Dolencias y trastornos. La política sexual de la enfermedad

Dolencias y trastornos. La política sexual de la enfermedad

Traducción libre de Anna Prats de la Introducción de Complaints and disorders; the sexual politics of sickness (1973), de Barbara Ehrenreich y Deirdre English.


Una perspectiva sobre el rol social de la medicina
 
 
El sistema médico es estratégico para la liberación de las mujeres. Es el guardián de la tecnología reproductiva: del control de la natalidad, del aborto y de los medios para un parto seguro. Nos promete librarnos de cientos de temores y malestares tácitos que nos han incapacitado a lo largo de la historia. Cuando reivindicamos el control sobre nuestros cuerpos, hacemos esta reivindicación sobre todo al sistema médico. Es el guardián de las llaves.

Pero el sistema médico también es estratégico para la opresión de las mujeres. La ciencia médica ha sido una de las fuentes más poderosas de ideología sexista en nuestra cultura. Las justificaciones para discriminar sexualmente -en la educación, en el trabajo, en la vida pública- se basan en última instancia en una cosa que diferencia a las mujeres de los hombres: sus cuerpos. Las teorías de la superioridad masculina, en definitiva, se basan en la biología.

La medicina se sitúa entre la biología y la política social, entre el “misterioso” mundo del laboratorio y la vida diaria. Hace interpretaciones públicas de la teoría biológica y administra los frutos médicos de los avances científicos. La biología descubre las hormonas y luego los médicos hacen juicios públicos sobre los “desajustes hormonales” que hacen que las mujeres no sean aptas para un cargo público. En términos más generales, la biología rastrea los orígenes de las enfermedades y los médicos dictaminan quién está enferma/o y quién está bien.

La principal contribución de la medicina a la ideología sexista ha sido describir a las mujeres como enfermas y como potencialmente infecciosas para los hombres.

Por supuesto, la medicina no inventó el sexismo. La idea de que las mujeres son “enfermas” o versiones defectuosas de los hombres es más antigua que el Edén. En las tradiciones del pensamiento occidental, el hombre representa la totalidad, la fuerza y la salud. La mujer es un “varón defectuoso”, es débil e incompleta. Desde que Hipócrates se lamentaba de las “dolencias perpetuas” de las mujeres, la medicina no ha hecho más que hacerse eco del sentimiento masculino dominante: ha tratado el embarazo y la menopausia como enfermedades, la menstruación como un trastorno crónico y el parto como una intervención quirúrgica. Al mismo tiempo, la “debilidad” de las mujeres nunca le ha impedido el trabajo pesado ni su “inestabilidad” la ha descalificado de la responsabilidad absoluta en la crianza.

En la psicología del sexismo, el desprecio siempre va unido al miedo. Si las mujeres están enfermas, siempre existe el peligro de que infecten a los hombres. Los tabúes de la menstruación y del posparto, que sirven para proteger a los hombres de la “impureza” femenina, son casi universales en las culturas humanas y no es sorprendente que sean los tabúes más estrictos en la mayoría de sociedades patriarcales. Históricamente, la medicina ha ratificado los peligros que suponían las mujeres al describirlas como el origen de las enfermedades venéreas. Hoy en día es más probable que se nos considere peligrosas para la salud mental por ser castradoras de hombres y dominantes destructivas de sus crías.

La medicina heredó de la religión su rol de guardiana de la ideología sexista. Las primeras escrituras cristianas están llenas de exaltaciones que describen a las mujeres como inferiores a nivel espiritual y cuya sexualidad contagiosa es capaz de arrastrar a los hombres hacia el fango de la pasión. “Toda mujer debería avergonzarse de ser mujer”, escribió Clemente de Alejandría (c. 150-215). Y San Juan Crisóstomo (c. 347-407), un predicador de la iglesia primitiva que una vez empujó a una mujer por un acantilado para demostrar su inmunidad a la tentación, dijo: “De todas las bestias salvajes no hay ninguna tan dañina como la mujer”. En la Europa medieval, fue la Iglesia la que reguló la reproducción femenina, legislando sobre el aborto y la contracepción, prohibiendo el uso de hierbas para aliviar el dolor del parto. Prohibía a las mujeres recibir los sacramentos durante la menstruación y las semanas siguientes al parto. Controlaba la concesión de licencias a las matronas y, en algunos casos, la de los médicos en general.

El protestantismo estadounidense también se resistió a la legalización de la contracepción y el aborto, e incluso al uso de la anestesia en el parto. Pero en general adoptó una visión más benigna y paternalista de las mujeres. Les concedió espiritualidad, aunque solo al precio de renunciar a su sexualidad. Les concedió “igualdad” si se mantenían dentro de la “esfera designada por Dios”, la de la vida doméstica. Y el protestantismo, a diferencia del catolicismo, estaba dispuesto a aunar esfuerzos con la ciencia para descubrir y mantener el “orden natural” de las cosas. Los líderes religiosos del siglo XIX complementaban alegremente las justificaciones religiosas del sexismo con las biomédicas, de reciente desarrollo. Poco a poco, las supuestas debilidades físicas de la mujer se impusieron a sus defectos morales como fundamento de la supremacía masculina. La secularización de la dominación masculina ha avanzado rápidamente solo en las últimas décadas: la contracepción es legal cuando la administran los médicos. El aborto ya no es un escándalo moral sino un asunto “entre la mujer y su médico”.

Por tanto no es accidental que a día de hoy el movimiento de liberación de las mujeres haga tanto énfasis en la salud y las cuestiones del “cuerpo”. Las mujeres dependen del sistema médico para el control más básico de su propia reproducción. Al mismo tiempo, los encuentros de las mujeres con el sistema médico las enfrentan cara a cara con el sexismo en sus formas más inequívocamente crudas e insultantes.

Nuestra motivación para escribir este folleto tiene su origen en nuestras propias experiencias como mujeres, como consumidoras del sistema de salud y como activistas del movimiento de mujeres por la salud. Al escribir hemos tratado de ver más allá de nuestras propias experiencias (y rabia) y entender el sexismo médico como una fuerza social que ayuda a configurar las opciones y los roles sociales de todas las mujeres.

Nuestro enfoque es principalmente histórico. En las primeras secciones de este folleto tratamos de describir la contribución de la medicina a la ideología sexista y a la opresión sexual desde finales del siglo XIX hasta principios del XX (aproximadamente desde 1865 hasta 1920 aunque algunos de los pocos libros médicos importantes se escribieron antes). Escogimos empezar con este periodo porque se presenció un cambio pronunciado de justificación para el sexismo, de la religiosa a la biomédica, así como la formación de la profesión médica tal y como la conocemos: una élite masculina con un monopolio legal sobre la práctica médica. Sentimos que este periodo ofrece una perspectiva esencial para poder entender nuestra relación con el sistema médico moderno. En las dos últimas secciones intentamos aplicar esta perspectiva a nuestra situación actual y a los asuntos que nos conciernen en el presente.

Queremos dejar claro que no hemos intentado escribir una historia social definitiva de las mujeres y la medicina en Estados Unidos, ni hacer una evaluación objetiva de la salud de las mujeres o de la calidad de su tratamiento médico, pasado o presente. Nuestro interés principal reside en las ideas médicas sobre las mujeres, en particular las ideas y temáticas que nos han interesado particularmente y que parecen explicar nuestra propia condición. Confiamos en que se tome lo que hemos escrito no como un trabajo finalizado sino como una invitación para ir mucho más allá.

En este folleto nuestro foco está puesto en las mujeres y en su relación con las prácticas y creencias médicas. Pero el contexto va más allá de la propia medicina y abarca a todos los grupos oprimidos. En el periodo histórico que hemos estudiado, la ciencia en general se invocaba para justificar las desigualdades sociales impuestas mediante la raza, la clase y el sexo. La tecnología industrial -además del trabajo de millones de personas- estaba generando la riqueza de la élite empresarial que todavía gobierna en Estados Unidos. Si la tecnología podía hacer a algunos hombres ricos y poderosos, seguro que la ciencia podría justificar su poder. El racismo, igual que el sexismo, parecía pasar del terreno de los prejuicios a la luz de la ciencia “objetiva”. Se describía a los inmigrantes negros y europeos como genéticamente inferiores a los protestantes anglosajones blancos, por tener cerebros más pequeños, músculos más grandes y un sinfín de rasgos sociales “heredados”. Las opresiones de raza y clase, al igual que la opresión sexual, no eran antidemocráticas, eran simplemente “naturales”.

Durante este periodo de transición la moralidad todavía estaba mezclada con la ciencia en la ideología de la dominación. Los científicos creían que los rasgos morales -como la supuesta vagancia de los negros o la tendencia a los trastornos de los inmigrantes irlandeses- eran hereditarios. Los funcionarios de salud pública hablaban de las “leyes sanitarias de Dios”, y los médicos se veían a sí mismos como los guardianes morales, además de físicos, de las mujeres. Actualmente la transición casi ha llegado a su fin: la ciencia no necesita asistencia desde el púlpito. Cuando juzga el cociente intelectual de los negros o las diferencias psicológicas entre los sexos determinadas prenatalmente solo está siendo “objetiva”. El desvanecimiento de los últimos vestigios de moralismo religioso de la ideología científica la ha hecho tanto más desconcertante, tanto más eficaz como herramienta potencial de dominación. Esperamos que el relato presentado aquí contribuya a la confianza y la habilidad de la gente para ver más allá de los disfraces “racionales” y “científicos” del poder.



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