El desarrollo del movimiento obrero en España tiene sus orígenes
en el mismo momento en que empieza a industrializarse el país,
sustituyendo el feudalismo imperante hasta entonces por el modo de
producción capitalista, siguiendo la estela del resto de países
europeos. A partir de este momento, a mediados del siglo XIX, el
asociacionismo obrero evolucionó desde las sociedades de socorros mutuos
y las agrupaciones de oficios semi-artesanales hacia fórmulas más
desarrolladas, conforme el propio capitalismo evolucionaba a fases más
avanzadas, hasta llegar al modelo sindical que hoy conocemos. Durante
este proceso, la mayor parte del tiempo, las organizaciones obreras de
clase actuaron en duras condiciones de clandestinidad y represión, algo
que lejos de amilanar a la clase obrera española le sirvió para
adaptarse a los diferentes contextos a los que la lucha de clases la
abocó.
Los orígenes del sindicalismo en España
A pesar de que con las Cortes de Cádiz supuestamente se abolía el
sistema gremial, la vuelta del absolutismo y el escaso desarrollo
industrial durante las primeras décadas hicieron que hasta 1839, con el
impulso del liberalismo y el poder burgués en España, no se crearan las
primeras asociaciones de trabajadores. Estas organizaciones, que tenían
un carácter exclusivamente benéfico y asistencial, fueron en ocasiones
apoyadas por las propias autoridades en tanto que libraban al nuevo
Estado de cubrir determinadas necesidades de la incipiente/pujante clase
obrera.
Las organizaciones, destinadas a luchar directamente en defensa de
la clase obrera contra los nuevos magnates industriales, se vieron
relegadas a la clandestinidad, con un código penal cada vez más
restrictivo respecto al asociacionismo obrero. Prueba del miedo que
tenía la nueva burguesía en el poder fueron los diversos cambios
legislativos acometidos entre 1848 y 1853, durante el periodo
conservador. Conforme aumentaba cuantitativamente la clase obrera y
trataba de organizarse, se incrementaban proporcionalmente las
dificultades para su asociación por parte del poder político.
Lejos de amilanarse, la clase obrera siguió aumentando de grado en
grado su organización en la creciente industria catalana a través de la
constitución de una confederación de sociedades obreras conocida como
“Unión de Clases”, llegando a provocar un cierre patronal en 1855. Fue
en julio de ese mismo año cuando se tiene registrada la primera huelga
general en España por el derecho de asociación y la jornada laboral de
10 horas bajo el lema “¡Asociación o muerte!”.
La expansión del movimiento obrero en España era una realidad y sus
reclamaciones llegaron a las Cortes tras una recogida de firmas
realizada exclusivamente entre proletarios que alcanzó una nada
desdeñable cifra de 33.000 signaturas, y que decía lo siguiente: “Hace
años que nuestra clase va caminando hacia su ruina. Los salarios
menguan. El precio de los comestibles y el de las habitaciones es más
alto. Las crisis industriales se suceden. Hemos de reducir de día en día
el círculo de nuestras necesidades, mandar al taller a nuestras
esposas, con perjuicio de la educación de nuestros hijos; sacrificar a
estos mismos hijos a un trabajo prematuro. Es ya gravísimo el mal, urge
el remedio y lo esperamos de vosotros” (Exposición presentada por la
clase obrera a las Cortes de Cádiz, 7 de septiembre de 1855).
Este poso organizativo se mantuvo durante los años posteriores y las
masas obreras recibieron con júbilo la Revolución Gloriosa de 1868, la
cual parecía prometer un gran abanico de libertades hasta entonces
restringidas a la élite de la sociedad. Estos ánimos fueron rápidamente
apagados por el agua fría de la represión contra la I Internacional, que
fue prohibida en España y se vio obligada a actuar en la más estricta
clandestinidad.
La Restauración y los primeros sindicatos de clase
La Restauración borbónica, que abarca un amplio arco temporal de
media centuria, supuso una etapa de calma política, asegurada por la
corrupción electoral y el turnismo entre progresistas y moderados. Este
periodo de orden parlamentario, que contrastaba con el alto índice de
golpismo de décadas pasadas, asentó el desarrollo del capitalismo
español que ya venía gestándose durante los dos primeros tercios del
siglo XIX. Entre 1875 y 1886 la producción industrial creció un 1300% y
la extensión de la red de ferrocarriles aumentó un 2500% (El movimiento
obrero en la historia de España, M. Tuñón de Lara). España empezaba a
ser una potencia industrial de segundo orden destinada, sobre todo, a la
exportación de su producción a las principales potencias europeas y a
los países con relación colonial. Este crecimiento exacerbado de las
ganancias de la pujante burguesía española no repercutió en una mejora
de las condiciones de vida de las masas obreras que empezaron a
aglutinarse en los barrios y municipios industriales de Barcelona y
Madrid, principalmente, donde el índice de mortalidad era el doble que
en los barrios acomodados de dichas ciudades.
En este contexto asistimos al convulso desarrollo de las
organizaciones de la I Internacional. El primer conflicto se da en el
marco de las disputas entre las corrientes anarquistas, caracterizadas
por su heterogeneidad y eclecticismo, presentes mayoritariamente en
Barcelona y Andalucía y las socialistas, hegemónicas en la federación
madrileña, dirigida por Pablo Iglesias, la cual editó entre 1871 y 1874
el semanario La Emancipación, pudiendo aludir que es dicha publicación
la primera en España de corte abiertamente marxista. Este conflicto
acabará saldándose con la expulsión de la federación madrileña de la
Federación Regional Española de la AIT (FRE).
En las filas del anarquismo, a pesar de conseguir la hegemonía en la
federación española, no estuvieron exentos de conflicto ni de
divergencias. La FRE acabó disolviéndose debido a las disputas internas
entre las posiciones abiertamente bakuninistas, defendidas
mayoritariamente por las organizaciones andaluzas, y la vía reformista,
por la que apostaban las catalanas, siendo ambas regiones las que
contaban con la mayor parte de la afiliación a la AIT. El anarquismo, si
bien tuvo un desarrollo amplio desde una perspectiva general, vivió en
una constante guerra interna hasta la clarificación política que
experimentó la Confederación Nacional del Trabajo (CNT) en 1919, cuando
apostó por el anarcosindicalismo. Hasta entonces, las disputas entre las
posiciones bakuninistas, tendentes a la postura sindical, y las
kropotkinianas, que apostaban por la vía terrorista, llevaron a
continuos callejones sin salida e hicieron perder gran parte de la
referencialidad entre las masas obreras que tuvo la organización oficial
de la AIT en España, algo que actuó en beneficio de la penetración de
las ideas socialistas entre los trabajadores.
Precisamente, estos socialistas que comenzaron a frecuentar los cafés
madrileños y que tenían una incipiente presencia entre los
telegrafistas, empezaron a tejer relación con los dirigentes marxistas
de la Internacional gracias a la presencia de Lafargue de España tras la
represión de la Comuna de París y hasta 1873, y al posterior exilio en
Francia de José Mesa, lo cual marcó las influencias políticas francesas
del socialismo español.
La correspondencia entre Pablo Iglesias y Friedrich Engels a partir
de 1879, año de fundación del Partido Socialista Obrero Español (PSOE),
fue además, si bien no profusa, sí constante durante muchos años. La
creación del PSOE y la difusión de publicaciones como El Obrero,
periódico lanzado en 1880 y donde colaboraban tanto socialistas como
dirigentes de las asociaciones de socorro mutuo que habían roto con el
anarquismo imperante en la FRE, o El Socialista, órgano de expresión del
PSOE, permitieron la expansión por todo el territorio nacional de las
ideas socialistas.
En 1888, el crecimiento lento pero paulatino del socialismo llevará a
la fundación de la UGT el 14 de agosto, aprovechando la reciente ley de
asociaciones aprobada durante el Gobierno largo de Sagasta. Con la UGT y
el PSOE, sindicato y partido, el socialismo español entra dentro
definitivamente de la gran familia socialdemócrata europea, bajo la
batuta del socialismo alemán.
Las primeras décadas del siglo XX: del trienio bolchevique a la dictadura de Primo de Rivera
El comienzo del siglo XX supuso una gran expansión de las filas de
la UGT, que cuadruplicó el número de afiliados entre 1900 y 1910 e
incorporó a un gran número de nuevos sectores. Aunque seguía
predominando el perfil de trabajador semi-artesanal con cierta
cualificación en su oficio, poco a poco se van a ir sumando nuevos
sectores sociales, como la construcción o la minería, conforme el
anarquismo perdía referencialidad entre la clase obrera.
La UGT, que se organizaba a través de un Comité Nacional que
trataba en la medida de lo posible de gestionar las movilizaciones que
llevaban a cabo las distintas federaciones y sociedades que estaban
adscritas al sindicato socialista, trató de impulsar una serie de
cambios entre 1910 y 1917 destinados a fortalecer la dirección
centralizada de la estructura. Durante estos años la UGT duplicará su
afiliación hasta alcanzar una cifra cercana a los 100.000 afiliados, y
logrará aglutinar en su estructura al proletariado industrial al que no
había conseguido acercar con éxito desde su fundación. Estos años y los
siguientes, entre 1916 y 1923, estuvieron marcados por un gran ciclo de
movilizaciones, especialmente de la minería asturiana y andaluza y de la
industria metalúrgica bilbaína.
La UGT llevaba la delantera al PSOE en numerosos frentes,
particularmente debido a la creciente influencia de los comunistas en su
seno, más aún tras la Gran Revolución Socialista de Octubre y el
nacimiento de la Unión Soviética. La conflictividad social en España
alcanzaba cotas nunca vistas y la lucha de clases se palpaba a cada
paso. En este contexto, la burguesía española cerró filas y esgrimió la
represión como la única forma de mantener intactos sus beneficios. A
estos intereses contribuyó en mayor o menor medida el PSOE con la
expulsión de los delegados y secciones comunistas en el Congreso de la
UGT en 1922 y con el colaboracionismo desplegado en el posterior período
de dictadura de Miguel Primo de Rivera entre 1923 y 1930.
Durante la dictadura, el régimen clausuró y reprimió todo conato de
oposición obrera y cooptó para sus intereses al Partido Socialista,
haciéndole partícipe de un sistema corporativista y destinado a la
conciliación de clases bajo el interés de la burguesía. A pesar de ello,
las movilizaciones no dejaron de sucederse en un contexto de profunda
crisis económica debido a los costes de la guerra en el norte de África.
La II República y la Guerra Nacional-Revolucionaria: las disensiones y la dirección política del movimiento obrero
Con la caída de la monarquía y la llegada de la II República, desde
la UGT se trató de profundizar en la centralización de un sindicato que
seguía pecando de cierto autonomismo en sus federaciones y secciones
territoriales. Los cambios aprobados en los sucesivos congresos y las
reformas estatutarias estaban destinadas a fortalecer la capacidad de
dirección de la Comisión Ejecutiva en un momento en que el auge de la
lucha de clases imponía una necesidad de cohesión y de actuación
coordinada a nivel estatal al mismo tiempo que cada vez eran más las
masas obreras que veían en el sindicato de corte socialista su opción de
preferencia. Este cambio estructural llevó a fortalecer la preeminencia
que tenían las federaciones nacionales de industria frente a las
asociaciones artesanales y de oficios que predominaron en la fundación
del sindicato, habiendo dado ya el primer paso en el crucial XVI
Congreso celebrado en 1928, aún durante la dictadura.
El análisis político que motivó esta nueva articulación tenía
bastante que ver con la concepción de que, si la clase obrera aspiraba a
ser en el futuro la directora de la producción, era necesario crear de
antemano las instituciones capaces de cumplir tan importante misión
histórica. En otros términos, estas federaciones nacieron con la
voluntad de ser los particulares consejos (o soviets) del proletariado
español, con la mira puesta en la futura revolución socialista. Con
estos avances, la UGT rompía con la concepción de federaciones de libre
adhesión y conformación, donde se podía dar la paradoja de que obreros
de la misma fábrica participaran en federaciones distintas del
sindicato, y dotaba de una dirección efectiva a sus militantes en las
fábricas y sectores donde ejercía su influencia, agrupándose por
sectores y estableciendo jerarquías y direcciones centralizadas.
Durante este periodo se agudizaron las contradicciones entre
comunistas y socialdemócratas en el seno del movimiento obrero,
especialmente en la UGT, al calor de las cada vez más intensas protestas
en el campo y en la ciudad. El momento álgido llegó con la Revolución
de Octubre de 1934, en Asturias, en protesta contra las acciones del
Gobierno conservador de la República y el viraje reaccionario que estaba
tomando. En este marco, la división en el seno de las fuerzas
progresistas marcó duramente el fracaso de la huelga general
revolucionaria que se declaró en la cuenca asturiana, lo cual supuso la
prueba de que la vía revolucionaria no entraba en los planes de la
socialdemocracia ni en los del liberalismo progresista.
Con esta agudización y polarización de la sociedad se llega a la
Guerra Civil. Este conflicto, analizado por parte del PCE como un
proceso de guerra nacional-revolucionaria, llevó a amplias masas de
trabajadores, encuadrados en los sindicatos de la fábrica, al frente a
luchar contra la reacción. Allá donde el golpe de Estado triunfó, los
sindicalistas fueron los primeros en ser ejecutados por el fascismo,
prueba del carácter de clase de las tropas franquistas.
En el bando republicano, las dificultades encontradas a la hora de
adoptar una unidad de acción en pos de la victoria en la guerra
provocaron no pocos enfrentamientos en la retaguardia, algo
desgraciadamente por todos conocido. También desde el reformismo se
trató de aislar la influencia de los comunistas en el seno del
sindicalismo intentando garantizar la dirección política que tenía el
PSOE en la UGT. La errada política del frentepopulismo del PCE, que
antepuso una voluntad de compromiso con el Gobierno republicano a los
objetivos independientes del proletariado, favoreció que la burguesía
acabara aislando al PCE, propiciando el golpe de Estado de Casado en
Madrid y la claudicación republicana.
El movimiento obrero durante el franquismo
Con el triunfo de la reacción, se produce una desactivación
prácticamente total de los sindicatos de la época republicana. Ugetistas
y cenetistas acabaron desapareciendo, bien por el exilio o bien por la
represión, de los centros de trabajo españoles, y se fue asentando un
clima de miedo y apatía entre los trabajadores del país.
Los primeros años de resistencia tras la victoria del fascismo se
caracterizaron por la lucha guerrillera, tanto de los propios reductos
que quedaban de resistencia en distintos puntos del país como por las
tropas que entraron desde Francia en los años 40. En estos años, donde
los estragos bélicos y la represión desactivaron al movimiento obrero,
la labor de los sindicatos estuvo supeditada en buena medida al apoyo a
la guerrillera, al maquis, con la esperanza de que llegara el amparo de
las potencias europeas una vez fuera derrotado el nazi-fascismo en la II
Guerra Mundial, algo que nunca sucedió.
En los años 50, con la perspectiva ya de una dictadura a largo plazo y
el maquis en retroceso, desde el PCE, que constituía la única fuerza
política de oposición digna de recibir ese apelativo, se comenzó a
trabajar en la construcción de un aparato organizativo con un enfoque
destinado al encuadramiento de nuevas masas de obreros en el Partido. El
rápido impulso a la industrialización que el régimen de Franco llevó a
cabo con los planes de desarrollo y la entrada de capital extranjero
ocasionó un gran éxodo rural y la ampliación numérica de una clase
obrera industrial joven que rápidamente entró en contacto con los
cuadros comunistas en la clandestinidad.
Las movilizaciones obreras, si bien existieron en los años
anteriores, quedaron en pequeños estallidos anecdóticos si las
comparamos con el potente movimiento obrero que se gestó en los años 60 y
70, cuyo pistoletazo de salida fue la famosa “Huelgona” de 1962 en los
pozos mineros asturianos, los cuales ya venían experimentando una
escalada movilizadora desde finales de la década de 1950. En esta
huelga, en los momentos en los que los ánimos parecían flaquear,
tuvieron un especial papel las mujeres integradas en la célula del PCE
de Mieres, que, recogiendo la vieja tradición del movimiento obrero
español, arrojaron granos de maíz en las entradas de los pozos,
señalando de esta manera a los esquiroles como “gallinas” y dejándolos,
de facto, al margen de la sociedad.
La experiencia de las movilizaciones mineras en Asturias, donde se
formaron comisiones de trabajadores para negociar directamente con los
dueños las exigencias de la plantilla, fue la primera piedra en la
construcción del gran ariete del antifranquismo que fueron las
Comisiones Obreras. El modelo de las comisiones de fábrica se exportó a
todos los puntos del país impulsando cada vez una mayor coordinación y
asumiendo, al recalcar el papel socio-político de dicha estructura, la
dirección del conjunto del antifranquismo.
Fue precisamente contra Comisiones Obreras contra quien más duramente
actuó el franquismo durante los estados de excepción que se declararon
entre 1970 y 1973. Durante estos años, el periodo álgido de movilización
fue el que transcurrió entre la detención de la Coordinadora General de
Comisiones Obreras el 24 de junio de 1972 en Pozuelo de Alarcón y el
juicio de los 10 dirigentes de CCOO detenidos el 22 de diciembre de
1973, es decir, durante el llamado Proceso 1001. La detención de la
dirección de Comisiones Obreras encontró movilizaciones de solidaridad
en toda España y en un gran número de países.
A partir de 1973, la escalada de movilización obrera se acentuó
profundamente, en lo que fue una lucha a cara descubierta contra el
fascismo. En el primer trimestre de 1976 se batieron todos los récords
de movilización obrera en la historia de España; se alcanzaron las
cifras más altas hasta hoy en número de huelgas, de huelguistas y de
horas perdidas en un contexto, conviene recordarlo, de clandestinidad y
de ilegalidad de todas estas formas de protesta. A pesar de ello, los
problemas internos, las disputas en el seno del antifranquismo y la
falta de dirección política por parte de un PCE inserto de pleno en las
dinámicas eurocomunistas impidieron la articulación de una perspectiva
revolucionaria de salida de la dictadura.
El modelo sindical actual: entre el pacto y el conflicto
Con el fracaso que supuso la convocatoria unitaria en el otoño de
1976 se fueron al traste las opciones de creación de una central
sindical única. Durante todo ese año, con el impulso de los buenos
ánimos que suponían los grandes réditos obtenidos en las distintas
negociaciones de convenios llevadas a cabo en la primavera y el verano,
se había tratado de impulsar por parte de CCOO, UGT y USO la
Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS). La COS fue vista con
recelo por la UGT, que había estado desactivada durante todo el
franquismo con una presencia totalmente testimonial y que estaba
recibiendo un importante impulso económico por parte de la
socialdemocracia alemana para arrebatar la hegemonía de las Comisiones
Obreras y del PCE en el movimiento obrero. Desde la UGT y el PSOE eran
conscientes de la diferencia notable que había, en lo que se refiere a
presencia real en los centros de trabajo, respecto a las Comisiones
Obreras, por ello acabaron dinamitando la idea de la COS una vez fueron
conscientes de que el nuevo contexto de legalidad les iba a ser
favorable.
Tras la disolución de la COS, la legalización de los distintos
partidos políticos y la incapacidad de articulación de una respuesta
rupturista por parte del antifranquismo, asistimos a los primeros pasos
de la transición a la democracia. La Transición, ante la inacción en
clave revolucionaria de la oposición al franquismo, fue plenamente
dirigida de acuerdo a los intereses de la burguesía española, la cual
entendía que el régimen dictatorial era un palo en las ruedas a la hora
de expandir sus negocios en Europa.
En los años 80 se abre el ciclo de las grandes movilizaciones contra
la desindustrialización en numerosos puntos del país, condición sine qua
non para entrar en el jugoso mercado que representaba la Unión Europea
para los grandes monopolios españoles. Estas movilizaciones arrojaron
episodios históricos como las huelgas en los astilleros asturianos, los
sucesos de Reinosa y la gran huelga general del 14 de diciembre de 1988
con el Plan de Empleo Juvenil como detonante. Episodios de renombre que,
no obstante, ante la falta de una dirección política en clave
revolucionaria, la deriva del PCE hacia la marginalidad parlamentaria y
la perspectiva netamente reformista de las organizaciones sindicales,
terminaron por llevar a la clase obrera a una pérdida de derechos
constante durante los años 1990 y 2000.
Durante estos años, con la caída del bloque socialista, la difusión
de nuevos modelos organizativos y frentes de lucha y la pérdida de las
organizaciones celulares por parte de los comunistas se empieza a
extender un discurso antisindical impulsado en buena medida por parte de
los medios de comunicación burgueses y determinados ideólogos
conservadores. Todo ello favorecido además por las prácticas del pacto
social que han provocado una constante sangría de afiliación en las
centrales sindicales y han llevado a una dinámica cada vez más próxima a
la de sindicato “de servicios” que a la de una herramienta efectiva de
lucha, dinámicas reforzadas y profundizadas durante las primeras décadas
del s. XXI.
Sin domar, sin doblar y sin domesticar
Si prestamos atención a la historia de organización y lucha de la
clase obrera de nuestro país vemos cómo, por muy difíciles que fueran
las condiciones, los trabajadores españoles supieron siempre estar a la
altura de su papel histórico. En unos tiempos de baja organización y
conciencia de clase, en los que desde la reacción se trata de aniquilar
hasta las formas más básicas de organización de la clase obrera, y desde
la socialdemocracia de mantener a esta subordinada a los intereses de
la burguesía; conviene hacer un voto de continuidad, de recoger el
testigo de lo más granado de nuestra clase. Hoy, especialmente entre la
juventud obrera que aún está por vivir sus más importantes episodios de
lucha, conviene conocer y actualizar esa herencia para recuperar ese
ariete que en otros tiempos fue el movimiento obrero, recomponerlo y
fortalecerlo hasta que consigamos derribar, para siempre, la puerta de
la explotación capitalista.
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