el pasado 2 de diciembre junto al artista Fernando Sánchez Castillo, responsable del proyecto Misiones Pedagógicas 2.0, promovido por el departamento de educación del Museo Reina Sofía, que nos invitó a una jornada de trabajo en el Valle de Cuelgamuros, antiguo Valle de los Caídos, renombrado así conforme a la Ley de Memoria Democrática. Él podrá, evidentemente, narrar su propia experiencia y en esa multiplicación de relatos y voces, acaso este proyecto arraigará con más facilidad en la memoria.

En la puerta de la Facultad de Bellas Artes de la Universidad Complutense de Madrid nos encontramos una mañana de comienzos de diciembre, convocados por Fernando, algunos estudiantes del máster de Escultura Contemporánea que toman conmigo un curso sobre discursos curatoriales y espacio expositivo. La semana anterior habíamos recibido en clase a Fernando, que vino a contarnos sobre su trabajo acompañado de Fausto Canales. Quien haya frecuentado los últimos años la actualidad de la aplicación de la Ley de la Memoria Histórica conocerá la historia de Fausto y su lucha judicial, pionera e incansable, para exhumar e identificar a su padre, su tío y algunos vecinos de su pueblo, Pajares de Adaja, en Ávila, asesinados en agosto de 1936, cuyos cuerpos fueron movidos a la basílica del Valle de los Caídos para rellenar el monumento del dictador a la dictadura –que no a la reconciliación y a la paz como pretenden argumentar sus defensores–, mezclados, pues, junto a los acólitos del bando que los asesinó. Con determinación de investigador insobornable, Fausto logró identificar la cripta y la caja exacta donde se encuentran sus allegados, y con ilusión inquebrantable permanece atento a las continuas actualizaciones del caso. En principio, dentro de un par de días está prevista la apertura de una de las criptas laterales. El equipo forense se encuentra preparado para ello, pero también cuentan con nuevos obstáculos que, en cuanto asome la piqueta de los técnicos, serán activados por quienes no quieren hacer memoria ni justicia ni reparación, y más bien buscan demorar lo que terminará pasando a todas luces si el conjunto de la sociedad hace por no olvidar la ignominia.

El plan de Fernando es intentar prestar atención a los hitos menores de esta memoria del franquismo, afectada de no poca grandilocuencia tras objetos monumentales de extrema visibilidad

Fausto vive con paciencia este proceso que le ha llevado un par de décadas y su optimismo es comedido, pues quién sabe en qué estado se encontrarán los restos sepultados en aquel risco, que no ha dejado de filtrar su agua granítica al interior. El vitalismo de Fausto es ejemplar y su acompañamiento se enmarca en las líneas generales del proyecto de Fernando, que “busca acercar el museo a personas nacidas durante la Guerra Civil a las que estos planes educativos les fueron sustraídos y que han sido agentes activos o pasivos en la España representada en las salas de exposición. A su vez, busca establecer un proceso bidireccional, en el que también el Museo aprenda de estas personas, que son portadoras de memorias creadas en situaciones de exilio, prisión e insilio. A partir de encuentros y mediaciones participativas se confrontan ambas esferas, separadas tan solo por los límites de la museografía”. Y es que Fernando ha estado persiguiendo y componiendo un archivo muy frágil, compuesto de restos fugaces: las alpargatas bordadas en la cárcel de Ventas por la represaliada Martina Barroso, huesos de aceituna virtuosamente tallados a modo de colgantillos, humildes cruces de madera y alambre construidas en prisión… El aura que rodea estos objetos, la marca histórica que revelan, es conmovedora. El plan de Fernando es intentar prestar atención a los hitos menores de esta memoria del franquismo, afectada de no poca grandilocuencia tras objetos monumentales de extrema visibilidad, lo que oculta aún más las huellas de quienes lo experimentaron por abajo con profundo dolor. Habrá que pensar qué dispositivo museográfico es capaz de acoger y exhibir esas huellas sin desgalvanizar su potencia de interpelación colectiva.

La llegada al recinto es turbadora. La reja de la entrada, con sus amenazadoras águilas bicéfalas, y la identificación en la garita nos envuelven ya en una retórica franquista monumental de la que es difícil escapar. Yo he venido bastantes veces a este lugar, pero no deja de impresionarme la exaltación de sus formas, su voluntad de eternidad. Durante algunos años, acompañé a distintos grupos de estudiantes norteamericanos junto a los profesores Germán Labrador y Alberto Bruzos. Siempre nos resultó difícil hacer esa mediación para que los estudiantes entendieran, sin que pareciera que estábamos haciendo una lectura sesgada de la historia, la singularidad antidemocrática de este espacio. Lo cierto es que una exposición sincera y realista bastaba para no sucumbir a la magia negra –como decía Germán– que opera en este enclave. Francisco Ferrándiz, antropólogo eminente del CSIC del campo de los estudios de la memoria y las violencias políticas y miembro del Comité de Expertos al que se consultó el marco de la Ley de Memoria Histórica, nos acompañó en distintas ocasiones y también hoy nos está esperando en la entrada. Al final somos un grupo diverso que desborda la mera actividad escolar: además de Jorge Moruno –antropólogo de la UNED, también especialista en los archivos y objetos de la memoria– y Stephanie Mansy –una artista francesa becada en la Casa de Velázquez– vienen con nosotros algunos amigos cercanos de mi pueblo, entre ellos mi amiga Cecilia Bergamín, nieta de José Bergamín y compañera de Fernando en sus años en que estudiaban en la misma facultad de Bellas Artes.

Al pasar las llamadas piedras de Juanelo –cuatro columnas colosales parte del ingenio hídrico que Juanelo Turriano ideó en el siglo XVI para la ciudad de Toledo y que, en un alarde técnico pero también narrativo, Franco hizo mover desde la vieja ciudad imperial hasta la Sierra de Guadarrama– abandonamos la vía principal y nos dirigimos, por un camino mucho más agreste, hacia uno de los poblados de obreros –reclusos que aspiraban a redimir condenas, pero también otros en régimen de libertad– que construyeron este lugar, incluida la carretera por la que circulamos. También vamos al encuentro de las chabolas de piedra que construyeron los familiares de los presos para estar cerca de ellos. Para Fernando es importante, frente a la propia megalomanía del proyecto de Franco, que atrapa toda la atención en torno a sí mismo, prestar atención a este espacio marginal, olvidado por mucho tiempo y que prospecciones y excavaciones recientes coordinadas por el arqueólogo Alfredo González Ruibal han sacado de nuevo a la luz. Como hacían los arqueólogos desde su disciplina, Fernando nos invita desde el arte a atender y cuidar esta historia menor, a dedicarle un poco de cariño a esta ruinosa memoria que rescata del olvido a quienes vivieron y construyeron todo este recinto. En concreto, estamos en el destacamento penal de Banus –sí, la empresa que construyó el puerto marbellí–, también llamado “de la carretera” en referencia a la fase que ejecutaban, porque existieron otros dos destacamentos penales que alojaban mano de obra reclusa, denominados con el nombre de las empresas constructoras encargadas que colaboraban con el régimen: el destacamento de Molán o “del monasterio” y San Román o “del monumento”. Se trata de un complejo en un llano despejado, aún lejos de la inmensa cruz, donde aún pueden identificarse la base de los distintos barracones donde se alojaba un número cercano a los doscientos trabajadores, así como los planteamientos chaboleros de las familias, que a modo de pequeños y humildes castros prehistóricos, aún revelan sus emplazamientos. Todo fue demolido a inicios de los años 50.

Inspirándonos en la tradición institucionista de esta sierra, la misión primero consiste en hacer una experiencia estética de ese paisaje, observar el territorio y los restos materiales que aún están desperdigados por ahí y que no son pocos, pese al trabajo de los arqueólogos que han catalogado minuciosamente los restos, ayudándonos a entender la vida que aquí se vivía. Después, Fernando nos invita a dibujar esos hallazgos con las herramientas y papeles que transportamos. Los estudiantes han venido con pinturas, caballetes y papel pescado para tomar bocetos, aunque ninguno nos consideramos excelentes dibujantes. El grupo deambula desperdigado por el espacio. Hace frío pero el día es luminosamente azul. Cada cual sigue su rastro y su deseo. Algunas personas, como Paula, son más rastreadoras recolectoras y en el camino han encontrado multitud de suelas de zapato de goma neumática, latas, palanganas, bacinillas, frascos de cristal de medicinas y toda clase de restos que testimonian una ocupación prolongada en el tiempo, la voluntad de construir un hogar dignamente. Tenemos la sensación de que se trata de reliquias políticas del pueblo de trabajadores abandonadas a la intemperie. Otros son más contemplativos y se detienen en la naturaleza, en las rocas tan características del paisaje del Guadarrama. Los restos de un caño roto señalan el punto de agua del campamento. Ana ha encontrado algunos restos de loza castellana y botellas de vino antiguas. Concha, que ha venido armada con toda clase de colores y pinceles, ha ido coleccionando materia natural del paisaje en una especie de cápsula del tiempo. Regina (que curiosamente se formó en el Colegio Estudio, heredero del institucionismo republicano) ha revestido a cada una de estas piezas con papel pescado y ha marcado los cantos y bordes con pintura, en un intento acaso de concebir la envolvente volumétrica o, más llanamente, abrigar un poco estas piezas. Hunter y Eloísa, dos estudiantes chinos, están entregados con fruición a la exploración y el dibujo rápido, pese al frío atenazador que sienten y que su moderno outfit no mitiga. Alex, de México, pasea meditativo por el lugar. Julián, que trabaja en torno a la muerte, ha preferido recolectar algunos níscalos tiernísimos que ahora abundan en la zona. Cecilia dibuja algunas muestras de paisaje con acuarelas. Fernando ha plantado un caballete en el horizonte y ha plasmado en pintura negra una visión del paisaje que incorpora la cruz a lo lejos, aunque nos dice que fue un fantasma quien lo pintó. Yo me he sentado a dibujar con pasteles de colores sobre cartulina negra una de las rocas que sirvieron de base estructural, a modo de vivac, para algunas construcciones de la familias, facilitando la instalación de chimeneas, repisas y catres y, ante estas rocas, he recordado a una buena amiga, cuando durante una visita a las trincheras del sur de Madrid, interpretó ese paisaje de resistencia como nuestro Monument Valley. Fausto se acerca a nosotros para ver qué estamos dibujando. Hacemos de plenairistas en un paisaje que fue proyectado en su totalidad, incluso las masas de pinares, como señala Ferrándiz en una parada para almorzar y en la que Fernando reparte naranjas y plátanos. Según nos cuenta, las naranjas circulaban en los territorios aún republicanos y pienso que sería debido al pivotaje levantino del gobierno de la segunda república. Por el contrario, los plátanos aparecían en los pueblos al ritmo que el frente golpista avanzaba. Por eso, cuando apareció un plátano en Madrid, algunos dieron por perdida la guerra.

Un estudiante dibujando en el destacamento penal de Banús. Fotografía de Fernando Sánchez Castillo.

Tras recoger los bártulos, decidimos echar un vistazo a la basílica. Hay mucha gente de este grupo que nunca antes había venido. Al aparcar el minibús nos percatamos de que un señor que tiene porte de hombretón dibujado por Sáenz de Tejada nos ha venido siguiendo y no se va a separar de nosotros hasta que salgamos de nuevo de la basílica. Recordaba estas inquietantes compañías de nuestras visitas con estudiantes. Uno no sabe cómo reaccionar, sobre todo cuando se sienten con el derecho de interrumpir a los grupos con sus justificaciones. A la entrada hay un dispensador, no de gel hidroalcohólico sino de agua bendita. También me parece que han instalado más de esos enormes recipientes de metal, con ese diseño tan brutalista, que recogen el agua que la montaña filtra al interior de la basílica. Creo que fue Reyes Mate quien mencionó que quizá, ante la parsimonia de los humanos en estos asuntos, la única justicia la estaba aplicando la montaña, erosionando lentamente la estructura de este espacio, que a la larga terminará por colapsar, como terminan todos los desafíos a la naturaleza.

Encuentro la basílica igual que siempre, con su monumentalidad faraónica y sus efluvios invisibles de gas radón, salvo que hoy, tras haber visitado los destacamentos penales y el poblado, podemos dialectizar más poderosamente el lugar: por arriba la cúpula institucional y el ejército meduseo del estado dictatorial, pasando por la mezquindad empresarial hasta llegar a la capa más subalterna, quizá esos niños y mujeres que pasaron años en este paisaje, habitantes de chozos de pastor junto a los barracones donde vivían padres, hermanos o hijos presos que acusaban toda clase de enfermedades vinculadas a los rigores del Guadarrama. Es verdad que no había vuelto desde que exhumaron a Franco y lo movieron al Pardo, así que pisar las losetas que cubren el lugar en el que pretendía yacer el dictador por los siglos de los siglos es muy inquietante. José Antonio sigue ahí, en su lugar privilegiado frente al altar, con un montón de flores sobre su lápida. Algunas resecas del último 20N, pero otras fresquísimas, diría que depositadas hoy mismo. Los vigilantes nos siguen, amenazadores, para que no tomemos ninguna foto. Ahí sigue también el agujero en el tubo del órgano provocado por un objeto que impactó tras el atentado del GRAPO en el Valle. Ahí siguen los rostros del ejército de santos y santas, víctimas también de algún modo de la magia negra y la instrumentalización franquista y, por supuesto, las criptas donde yacen los más de 30.000 cuerpos que sirvieron de relleno a las oquedades ganadas a la montaña, cuyo estado aún es un interrogante respecto del cual Fausto quiere ser prudente. Es sin duda un lugar todavía activado bajo la luz oscura que lo ideó, enrarecido por un aire gris, a falta de una aplicación mucho más determinada de la ley que impide que esto siga funcionando tal y como fue concebido.

Es sin duda un lugar todavía activado bajo la luz oscura que lo ideó, a falta de una aplicación mucho más determinada de la ley que impide que siga funcionando tal y como fue concebido

Ferrándiz se muestra algo agotado por las complicaciones político-judiciales que aparecen sin cesar y que retrasan aún más la resignificación del lugar en virtud de una memoria democrática en la que expertos de incuestionable integridad académica y profesional llevan trabajando. “Todo está preparado, hay propuestas concretísimas sobre la mesa, solo hay que apretar un botón”. Una problemática que afecta a los primeros niveles de los poderes del Estado, pero también al Vaticano que tendría que pronunciarse al respecto de la exaltada comunidad de benedictinos que aún habitan aquí. También debe resultar complicado para técnicos como él, que se han dejado la piel a distintas escalas institucionales para que esta situación no se prolongue y para que todas las víctimas del franquismo puedan descansar, que su trabajo no siempre sea entendido. Los filofranquistas se lo imaginarían como un monstruo anticlerical que quiere profanar un espacio sagrado y, quizá sorprendentemente, algunas víctimas del franquismo como un posibilista que le sigue el juego a los políticos. Ferrándiz es, a mi modo de ver, nada más que un profesional brillante orientado por una ética intachable que trata de hacer lo que está en su mano para revertir una situación antidemocrática que nos afecta a todos y cuyo atasco cultural explica gran parte de los problemas de nuestro presente, porque de las empresas que construyeron los destacamentos a la Operación Malaya no hay nada, si buscan por ahí…

En los pueblos con fuerte presencia sindical cenetista fuera donde más resistencias se encontraron los misioneros en comparación con aquellos pueblos más influenciados por caciques y clero

No sabemos del todo cómo va a continuar Fernando el proyecto de las Misiones Pedagógicas 2.0, pero me parece potente la idea de hacer jornadas de trabajo al estilo de aquellas misiones, pero no ya para ilustrar a las gentes de los pueblos, sino, en este caso específico, para conocer a las gentes que trabajaron en el monumento a la victoria de aquellos que acabaron precisamente con las misiones. Más que unas misiones pedagógicas entonces serían quizá “misiones reparadoras”. Las de la Segunda República fueron un hito inspirador que a su vez debe ser también revisado, pues como la profesora Eugenia Afinoguénova ha señalado, tiene su interés que el gobierno iniciara este proyecto justo cuando los campesinos están criticando intensamente la reforma agraria, en el marco de un experimento de gobernanza liberal –característica de las élites urbanas intelectuales del XIX, no solo españolas– que buscaba mitigar el conflicto en el campo español y hacerse con las masas populares a través de la cultura y el ocio. Al fin y al cabo solo el proyecto de reorganizar el tiempo libre de los campesinos, necesitados más bien de reformas económicas y territoriales radicales, explicaría el beneficio social que el gobierno esperaba obtener fundando las misiones. Pienso que la falta de sensibilidad ante las habilidades campesinas y sus saberes o el interés en diseminar maneras de diversión y entretenimiento supuestamente reservadas a las ciudades, son hechos que pudieran haber llevado a intelectuales como José Bergamín, abuelo de mi vecina de Cercedilla, católico comunista y poeta del analfabetismo ilustrado (que no debe confundirse con la romantización de la ignorancia sino con la disidencia de la violencia contra el pueblo y lo popular que esconde la cultura ilustrada y letrada), a no participar de ese proyecto pedagógico por su carácter condescendiente con las clases populares, pese a su conocido compromiso antifascista. Y no es poca cosa recordar que precisamente en los pueblos con fuerte presencia sindical cenetista fuera donde más resistencias se encontraron los misioneros en comparación con aquellos pueblos más influenciados por caciques y clero.

Nos volvemos con la sensación de haber pasado una jornada inolvidable, bella y dura a la vez. Dos días después, leo en la prensa que, sorteando un nuevo bloqueo de la derecha y los bloques ultra, se han retomado los trabajos para tratar de exhumar a 118 víctimas, entre ellas, el padre y el tío de Fausto. Ojalá sea un cambio de suerte, como decía Bergamín, “para poder acabar de despertar del sueño de la muerte”. Ojalá Fausto y quienes buscan aún a sus desaparecidos puedan enterrar a sus familiares con dignidad y este espacio deje de ser lo que un dictador quiso que fuera y que lamentablemente todavía es hoy, para ser lo que en democracia necesitamos que sea.


Fuente → ctxt.es

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