
La monarquía, o ha dejado de existir, o allí donde todavía se mantiene se ha convertido en una institución enormemente dependiente de la opinión pública. Su legitimidad de origen no basta para continuar justificando su existencia
La muerte de Diana de Gales anticipó la singular relación entre
la institución monárquica y la democracia, cuya consistencia se va a
poner a prueba tras la muerte de Isabel II. Carlos III será el portador
de dicha singular relación de cuya ejecutoria dependerá la suerte de la
monarquía. De la de Inglaterra y de la de todas las demás.
La muerte de Diana de Gales de una manera y la de Isabel II de
otra completamente distinta nos vienen a recordar la anomalía
democrática de la institución monárquica. Anomalía que resulta
insuprimible, porque la monarquía choca frontalmente con
los dos principios básicos sobre los que descansa la democracia como
forma política: el principio de igualdad y el carácter representativo de
todo poder político.
Por eso, la democracia es una forma de organización política
formalmente igualitaria y representativa. Y por eso también la
institución monárquica es cuña de otra madera. La democracia es un
proyecto de ordenación racional del poder, tanto en su origen como en su
ejercicio, y en dicho proyecto no tiene cabida una magistratura de tipo
hereditario. La herencia es una institución coherente con la propiedad
privada, pero no con el poder del Estado, que es una forma política que
se caracteriza esencialmente por la separación del
poder político de la propiedad. El poder político no puede ser de nadie,
sino que tiene que ser de todos. De ahí la exigencia del sufragio
universal. Esto es lo que diferencia a la democracia de todas las demás
formas de organización del poder conocidas en la historia de la
humanidad.
En democracia, la monarquía es injustificable en términos
racionales. Donde todavía se mantiene su justificación es por razones
exclusivamente históricas. Es una consecuencia del peso de la
institución monárquica en el proceso de formación del Estado nacional en
el continente europeo. Por eso, a pesar de que la Revolución Francesa y
los procesos subsiguientes a través de los cuales se puso fin al
Antiguo Régimen en Europa fueron antimonárquicos en los principios no lo
fueron institucionalmente. En la Europa de finales del siglo XVIII y de
casi todo el siglo XIX, una forma política no monárquica resultaba
inimaginable. Los siglos de monarquía absoluta pesaban demasiado
todavía.
Esta contradicción de principios e institucional ha marcado
desde entonces la evolución de todas las monarquías europeas sin
excepción, resolviéndose siempre la misma en caso de conflicto a favor
del principio democrático y en contra de la institución monárquica. Al
menos desde una doble perspectiva.
En primer lugar, aquellas monarquías que no supieron adaptarse
institucionalmente a los nuevos principios del Estado Constitucional, es
decir, las que no supieron convertirse a lo largo del siglo XIX en
monarquías parlamentarias y en las que el Rey continuó siendo un poder
real y efectivo del Estado, resultaron incompatibles con la propia
existencia del Estado Constitucional en el tránsito del liberalismo a la
democracia en los primeros decenios del siglo XX. Serían, en
consecuencia, barridas por la historia. Es el caso de las monarquías
autoritarias centroeuropeas, alemana y austrohúngara, de la rusa, la
portuguesa, la italiana y la española, aunque esta última, a diferencia
de las demás, podría resistir como consecuencia de la rebelión militar
dirigida por el General Franco y la Guerra Civil.
En segundo lugar, las monarquías que supieron adaptarse
institucionalmente al Estado Constitucional a lo largo del siglo XIX y
consiguieron de esta manera sobrevivir a la marea democrática posterior a
la Primera Guerra Mundial, han experimentado un proceso de
democratización sui generis que las hace depender para su
supervivencia cada vez menos de su carácter hereditario y, por tanto, de
su legitimidad histórica, y más de su aceptación por la opinión
pública.
La monarquía es, pues, una anomalía histórica que ha tenido que
ser corregida por el Estado Constitucional, bien mediante su supresión
pura y simple, bien mediante el sometimiento de la misma, de una manera
singular por supuesto, a ese axioma del constitucionalismo democrático
según el cual “todo poder procede del pueblo”. La monarquía, o ha dejado
de existir, o allí donde todavía se mantiene se ha convertido en una
institución enormemente dependiente de la opinión pública. Su
legitimidad de origen no basta para continuar justificando su existencia
en nuestros días, sino que necesita también una legitimidad de
ejercicio, que solo puede obtener de su sintonía con la opinión pública.
Esta evolución de las relaciones entre la monarquía y la
democracia es la que exteriorizó dramáticamente la muerte de Diana de
Gales. Desde una perspectiva político-constitucional fue y sigue siendo,
con mucha diferencia, lo más significativo de aquél trágico accidente.
Aquello que más afectó al diseño institucional del Reino Unido.
El impacto de la muerte de Diana de Gales fue la prueba más
visible del cambio que se ha producido en la justificación de la
institución monárquica en el Estado democrático de nuestros días. La
muerte de Isabel II lo vuelve a subrayar con mucha mayor intensidad.
Lo que ambas muertes, cada una a su manera, vienen a poner de
manifiesto es que una institución cuya utilidad política residía,
inicialmente, en su carácter hereditario, esto es, en el hecho de estar
garantizada la jefatura del Estado por un orden de sucesión
perfectamente definido y la primera magistratura del país quedaba a
cubierto de los vaivenes de la opinión pública, convirtiéndose de esta
manera en símbolo de la unidad y permanencia del Estado. Ha pasado a
necesitar una justificación completamente distinta. Distinta y no
opuesta, pero siempre que la legitimidad histórica se subordine a la
legitimación democrática. Si esto no ocurre, la distinción se convierte
en contraposición y la institución monárquica no puede sobrevivir.
Dicho de otra manera: justamente porque la monarquía es una
magistratura hereditaria, porque el monarca no puede ser desalojado de
la jefatura del Estado cada cuatro años, es por lo que la exigencia de
su aceptación cotidiana por la opinión pública se acentúa todavía más
que respecto de las magistraturas elegidas (aunque de forma distinta,
por supuesto). El elemento personal, el factor humano, que es del que se
pretendía hacer abstracción al instaurar la monarquía como forma de
Estado y del que de hecho se ha venido haciendo abstracción en todos los
Estados monárquicos, se ha convertido en un elemento de capital
importancia en la monarquía desde los años finales del siglo pasado.
Esto es lo que anticipó la muerte de Diana de Gales y lo que se
plantea ahora con mucha más intensidad con la muerte de Isabel II. Este
es el desafío al que tiene que enfrentarse el nuevo rey Carlos III, en
el que confluyen el mensaje constitucional de la muerte de la que fue su
esposa y de la que ha sido su madre. La monarquía, como la nación en la
famosa definición de Renan, se ha convertido en una suerte de
plebiscito permanente. La ejecutoria de Isabel II como reina ha sido el
mejor ejemplo conocido hasta la fecha.
Veremos si Carlos III está a la altura del desafío que le va a
suponer la comparación con la ejecutoria de su madre. Desafío que afecta
no solamente a la supervivencia de la monarquía británica, sino de la
monarquía en general. No es verosímil que las demás monarquías europeas
puedan sobrevivir a la desaparición de la británica.
Fuente → eldiario.es
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