Si en realidad es fascismo, ¿cómo lo enfrentamos?
Raúl Zibechi
El fascismo actual se alimenta de nuestro consumismo que no cuestionamos, de la indiferencia al dolor ajeno, del desprecio innombrable a los inmigrantes, de la microviolencia contra las mujeres, esa que mata a través de la insensibilidad que seguimos teniendo con las opresiones que sufren otras.
El fenómeno se extiende por todo el mundo occidental. Desde el Brasil
de Bolsonaro hasta la Italia de Meloni, pasando por los Estados Unidos
de Trump y el Estado español con Vox. Algo que se suele denominar, de
forma demasiado simplificada, como «fascismo», está atravesando el
planeta.
El reciente triunfo electoral de la ultraderecha
italiana contrasta con la segura derrota de Jair Bolsonaro a manos de
Lula este domingo 2 de octubre. Sin embargo, el bolsonarismo (como
fenómeno político-social, pero también como cultura), no va a
desaparecer y nadie puede asegurar que no recupere la presidencia
travestido de formas imprevisibles, tal vez con algún exprogresista a la
cabeza.
La reflexión que me interesa introducir es doble: cómo
calificamos estos movimientos de la sociedad y qué podemos hacer para
frenarlos o revertirlos, ya que no creo que sea posible eliminar la
tendencia ultraderechista de la faz de la tierra porque ha arraigado en
las sociedades.
La primera es que la calificación como «fascismo»
de este movimiento no contribuye a la comprensión del fenómeno. Sin
duda tiene rasgos del fascismo de las décadas de 1920 y 1930, pero tiene
algunas particularidades que no debemos eludir.
Es un movimiento
de cuño colonial-racista y patriarcal-machista, contra los inmigrantes
del mundo pobre y contra las mujeres que luchan. Los migrantes blancos
del Norte no son afectados, ni las mujeres empresarias o académicas que
se dicen feministas.
Por otro lado, este presunto «fascismo» es
un fenómeno que obedece a las reglas de la democracia electoral, ya que
en lo formal se atiene a la legalidad institucional. Este aspecto es
importante, porque lo característico de este movimiento ultraderechista
es que no está provocando respuestas ni reacciones importantes de la
población, como ya sucedió en Brasil durante los cuatro años de
Bolsonaro, que es la experiencia más cercana en el tiempo que tenemos.
Las
reacciones al bolsonarismo han sido: por arriba, los progresismos que
han girado a la derecha y tejido alianzas con sectores conservadores
para sacarlos del gobierno. La aparición del movimiento ultra ha
provocado u hondo viraje societal hacia la derecha. Por abajo, por lo
menos en Brasil, la principal resistencia ha provenido de los pueblos
originarios que en ese país son apenas el 1% de la población, y de
algunos sectores quilombolas (pueblos negros territorializados). Los
sindicatos, los partidos de izquierda y los grandes movimientos sociales
no han hecho gran cosa contra el bolsonarismo, limitándose a esperar
las elecciones para promover un nuevo gobierno.
En gran medida
porque estamos ante algo más complejo que el fascismo. No vemos hordas
con camisas pardas haciendo el saludo romano. El conservadurismo ha
calado también entre los sectores más pobres de nuestras sociedades, que
sienten que las disidencias sexuales y los migrantes cuestionan sus
identidades. Tal vez estemos ante una guerra entre sectores populares,
como está sucediendo en América Latina.
La segunda cuestión, es
sobre cómo resistir y combatir a la derecha ultra. La derrota electoral
no la va poder desmontar. Para hacerla retroceder, no hay otro camino
que el trabajo directo y paciente, cara a cara, con sus partidarios. Sin
apelar a la violencia, porque somos bien diferentes a las manadas
armadas del sistema colonial-patriarcal-capitalista.
No alcanza
con recuperar las calles que algunas izquierdas han abandonado, porque
creen que las cosas importantes se ventilan en las urnas. La calle es
fundamental, sin duda. Pero no puede ser nuestra única forma de acción
colectiva. Necesitamos crear espacios nuestros, como las comunidades y
los quilombos (rurales y urbanos) en Brasil y América Latina, los miles
de txokos que pueblan la geografía de Euskadi y los cientos de centros
sociales italianos, por poner un puñado de ejemplos.
Son los
pequeños espacios de la vida cotidiana los que alimentan y sostienen las
grandes luchas, los que hacen posible que los desafíos a los poderosos
se mantengan en el tiempo. Sin embargo, nuestra cultura política solo
ilumina las multitudes cuando ocupan las grandes avenidas, perdiendo de
vista de dónde salen y dónde retornan luego de la manifestación.
Todavía
sufrimos un relato deformado sobre la lucha obrera que consiguió
desbaratar el fordismo y el poder del capital en las fábricas. No fueron
las grandes huelgas convocadas por instituciones sindicales sino el
microsabotaje, las huelgas salvajes y la deserción de la cadena de
montaje lo que terminó por trabar la producción en masa.
Algo similar necesitamos hoy, un trabajo sobre el terreno, disputar palmo a palmo con los nuevos modos de opresión.
Por
último, no debemos creer que el fascismo es algo completamente ajeno a
nuestros movimientos. Debemos mirarnos al espejo y preguntarnos,
siguiendo la máxima de Foucault («¿Cómo hacer para no volverse fascista
incluso cuando (sobre todo cuando) uno cree ser un militante
revolucionario?»): ¿Cómo hacer para no volvernos fascistas cuando
imponemos lo políticamente correcto; cuando podemos respetar la
diversidad y elegir el lenguaje inclusivo; cuando tenemos una composta
que nos permite reciclar y cuidar el medio ambiente?
¿Cómo hacer
para no sentirnos superiores moralmente sobre aquellos y aquellas que no
llegan a fin de mes y no tienen, por ahora, las condiciones para hacer
lo que creemos correcto?
El fascismo actual (este sí, totalmente
fascista) se alimenta de nuestro consumismo que no cuestionamos, de la
indiferencia al dolor ajeno, del desprecio innombrable a los
inmigrantes, de la microviolencia contra las mujeres, esa que mata a
través de la insensibilidad que seguimos teniendo con las opresiones que
sufren otras.
«¿Y tú qué?», nos interpelan las bases de apoyo
zapatistas y los pueblos originarios cuando explican los planes de
exterminio que sufren a diario.
Esa es la única pregunta que no debe quedar sin respuesta, si queremos de verdad superar el fascismo: «¿Y tú qué?».
Fuente → naiz.eus
No hay comentarios
Publicar un comentario