
Los historiadores tendieron a definir las élites comerciantes estadounidenses de fines del siglo XIX como elementos progresistas en una época de rápidas transformaciones económicas y sociales. Pero si consideramos el rol que cumplieron en organizaciones como el Ku Klux Klan, habría que definirlas más bien como terroristas.
Fragmento de Capital’s Terrorists: Klansmen, Lawmen, and Employers in the Long Nineteenth Century (University of North Carolina Press, November, 2022)
Pocos escritores utilizaron la categoría de terrorista para definir las élites organizadas de la segunda revolución industrial, entre las que había gerentes y grandes, medianos y pequeños propietarios. Sin ningún análisis crítico, la mayoría de los historiadores de la economía los definen como hombres culturalmente sofisticados, prudentes y testarudos que establecieron y promovieron métodos de gestión modernos en una economía que estaba creciendo a un ritmo vertiginoso.
No cabe duda. Después de todo, es cierto que supervisaron la
construcción de fábricas, crearon empleo y brindaron beneficios a sus
trabajadores, desarrollaron patentes útiles y marearon a los
consumidores con una enorme cantidad de productos. Estos hombres solían
dirigir sus negocios y actividades sociales desde la comodidad de
oficinas espaciosas, restaurantes lujosos y bares exclusivos.
Pero muchos tenían un lado oscuro y no dudaban en recurrir a la
violencia para lograr su objetivo: someter a los trabajadores y
mantener bajo control el establishment de lo que denominaban la «la ley y
el orden». Con esto en mente, muchos patrones formaron y participaron
de varias organizaciones secretas brutales, entre las que cabe mencionar
el Ku Klux Klan, que operó a fines de 1860 y comienzos de 1870,
distintas ligas de «ley y orden» de los años 1880 y 1890 y un surtido de
asociaciones patronales y alianzas ciudadanas de la «era progresista».
Como otros terroristas, los patrones compartían el supuesto de que los
métodos extralegales —secuestros, persecución, golpizas, linchamientos y
asesinatos— eran los adecuados a la hora de solucionar sus problemas.
Estos terroristas generalmente contaban con la asistencia de
personajes bien posicionados en el sector público. A fines del siglo
diecinueve y principios del veinte, policías, jueces, políticos,
militares de la Guardia Nacional y hasta tropas federales estaban más
inclinados a castigar a los trabajadores rebeldes que a las bandas
mafiosas. Y en algunos casos, las autoridades del sector público se
unían a los patrones y otras élites en la organización de actividades
antiobreras.
Los ejemplos de mano dura público-privada abarcan un amplio
espectro que va desde la huelga ferroviaria de 1877 hasta la deportación
de miles de mineros de Bisbee, Arizona, en 1917. Por supuesto, también
hubo excepciones importantes, entre las que destacan las severas medidas
que tomó el gobierno federal, a comienzos de los años 1870, contra la
asociación patronal más famosa de la historia de Estados Unidos, el Ku
Klux Klan. Sin embargo, muchos investigadores demostraron que, incluso
en este caso, las autoridades lograron pocas condenas y la mayoría de
los dirigentes de la organización evadieron toda responsabilidad legal.
Pocos discreparan con la tesis de que el supersecreto Klan era
una organización terrorista. Esta asociación patronal descentralizada,
dirigida sobre todo por dueños de plantaciones en decadencia,
comerciantes, abogados y dueños de diarios, utilizaba distintas formas
de terrorismo para controlar y explotar a las masas negras evitando toda
interferencia del exterior. Los hombres del Klan quemaban escuelas de
negros y libros, y perseguían a los docentes de las comunidades. En
otros casos recurrían a campañas de intimidación que no necesariamente
culminaban en la violencia física. Por ejemplo, hombres encapuchados
visitaban las casas de los docentes, transmitían crueles ultimátums, y,
en general, les exigían que abandonaran la comunidad en un tiempo
determinado.
Los miembros del Klan golpearon y mataron a miles de
afroestadounidenses. Lo hicieron por dos motivos básicos: para
disciplinar a los «infractores» y para enviar un mensaje inconfundible.
Con una intolerancia absoluta por todo acto de disentimiento, los
hombres del Klan torturaban a mujeres y hombres negros por vagancia, por
intentar votar, por participar en las ligas de la Unión después de la
guerra civil o simplemente por abandonar las granjas y las plantaciones.
También secuestraban y devolvían a los antiguos esclavos a las granjas y
a las cocinas. Si pensaban que un afroestadounidense era rebelde y
particularmente desafiante, simplemente lo mataban.
Las miles de acciones terroristas del Klan ayudaron a empoderar
a la clase dominante de la región y a fundar lo que W. E. B. Du Bois
denominó la «contrarrevolución de la propiedad». Pero había muchas
organizaciones que aplicaban tácticas similares en su combate contra la
indisciplina de los trabajadores. A fines de los años 1880 y comienzos
de los 1890, no había organizaciones del sector privado más mafiosas y
efectivas que las Ligas de Ley y Orden, asociaciones patronales que
combatían a los manifestantes durante las huelgas y expulsaban a
socialistas y anarquistas de las comunidades. Nacidas en pequeñas
comunidades y ciudades grandes como Kansas y Missouri durante la huelga
contra el imperio ferroviario de Jay Gould en la primavera de 1886, las
ligas rápidamente crecieron hacia el sur y hasta el oeste.
En estas comunidades, propietarios, gerentes, abogados y
políticos se reunían en secreto en casas «seguras», portaban armas,
amenazaban a izquierdistas y sindicalistas y acompañaban a los
esquiroles en el combate contra las barricadas. Estas organizaciones
eran fundamentales cuando había que desarmar huelgas, y restauraban
rápidamente los negocios y «la ley y el orden».
Los miembros de las ligas también practicaban métodos de
represión menos agresivos aunque no menos terribles, como despedir a los
activistas sindicales y compartir listas negras. Este proceso, en el
que no solo participaban patrones, sino también periodistas, servía para
asustar y disciplinar tanto a las víctimas directas como a los
trabajadores que permanecían en sus puestos laborales.
La prensa muchas veces repetía la información de las listas
negras y causaba un daño prácticamente irreparable a los trabajadores
despedidos. Muchos de los que permanecían en sus puestos vivían con
miedo y los perseguía la fantasía de un futuro sombrío y precario. En un
estudio sobre las condiciones del trabajo industrial realizado en 1891,
Eleanor Marx Aveling y Edward Aveling mostraron que muchos trabajadores
temían «los horrores de la lista negra».
Los autoproclamados campeones de la ley y el orden también
utilizaban métodos terroristas mortíferos. En 1887, en Thibodaux,
Louisiana, los patrones masacraron por lo menos a treinta huelguistas
negros de los ingenios azucareros y expulsaron a muchos miembros de los
Caballeros del Trabajo. Los portavoces de la alianza público-privada que
perpetuó estos crímenes se autodenominaron «Comité del Orden y la Paz».
Un patrón que simpatizaba con los asesinos celebró el resultado
como una victoria a la vez racial y de clase: «Creo que esto zanjará la
cuestión de quién debe gobernar, si los negros o los blancos, durante
los próximos cincuenta años». Si los violentos miembros de la clase
dominante de Thibodaux no eran terroristas, entonces nadie es
terrorista.
Vino viejo en botella nueva
A comienzos del siglo veinte, en respuesta al malestar creciente de la población frente a la represión de las prácticas sindicales, los patrones y sus aliados cambiaron de enfoque y organizaron cientos de alianzas de ciudadanos en lo que tal vez haya sido el primer movimiento populista de la época. Los miembros de estas organizaciones, básicamente hombres viejos que habían sido parte de antiguas organizaciones terroristas como los Montana Vigilantes, el Klan, la Asociación de Productores de Wyoming y las Ligas de Ley y Orden, combatían contra los sindicatos y generaban lugares de trabajo «open-shop» porque, en palabras de uno de los portavoces del movimiento, querían «proteger a la gente común» (entiéndase, a quienes no participaban de sindicatos).
Aunque las alianzas ciudadanas intentaban presentarse como
defensoras de la gente común, seguían aplicando las mismas viejas
prácticas mafiosas. Basta considerar el comportamiento de los miembros
del Comité Ciudadano de Tampa durante una huelga de trabajadores de una
tabacalera en 1901: casi cien hombres armados secuestraron a trece
dirigentes sindicales a altas horas de la noche, los retuvieron hasta el
día siguiente y después los pusieron en un barco hacia Honduras. Según
un informe, una víctima de estas redadas, Luis Barcia, fue literalmente
arrancado de su cama mientras dormía con su mujer. La joven esposa, que
había sido madre hacía poco, murió de terror y de ansiedad.
Los trece sobrevivientes lograron volver a Tampa, donde
exigieron que el gobierno de William McKinley interviniera a su favor.
J. N. Stripling, el fiscal del distrito, investigó y concluyó que «fue
incapaz de obtener evidencia de transgresiones a la ley estadounidense».
El secuestro recibió mucha atención de la prensa. Pero está claro que
Stripling —que además de abogado era miembro activo de la Cámara de
Comercio de Jacksonville— simpatizaba más con los empresarios
terroristas de Tampa que con los huelguistas multiétnicos.
Poco después de este secuestro, los miembros de una alianza de
ciudadanos de Colorado iniciaron sus propias rondas de abducción, aunque
no tomaron el paso audaz de expulsar a sus víctimas del país. En 1903 y
1904, con asistencia de la Guardia Nacional y asentimiento del
gobernador, atacaron a decenas de miembros de la Federación Occidental
de Mineros, los forzaron a subir a un tren y los amenazaron para que no
volvieran.
Los observadores más perspicaces comprendieron que estaban frente a acciones terroristas. En un artículo publicado en International Socialism en
1904, Max S. Hayes notó que los ataques de las alianzas de ciudadanos
constituían un «reino de terror». «Todos los sindicalistas y todos los
simpatizantes», se quejaba Hayes, «fueron cazados por soldados,
diputados armados y guardianes de la alianza ciudadana ‘‘ley y orden’’,
puestos en una celda y luego deportados a Kansas y Nuevo México».
Aparentemente, después de esta acción, la alianza de ciudadanos de
Colorado llegó a tener casi treinta mil miembros.
Estos hombres, y muchos otros, empleaban técnicas terroristas
porque realmente funcionaban. De hecho, debemos reconocer que existe una
relación entre el desarrollo económico y la violencia patronal.
Consideremos las palabras de J. West Goodwin, que dirigió la
Liga de Ley y Orden en los años 1880 y organizó las alianzas de
ciudadanos a principios del siglo veinte. En 1903, en un artículo sobre
la situación de las empresas publicado en American Industries,
publicación mensual de la Asociación Nacional de Productores, Goodwin
proclamaba con orgullo que confrontar directamente a los trabajadores
desobedientes era necesario para garantizar «la prosperidad permanente y
continua de las industrias que hicieron famoso a este país». En efecto,
Estados Unidos ganó celebridad a la vez por convertirse en el centro
neurálgico de la economía mundial y por sus altos niveles de represión,
que superaban los de otros países industrializados. La violencia
patronal era rentable.
Hoy los think tanks, la prensa
dominante y los políticos parecen tener el privilegio exclusivo de
definir la palabra «terrorismo». La usan sobre todo para referirse a
hombres musulmanes de países de Medio Oriente. Pero un ajuste de cuentas
honesto con el pasado distante y reciente requiere que apliquemos este
término a los patrones y sus aliados, que lejos de proteger a la «gente
común» —educadores republicanos y antiguos esclavos en la
Reconstrucción, sindicalistas en las décadas recientes— pusieron todo su
empeño en aterrorizarla. Lamentablemente, las instancias de terrorismo
patronal nunca desaparecieron y hoy están presentes en la práctica de
los abogados antisindicales, en los regímenes laborales tiránicos, en la
violencia policial y en esos conductores enloquecidos que están
dispuestos a pasar por encima de los manifestantes.
Fuente → jacobinlat.com
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