El científico social Michael Billig definió la cotidianeidad en las sociedades modernas como una sucesión de hábitos cuya naturaleza escondía un interés simbólico. Las naciones usaban nuestro día a día para replicarse en el ideario de sus ciudadanos. Somos lo que somos a través de la personalidad de ese yo superior que es la nación. Los historiadores llevan décadas preguntándose cuánto de real hay en esa simbología y cómo de inherente es la identidad nacional a las sociedades humanas. Por fortuna hoy sabemos mucho de las naciones y su origen. Décadas de trabajos nos han ayudado a construir una explicación rigurosa, racional y coherente al surgimiento y articulación del nacionalismo. En este artículo repasamos algunas de esas claves.
Todo comenzó con la percepción del individuo. Explicaba Roy Baumeister en su ensayo Identity: cultural change and the struggle for self, que la transformación de las sociedades tradicionales en modernas partió de un cambio de paradigma en la forma de entender la identidad personal. Mientras que, durante el Antiguo Régimen las sociedades occidentales se estructuraron en torno a grandes colectivos (nobleza, campesinado, clero, realeza, etc.), las sociedades modernas iban a desplazar al grupo en favor del individuo. En un proceso de apenas 80 años el individuo pasó a convertirse en el centro de las sociedades europeas. Ese desplazamiento fue una consecuencia lógica de las grandes revoluciones liberales y el nuevo aparato teórico heredado de la Ilustración. Este fue el primer paso en el florecimiento del nuevo concepto de identidad. Era necesario superar el modelo social estamental que había dominado a las sociedades europeas, para que el paradigma liberal floreciera. Asegura el antropólogo Ernest Gellner que las sociedades tradicionales se organizaban en grupos sociales de naturaleza completamente diferenciada. Los estamentos no solo carecían de conexión entre sí, sino que a menudo no hablaban ni el mismo idioma. Por eso, como explica el historiador Benedict Anderson en su ensayo Comunidades imaginadas, la aparición del nacionalismo tuvo una estrecha relación con la quiebra del soporte ideológico de los colectivos tradicionales. Anderson cree que los dos grandes aglutinadores del Antiguo Régimen fueron la monarquía y el cristianismo. La crisis de estas dos estructuras abrió el camino al nuevo organigrama social. Los síntomas fueron muchos, pero dos destacaron por su impacto: el abandono progresivo del latín y la difusión de la Ilustración. Con la expansión de las lenguas vernáculas como principal vehículo de comunicación se produce un doble proceso transformador. De un lado se quebró la dualidad lingüística propia de los estamentos, permitiendo una cierta homogeneización cultural en los diferentes reinos. Mientras que, del otro las lenguas vernáculas resquebrajaron lo poco que quedaba de la unidad simbólica en el cristianismo occidental. Algo parecido sucedió con la monarquía absoluta. La Ilustración inhabilitó una parte importante del relato legitimador de las principales monarquías europeas. El origen divino del poder se sumergió en franca decadencia a lo largo del siglo XVIII entre los círculos ilustrados del continente. A la larga, el resultado fue la crisis de las principales dinastías europeas. Las monarquías mejor posicionadas en este nuevo escenario lograron sobrevivir, pero solo mediante un complejo proceso de nacionalización que culminó en la Primera Guerra Mundial con los resultados ampliamente conocidos.
Superada la fase estamental, los flamantes Estados liberales empezaron a organizarse desde una óptica que podríamos llamar economicista. Las sociedades industriales necesitaban, para sostener su crecimiento económico, una mayor movilidad entre clases y una mejor integración. Era necesario superar las viejas fronteras invisibles del Antiguo Régimen y desarrollaron unos patrones de movilidad social diferentes. La mejor manera de garantizar esa movilidad fue asegurando la integración homogénea de los ciudadanos de esos nuevos Estados. Los estados que antes entendieron esto, fueron los primeros en articular potentes sistemas nacionales de educación. Para Ernest Gellner en su ensayo Naciones y nacionalismos no puede entenderse la difusión de la ideología nacionalista sin el éxito de estos sistemas educativos. ¿Pero cómo articularon ese nuevo discurso aglutinador en tan poco tiempo y con tanto éxito? La respuesta estaba en el pasado. Dado que la nación no es el estado natural de los colectivos humanos, fue necesario un enorme esfuerzo organizativo sobre las bases culturales existentes. El único sistema organizativo capaz de articular semejante transformación, asegura Gellner, fue el viejo Estado moderno. Por eso las nuevas élites liberales superpusieron los nuevos Estados sobre las viejas estructuras de las monarquías europeas. Para que la operación tuviera éxito se dependía en buena medida del punto de partida. Cuanto mejor y más desarrollada estuviera la cultura identitaria del viejo Estado, más sencillo resultaba generar una nueva cultura oficial. A este respecto resultan esclarecedoras las palabras del historiador Eric Hobsbawm en Naciones y nacionalismos desde 1870: «son los Estados los que construyen las naciones y no al revés». Por eso aquellos Estados cuya sociedad se encontraba mejor articulada, tuvieron un punto de partida mejor y les resultó más sencillo implementar el nuevo discurso identitario. El propio Hobsbawm denominó como principio de umbral a ese conjunto de factores de índole económico y cultural cuya presencia predispone el salto evolutivo desde el reino, al nuevo Estado-nación. Aunque los factores de ese umbral son muy diversos (cultura, historia, tradición, etc.), dos van a resultar claves en este proceso: la lengua y las tradiciones. Ambas van a ser los grandes caballos de batalla de la construcción de la identidad nacional a lo largo del siglo XIX. Como resultado de ello va a surgir toda una política de edificación nacional en los nuevos Estados-nación surgidos de las revoluciones liberales. Esa política giró en torno a la implantación de una lengua común en el territorio, pero también a la creación de una nueva tradición identitaria. La revolución de las identidades se había iniciado.
En su libro La invención de la tradición, Hobsbawm indaga en el proceso de construcción de las nuevas prácticas simbólicas y tradiciones implantadas en algunos Estados del Imperio británico y Europa. Estas nuevas tradiciones no abandonan el principal objetivo: crear una nueva legitimidad a través de la historia, la cohesión social y la implantación de un nuevo sistema de valores. El objetivo estaba claro, era necesario que los nuevos estados aumentaran su capacidad de movilización social. El nuevo Estado nación era una máquina muy bien engrasada y extremadamente productiva. Necesitaba ciudadanos homogeneizados lingüística y culturalmente para optimizar al máximo las posibilidades económicas. En este sentido, el concepto de lealtad colectiva va a jugar un importante papel en esta nueva configuración social. Como explica la socióloga Montserrat Guibernau, una vez que el individuo asume la identidad colectiva como propia, esta se ve absorbida por una realidad mayor. Una especie de identidad primordial que permite al individuo trascender su existencia mundana. Los ciudadanos, ahora miembros de una nación, proyectan sus intereses, objetivos, esperanzas y rasgos comunes en esa nueva realidad colectiva. No es de extrañar que el Estado-nación se convirtiera en la mayor máquina movilizadora de soldados jamás conocida.
El éxito de estos nuevos Estados dependía en gran medida de la aceptación de este nuevo paradigma nacional. Cuanto mejor y más eficiente fuese esa aceptación mayor capacidad de movilización tendría el Estado a la postre. La historiadora francesa Anne-Marie Thiesse estudió este proceso en su ensayo La creación de las identidades nacionales. La creación de una cultura nacional soportada en diferentes elementos difusores, como la literatura, el arte o las instituciones culturales fue una práctica común a lo largo de todo el siglo XIX. Se edificó con relativa facilidad un catálogo de símbolos, prácticas e instituciones culturales que permitían identificar con sencillez la imagen cultural de la nación. Y todo ello se hizo jugando con los elementos culturales preexistentes y dotando al proceso de una innegable connotación natural. Desde este prisma, la nación ya existía desde tiempos inmemoriales, el nuevo Estado tan solo había venido a situarla en el lugar que merece. Se iniciaba una retórica que pronto fagocitaría todas las disciplinas del saber humano. Ahora no tenía sentido hablar de Historia, Arte, Literatura o Física, sino Historia de Francia, arte ruso o Física alemana. La nación estaba detrás del conocimiento. La lógica nacional inundó el universo cultural secuestrando el relato colectivo de nuestra especie y segmentándolo en parcelas artificiales. No es de extrañar que muchos de estos Estados iniciaran una potente política de apropiación de la historia. En este sentido, la sociología ha ayudado mucho a comprender qué papel jugó el pasado en la edificación de las identidades modernas. El sociólogo británico Anthony Smith fue uno de los primeros en destacar la importancia del patrimonio simbólico de las tradiciones y la memoria colectiva como base para la configuración étnica. Sin esas piezas las nuevas identidades habrían sido sencillamente una quimera. Smith argumenta que la construcción del relato nacional se fraguó en base a las tradiciones y la memoria colectiva de las poblaciones. Así era sencillo identificar los rasgos de la etnia nacional, pues siempre habían estado ahí. Como las naciones culturales eran algo preexistente, tan solo había que desarrollar esa realidad social y elevarla a la categoría de nación. El nuevo marco identitario de los colectivos étnicos y nacionales representó una nueva forma de vernos a nosotros mismos.
El resultado ha legado a la historia uno de los modelos organizativos más eficientes de nuestra especie. El mundo de hoy es un mundo basado en Estados-nación y en el que la mayor parte de nosotros nos agrupamos en torno a identidades nacionales. Pero no hay que perder de vista que nuestro pasado está repleto de experiencias cuyos fracasos nos enseñan mucho de los límites de nuestra capacidad para organizarnos. Por muy seductora que sea la correlación entre las sociedades de nuestro pasado y sus reflejos de la actualidad, ni sus protagonistas, ni sus realidades, ni su universo mental caben dentro de nuestras ensoñaciones nacionalistas contemporáneas. Extender nuestra percepción del colectivo a sociedades que vivieron hace cinco siglos es uno de los errores más dañinos de la revolución de la identidad. La realidad identitaria humana es compleja y cambiante, y lo que hoy es un éxito mañana puede ser historia.
- BAUMEISTER, R.: Identity: cultural change and the struggle for self. 1986. Oxford.
- GELLNER, E.: Naciones y nacionalismo. 2001. Madrid.
- ANDERSON, B.: Comunidades imaginadas. 1993. México DF.
- HOBSBAWM, E.: Naciones y nacionalismos desde 1870. 1998. Barcelona.
- HOBSBAWM, E.: La invención de la tradición. 2002. Barcelona.
- GUIBERNAU, M.: Identidad. Pertenencia, solidaridad y libertad en las sociedades modernas. 2017. Madrid.
- THIESSE, A-M.: La creación de las identidades nacionales. 2010. Madrid.
- SMITH, A.: La identidad nacional. 1997. Madrid.
Fuente → lasoga.org
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