Subversivos y presos políticos
Subversivos y presos políticos
Iñaki Egaña

Junto a los presos políticos, los penados han sido legión. Más allá de los muros, habría que encontrar un término para incluir a otros miles de hombres, mujeres y niños que han sufrido la condición de «subversivo». 
 
El ordenamiento jurídico español ha negado, desde que me alcanza la memoria de los de casa, es decir desde más o menos a partir de 1936, la existencia de presos políticos. Tanto vascos como españoles. Y, sin embargo, toda una arquitectura jurídica, política y social fue creada frente a la disidencia, justo después de la guerra civil, durante el franquismo y también en esa democracia monárquica en la que desarrollamos actualmente nuestra actividad cotidiana. Que me perdonen los vascos continentales, republicanos, que hoy voy a referirme a los peninsulares. 
 
El hecho de la prisión política, ha sido tratado como es habitual con los temas de Estado. La negación oficial, en contra de la creencia popular contraria a ese desmentido. En esa gran España que se acuesta todavía con ínfulas medievales, el rey ahora emérito se revolcaba en sábanas híbridas cada fin de semana, mientras que los medios guardaban un silencio sepulcral y elevaban a categoría suprema su rectitud moral y religiosa. La tortura era sistemática y, por el contrario, la no existencia ha sido una y otra vez canción de verano, invierno y otras estaciones menos radicales. Aún dicen que andan indagando, como si fuéramos tontos, quién pudo ser aquel Señor X que dirigió los GAL. 
 
Para el sistema, los presos políticos eran tratados con un eufemismo, el de subversivos. Lo dijo ya la Ley de Orden Público que tiene más o menos los mismos años que quien escribe estas líneas: serán considerados subversivos «los actos que perturben o intenten perturbar o que atenten a la unidad espiritual, nacional, política y social de España». Es un término en el que me siento reconocido. Si no fuera porque las cunetas esconden todavía a miles de subversivos, me resultaría incluso agradable al oído. 
 
A la hora de matizar, sin embargo, lo que ha prevalecido es aquello que ya hace varias décadas señaló un bilbaino de pro, de esos que fueron a muerte con el dictador. Se llamaba Manuel Valdés Larrañaga. Falangista, diplomático y, por eso de que en estos tiempos el tema ha sido recurrente, presidente de la Federación Española de Fútbol. Hoy los diccionarios digitales lo ubican en los extremos del arco, pero sus proclamas siguen teniendo recorrido: «En España no hay presos políticos. Los hay, en cambio, por atentar contra la seguridad del Estado y, entre ellos, los hay vagos, maleantes y terroristas». 
 
Recuerdo, qué joya tenemos los humanos con la memoria, que cuando centenares de insumisos vascos fueron encarcelados, las lecturas gubernamentales tenían difícil lo de adjudicarles el término de «terroristas». Así que los llamaron «vagos», como si rechazar servir a la patria española con tanques, fusiles y una promesa eterna de amor, fuera una actitud indolentemente perezosa. 
 
En las últimas décadas, el término impuesto ha sido el de «terrorista». Utilizando una tendencia mundial cuya definición está diluida en cientos de acepciones. Aunque parezca mentira, no hay un término internacional que recoja su significado. Quizás uno de Naciones Unidas, en 1999, señalando como actos terroristas aquellos que afectan a civiles «que no participan directamente en las hostilidades en una situación de conflicto armado». El resto son exégesis. Para que vean hasta dónde puede llegar la interpretación, recojo la de Mary Kaldor, directora del programa Gobernanza Global de la London School de Ciencias Políticas y Económicas: «El terrorismo es una técnica cada vez más utilizada por movimientos políticos nacionalistas». ¿A qué clase de nacionalismo se refiere? La Kaldor, sin embargo, separa explícitamente de su definición las acciones del IRA y de ETA. 
 
Subversivos, vagos, maleantes, terroristas... términos destinados a evitar la extensión de «preso político». Un juego de palabras, acompañado de relatos de fábula, de usar y tirar, de transformar según la época. La expresión, a pesar de elucubraciones, esconde otra tapada. Cualquier joven que se acercara a nuestra historia reciente, comenzaría por los números: 60.000 presos políticos al triunfar militarmente en fascismo en Hego Euskal Herria, 12.500 durante el franquismo, cerca de 10.000 desde 1958. ¿Fueron todos ellos presos por su condición de republicanos, maquis, militantes de organizaciones clandestinas, voluntarios de ETA? 
 
Yo le diría que no. Porque esas cifras encubren que, junto a los presos políticos, los penados han sido legión. Más allá de los muros, habría que encontrar un término para incluir a otros miles de hombres, mujeres y niños que han sufrido la condición de «subversivo». Los organismos de derechos humanos han recalcado el castigo infligido a los familiares de los presos vascos, durante varias décadas, alejados de sus lugares de origen. Los accidentes que costaron la vida, en esos viajes interminables, a una veintena de personas. Los niños sin padres. No fueron presos en el sentido estricto, pero ellos también estuvieron presos. 
 
Como también abogados, que fueron desterrados durante el franquismo por defender a separatistas y, ahondando el castigo, detenidos cuando cambió el vocablo a «terrorista». Solidarios que antes de 1978 fueron apaleados o sus bienes triturados por pedir amnistía y, décadas más tarde, torturados y encarcelados. Medios de comunicación, asociaciones, grupos festivos... criminalizados por ser solidarios. Decenas de miles, presos también sin caer en las mazmorras de Puerto, Salto del Negro o Cartagena, que vieron sus derechos de manifestación y expresión anulados por orden y gracia de leyes que negaban la existencia de cautivos políticos. 
 
Foucault nos explicó que los muros de las cárceles (vigilar y castigar) han trasladado sus formas a la sociedad. A partir de rasgos como el de la autoridad, el poder sancionador y el control del espacio o del individuo, la sociedad ha pasado a ser una gran prisión. Los muros de Lannemezan, Basauri, Martutene, Iruñea... son excepcionales para decenas de compatriotas. Kalera! Pero fijémonos también en los nuestros. Seamos subversivos.
 

Fuente → naiz.eus

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