La soledad del rey
La soledad del rey
José Antequera
 

Felipe VI, doña Letizia y la reina Sofía caminan delante, escenificando la unidad de la familia. Detrás, un anciano cansado, abatido, sostenido a duras penas por el brazo de su asistente, avanza cabizbajo y lento, como derrotado o entregado ya a los libros de historia que lo juzgarán más pronto que tarde. Esa imagen de Juan Carlos I en un discreto segundo plano, difundida con toda la intención del mundo por la propia Casa Real durante el funeral de Constantino de Grecia, quedará sin duda para la posteridad. La fotografía fue captada durante las exequias fúnebres y nos deja el resumen perfecto de los tiempos convulsos por los que atraviesa la monarquía española. En primer término, abriendo paso, el hoy más urgente y acuciante de la realeza española, un hoy que no deja de ser incierto, inestable, complejo. En la retaguardia, suficientemente lejos y descolgado del grupo, el ayer, un ayer representado por ese rey otoñal y desenfocado, un ayer decrépito y decadente, una figura casi espectral que queda rezagada de la historia y que no es ni sombra de lo que fue. “Han dejado solo a Juan Carlos”, sentencia Carlos Herrera.

Nadie espera por un anciano, ni siquiera por un rey con un pasado glorioso hasta que empezaron a airearse sus escándalos. Empezamos a morirnos un poco cuando la gente se olvida de nosotros y a Don Juan Carlos lo están trasladando en vida al panteón de la desmemoria. Cuenta la prensa de Villa y Corte que la salud del emérito empieza a preocupar en Zarzuela. Con ochenta y cinco años, veinte visitas al quirófano, un nódulo en el pulmón, un carcinoma, achaques en la cadera y tres bypass qué se puede esperar ya. El aspecto algo deteriorado del patriarca de los Borbones y su dificultad para moverse por sí solo han disparado los rumores y las conjeturas. “¿Qué pasará cuando el emérito caiga enfermo a causa de la edad en su lejano exilio de Abu Dabi?”, se preguntan, crudamente y sin ningún pudor, algunos tertulianos de televisión. “¿Existe un protocolo oficial para trasladarlo a España, se le hará un funeral de Estado?”, se interrogan otros que hablan del vivo como si ya no estuviese en este mundo.

Escuchando a los analistas y todólogos de las mañanas parecería que a la prensa de Madrid le interesa más el rey emérito muerto que vivo. A estas alturas de la película, lo cierto es que sus devaneos con las rubias, sus negocios internacionales y sus cuitas con Hacienda ya no le interesan a nadie. La sempiterna inviolabilidad del jefe del Estado consagrada en la Constitución hace que se conozca de antemano el final de cada affaire del emérito con la Justicia. El pueblo, descreído ya, sabe que cada asunto feo que estalle alrededor del rey emérito terminará inevitablemente de la misma manera (o sea con el consiguiente archivo de la causa) y ese espóiler, ese desenlace esperable y repetitivo, le resta toda emoción informativa al personaje.

La prensa se está cansando de contar siempre la misma historia que ha terminado por convertirse en una tediosa rutina; los españoles, tres cuartos de lo mismo. El periodista vive de la novedad, de las nuevas sensaciones, del morbo de un final tan inesperado como espectacular. Y los dineros de Juan Carlos I han dejado de importar. Si su patrimonio aumenta misteriosamente, tal como han contado Forbes y el New York Times en los últimos años, qué más da a estas alturas. PSOE y PP cerrarán cualquier comisión de investigación, la Fiscalía se agarrará a la inmunidad y los inspectores fiscales o llegarán tarde o le pasarán los impresos para otra regularización a la carta. A estas alturas el pueblo ya sabe que la Justicia no es igual para todos pese a los cuentos de hadas que nos contaba Su Majestad en aquellos entrañables sermones de Nochebuena al calor de la chimenea.

Es todo tan previsible, tan descarada y descarnadamente crudo, que al ciudadano de este país ha dejado de dolerle un drama tan triste como lamentable. Quizá sea por eso que lo que más va a vender a partir de ahora, en esta última etapa de la vida del monarca abdicado, van a ser los amores del pasado y también los últimos días del rey denostado. Una cadena de televisión emite un biopic sobre Bárbara Rey y Ángel Cristo que puede reventar las audiencias, sobre todo el capítulo sobre el monarca y la vedete. El tráiler promete: “Majestad”, le dice ella, dulcemente, a las puertas de palacio. “¿Cuántas veces te he dicho que no me llames así?”, responde él con su habitual campechanía. En las últimas horas la actriz y sex symbol de la Transición ha roto su silencio ante los micrófonos de La Sexta: “He estado en Zarzuela, pero me reservo decir en qué condiciones”. Ni diez escándalos con supuestas comisiones del AVE a la Meca tendrían el impacto mediático de ese titular rosa que funciona como un cebo brutal. De momento la campaña de promoción de la serie está servida y hasta el rey emérito, allá en su exilio de Abu Dabi, donde también debe haber parabólicas, va a ver el culebrón del siglo.

Más allá de las cuentas ocultas, de las fundaciones pantalla, de los paraísos fiscales, yates, mansiones y fortunas que le florecen a Juan Carlos sin que nadie sepa cómo, la prensa empieza a escribir el otro epílogo de un rey caído en una desgracia casi shakesperiana. Algunos creen que aireando su decadencia física, y lanzando rumores sobre el funeral de Estado que se aproxima, aún se le puede sacar algo de leña al árbol caído, como hicieron las revistas del papel cuché cuando palmó Franco. Ya están preparando las portadas.


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