
Esta somera mirada a la Historia nos lleva a constatar que jamás se ha producido un castigo tan brutal y tan prolongado como el perpetrado en la actualidad con el colectivo de presas y presos vascos.
Este año se han cumplido cinco siglos de la muerte del Mariscal Pedro
de Navarra en la cárcel de Simancas. Símbolo de nuestra independencia,
llevaba seis años preso. Otros independentistas navarros fueron muertos
en batalla, o en el potro del tormento, o fueron desterrados y sus
bienes expropiados, pero no hay constancia de largas condenas de cárcel.
Y lo mismo ocurre a lo largo de toda la Edad Moderna.
Durante el
siglo XIX la crueldad de la guerra azotó Euskal Herria. Fusilamientos
de represalia, destierros a Ultramar y miles de prisioneros, que se
canjeaban o se ponían en libertad nada más acabar el conflicto. Para
1849, con la amnistía de Narváez, todos los vascos exiliados de la
primera guerra pudieron volver. Al final de la última guerra carlista,
los «miembros del extinto Ejército Vasco-navarro», regresaron a sus
hogares sin que nadie osara condenarles por las barrabasadas pasadas.
Era la guerra, y en las guerras se mata y se muere, pero la cárcel, como
los campos de concentración, era algo ligado más a la neutralización
temporal del enemigo que al castigo.
En la Gamazada de 1893, José López Zabalegui, Antero Señorena y otros
patriotas navarros se alzaron en armas, tomaron un fuerte militar y se
echaron al monte por los Fueros. Cuando fueron condenados, la propia
Diputación salió en su defensa y quedaron pronto libres, en prevención
de sublevaciones mayores.
En el primer tercio del siglo XX vemos a
socialistas, comunistas y anarquistas llenar las cárceles, a veces con
largas condenas iniciales, pero siempre muy menguadas por indultos y
amnistías. Julián Zugazagoitia narró muy bien los desvelos de su
partido, el PSOE, para conseguir armas en los intentos revolucionarios
del 1917 y 1934. Indalecio Prieto también andaba en aquellos trasiegos
de armas, como un etarra cualquiera, para defenderse y matar
guardiaciviles en aras a la Libertad. ¡Y cómo se lamentaban aquellos
socialistas porque, en lugar de las 2.000 pistolas robadas en Eibar,
tenían que haber conseguido armas largas, que mataban más y mejor! Es lo
que tiene la logística de la lucha armada.
Todos aquellos
«terroristas» apenas estuvieron dos años en la cárcel y tras el triunfo
del Frente Popular salieron del Fuerte de San Cristóbal entre grandes
ongietorris. Poco tiempo después llegó la Guerra Civil, con sus sangrías
conocidas. Hubo miles de fusilados y miles más condenados a la máxima
pena de cárcel: treinta años. Empero, nadie cumplió largas condenas: a
los pocos años todos eran liberados gracias a «la magnanimidad del
Caudillo». Juan Ajuriaguerra estuvo menos de seis años. Jacinto Otxoa,
el león de Uxue, acumuló la mayor condena de todo el Estado, 26 años en
varias etapas, porque volvía a coger los fierros cada vez que lo
soltaban. Otro rebelde pertinaz, el maquis comunista Marcelo Usabiaga,
estuvo catorce años. Marcelino Camacho y la cúpula comunista de CCOO
juzgada en el Proceso 1001 fueron condenados a penas entre dos y seis
años.
Esta somera mirada a la Historia nos lleva a constatar que
jamás se ha producido un castigo tan brutal y tan prolongado como el
perpetrado en la actualidad con el colectivo de presas y presos vascos.
Datos carcelarios en la mano, el franquismo se queda pequeño ante la
protervia de los «demócratas» españoles. Si la quema de un contenedor
supuso a un joven cumplir diez años, podemos imaginar qué baremo han
utilizado siempre los jueces españoles, tan cuestionados ahora y tan
aplaudidos cuando, borrachos de soberbia e impunidad –y a veces de otras
cosas– enviaban a miles de jóvenes vascos a la tortura primero y luego a
una eterna dispersión carcelaria. Jueces estrella como Marlaska y
Garzón, tan loados por su lucha contra la insurgencia vasca, dan la
medida del grado de mezquindad e hipocresía en la que están sumidos los
dirigentes políticos, mediáticos y judiciales de España.
Estos
días una asociación de víctimas del terrorismo anunciaba en Navarra «su
rabia por el fin de la dispersión». Otra asociación similar solicitaba
prohibir la manifestación de Bilbo del día 7. Estas asociaciones son,
según dicen, «el referente moral de la sociedad española» y puede que
hasta sea verdad. No les basta odiar a los presos vascos; odian y
castigan a sus familiares; odian y persiguen sus expresiones políticas.
Socapado, se vislumbra el odio a todo lo vasco. Un odio colonial,
racial, frío y premeditado, que les lleva a recurrir cada excarcelación;
trampear viejos sumarios; pedir la ilegalización de los partidos
independentistas; defender la impunidad de torturadores y asesinos
cuando son «sus compatriotas».
Tres eran los objetivos que
anhelaba hasta hace poco esa España profunda: la derrota militar de ETA,
la división de la izquierda abertzale y el final de la hegemonía
nacionalista en la CAV. Pero ETA se les escurrió entre las manos; la
izquierda abertzale salió fortalecida y el abertzalismo se afianza día a
día en todos los territorios. ¿Qué les queda para ahogar su rabia y su
frustración? Pues arremeter contra la parte más indefensa: los presos y
presas. Y a prisionero maniatado, gran lanzada, que diría Cervantes.
Esta
política carcelaria, rastrera y cruel, ni ha conseguido raer nuestras
convicciones ni, mucho menos, hacernos más españoles. Lejos de enamorar,
de integrar, España sigue siendo una fábrica de independentistas y de
desafectos. El próximo día 7, en Bilbo, se lo volveremos a recordar.
Fuente → naiz.eus
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