
El pacto de no agresión firmado en el aire en los albores de la transición entre las nuevas fuerzas democráticas emergentes y los colaboracionistas es una de las más sutiles y paradójicas convenciones realizadas en este país a lo largo de toda la historia.
El
pacto de no agresión firmado en el aire en los albores de la transición
entre las nuevas fuerzas democráticas emergentes y los
colaboracionistas es una de las más sutiles y paradójicas convenciones
realizadas en este país a lo largo de toda la historia. Es seguro que no
se firmó nada. Los historiadores del futuro no encontrarán papeles ni
cartapacios repujados con las rúbricas de los responsables. Habrán,
simplemente, de colegir su existencia a partir de indicios racionales,
de piezas sueltas que sólo encajan de una determinada manera en el
rompecabezas de la época.Este pacto, aún no bautizado por los
historiadores, a pesar de tener más de 13 años de edad, no es hijo en
absoluto de la política de reconciliación nacional (PRN),
de filiación comunista, promulgada mucho tiempo antes. Permítanme,
pues, erigirme en sacerdote nominador y aplicarle el calificativo de pacto de silencio.
¿Qué significaba aquel extraño y quizá imprescindible convenio
susurrado entre las sombras de la noche, de manera un tanto vergonzante,
y del que no se podría tomar acta pública? Venía a intercambiar la
culpabilidad de un grupo por las manos libres del otro. La culpabilidad
la llevaban a cuestas los que habían colaborado más o menos
estrechamente con el franquismo, pero estaban dispuestos a
desengancharse y a caucionar el nuevo sistema. Por su parte, los
demócratas del más diverso signo obtenían así la posibilidad de actuar
en un nuevo marco conducente a la libertad. El pacto era, ciertamente,
de no agresión. Los colaboracionistas se beneficiarían de un manto de
silencio; se les trataría como si nada hubiera ocurrido. Ni siquiera
sería necesairio recurrir a una ley de obediencia debida. Es más, su
concurso para la construcción del nuevo edificio político se consideraba
no sólo útil, sino imprescindible. Fraga sería el paradigma de aquel
tácito apretón de manos. De esta abracadabrante manera, don Manuel se
convirtió en pilar de la transición; se daba un tajo a la historia y se
convenía que el currículo de Fraga daba comienzo en 1975.
Los
intereses nacionales estaban por encima de todo. No seré yo quien
contradiga tan solemne declaración, Pero eso no puede hacer ocultar la
realidad de un modus vivendi acordado oprobiosamente (producto
del precario equilibrio de fuerzas) y que conduciría a un retorcimiento
de la interpretación histórica de consecuencias nefastas.
El pacto de silencio
tuvo un cierto carácter retroactivo, y así alcanzó a situaciones y
personajes de calado más profundo, que se beneficiaron del mismo por
carambola. No obstante la libertad de expresión, todos parecían de
acuerdo en que aún no era prudente mentar la bicha. De esta forma
fue surgiendo un lenguaje idóneo a las exigencias del pacto, cuya
máxima expresión fue el eufemismo "anterior jefe del Estado". Desde el
punto de vista institucional se produjeron situaciones peregrinas,
circunloquios desvergonzados, sobreentendidos cómicos. Había que seguir
alimentando al león dormido, no fuera a ser que largara aún algún
zarpazo peligroso. La simbología, la imaginería tradicional de la
izquierda, fue sacrificada en favor de gestos más discretos. El caudillo ya no era el caudillo, sino el general; la dictadura ya no era la dictadura, sino el régimen anterior.
Bien es cierto que se produjo un relativo reajuste en la interpretación
pública de la guerra civil (en televisión, por ejemplo), dándose paso a
versiones más objetivas, pero finalmente todo acababa en 1939.
El pacto de silencio se remontaba prácticamente hasta 1940. Más lejos, la cosa era historia, y
el león quizá admitiría ya ópticas más avanzadas. El hecho es que toda
una maquinaria lingüística se puso en marcha para desfigurar el pasado,
al menos en el grado conveniente.
Durante estos años, la
bibliografía sobre el franquismo sufrió un parón considerable en
beneficio de una avalancha de libros urgentes sobre la transición y el
socialismo. Sin duda ha operado en ello el interés periodístico, pero no
cabe ignorar la influencia del pacto de silencio sobre este
fenómeno significativo. Es como si el franquismo se hubiera visto
agraciado con una tregua histórica, como si la historiografía le hubiese
concedido un tiempo de hibernación. Al fin y al cabo, ¿los 40 años no habían acabado por aburrir al personal?
Bajo
esa superficie, sin embargo, seguía vivo el pálpito, algo que ya está
emergiendo y que lo hará sin duda con más fuerza en el futuro: se trata
de una nueva máscara de la historia, un new look sobre el
franquismo. No me estoy refiriendo a una resurrección política operativa
ni a un nuevo intento golpista, sino a la evocación irónica del viejo
dicho hispano de .así se escribe la historia".
A medida que pasan
los años y los testigos van siendo despeñados por el tiempo -como diría
el poeta-, la carne y la sangre de la realidad se convierten en materia
de la memoria; inician su acción el difinnino y la distancia, la pasión
remite, y la historia va siendo penetrada por elementos ajenos,
extrafios, muchas veces interesados. El transcurso del tiempo produce un
cansancio en los protagonistas, aquejados al fin de miopía.
Todos
estos datos son dignos de tener en cuenta a la hora de explicar por qué
Napoleón, que fue considerado como un monstruo en casi toda la Europa
de su época, al cabo de los aflos pasó a ser el inventor del código de
su nombre, el introductor de la modernidad en los países conquistados,
el gran benefactor.
Atento a los reportajes de estos pasados días
sobre doña s Carmen Polo, no he podido dejar de sentir el escalofrío de
la mentira generalizada, la huella del pacto de silencio que
aún parece seguir involucrándonos a y todos. No entro en el caso puntual
de esta señora, sino en lo s que a través de ella era evocado como
historia. ¿Esa visión de a los 40 años dada por los medios de
comunicación se refiere a los mismos 40 años que yo he vivido? ¿No será
que, de verdad, ha comenzado el proceso que más arriba he tratado de
explicar?
Está bien tener piedad por un muerto, en este caso doña
Carmen Polo. Soy el primero en manifestarla. El problema es que esa
compasión pueda convertirse en el cristal a través del que se contemple
la historia de mi vida, es decir, la historia del caudillo, de Franco, del dictador, del anterior jefe del Estado.
Mi impresión es que el inconsciente colectivo del pueblo español -ayudado, entre otras cosas, por el pacto de silencio- ha iniciado el proceso de revisión de Franco y de la dictadura. Una especie de versión light
se está apoderando de esta historia, que, lenta pero segura, camina
hacia la adulteración. A este paso, ¿cuántos años tardará este país en
admitir que Franco fue un prócer bienintencionado que tuvo que
enfrentarse con la horrible crueldad de una guerra civil, que encaró la
posguerra con valentía, que supo encarrilar al país por la senda del
desarrollo económico, que proporcionó trabajo y seguridad, que
restringió las libertades porque no tuvo más remedio y que murió
cristianamente en la cama después de dejar todo atado y bien atado? ¿Así
que pasen 15 años se podrá seguir diciendo, sin que te saquen los
colores, que aquello fue una dictadura, y él, un dictador?
Lejos
de mí invocar odio alguno ni revanchas a esta alturas. Sólo me preocupa
una cosa (y es historia): si el dictador llega a convertirse en prócer
benéfico, ¿qué sentido tiene que Simón Sánchez Montero, por poner un
ejemplo, resistiera la tortura casi hasta el límite de sus fuerzas?
Fuente → elpais.com
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