
Así es, Miguel Hernández es único. No cae en el olvido como muchos otros poetas, sino todo lo contrario. Fue auténtico, natural, con sus aciertos y sus fracasos, fue él mismo.
Con Aleixandre y Neruda inició una gran amistad y fue con los que se empapó de sus poemas y consejos. Pero no fue fácil su estancia en Madrid por falta de ingresos y tuvo que volver a su tierra natal. Pero Orihuela se le quedaba pequeña. En una de las cartas que en aquellas fechas le mandó a Neruda le decía que "¿Puedo marchar a su lado y mantenerme al amparo suyo y de su revista (Caballo Verde para la Poesía), o eso aún tardará?. .. No quiero que mi estómago haga el ridículo como esta vez pasada porque soy honrado y no me gusta pedir. Por tanto, aquí me quedo cultivando la pobreza, la tierra de mi huerto y la poesía hasta que me diga en concreto lo que hay". En carta a José Bergamín, director de Cruz y Raya, a quien le pide que le publique el libro de poemas El Silbo vulnerado, le manifestó: "Mi ambición única es ganar un poco para tener un cachico de campo que cultivar y un mendrugo diario que comer en compaña. He nacido para estar por el aire. Me colocaría en Madrid el tiempo justo para hacer una cantidad pequeña y venirme y comprar un sitio que tiene escogido mi contemplación por estas tierras únicas".
Su terruño, el campo y sus labores, de una forma o de otra, aparecen permanentemente en sus poesías. Miguel Hernández es barro porque nació con la tierra, es aire porque su imaginación voló libre, es agua cuando se convertía en pez en el río Segura o en el Manzanares, es fuego porque - aunque su vida fue corta - también fue intensa, es amor porque fue apasionado con las mujeres con quienes compartió sus inquietudes.
Con su empeño vuelve a Madrid, y lo primero que hace es visitar a Pablo Neruda, a quien Miguel le había sorprendido desde el principio por su forma de ser, por la naturalidad de su poesía. Se refería a él diciendo que: "Miguel era tan campesino que llevaba un aura de tierra en torno a él. Me contaba cuentos terrestres de animales y pájaros. Era ese escritor salido de la naturaleza como una piedra intacta, con virginidad selvática y arrolladora fuerza vital. Me narraba cuán emocionante era poner los oídos sobre el vientre de las cabras dormidas. Así se escuchaba el ruido de la leche que llegaba a las ubres, el rumor secreto que nadie ha podido escuchar sino aquel poeta de cabras. Otras veces me hablaba del canto de los ruiseñores. El Levante español, de donde provenía, estaba cargado de naranjos en flor y de ruiseñores. Como en mi país no existe este pájaro, ese sublime cantor, el loco de Miguel quería darme la más viva expresión plástica de su poderío. Se encaramaba a un árbol de la calle y, desde las más altas ramas, silbaba o trinaba como sus amados pájaros natales".
Con un poco de suerte, de esa que le faltó muchas veces en su vida, le llega a Miguel el trabajo esperado que le permite escribir sin penurias. Un amigo de Bergamín, Jose María de Cossío, le nombra su secretario personal para colaborar con él en la elaboración del último tomo de la enciclopedia Los Toros de la editorial Espasa-Calpe, obra que dirige Ortega y Gasset y Cossío es su director literario.
Otro de los poetas de los que Miguel se convirtió en su discípulo fue Vicente Alexaindre. Este cuenta en sus Memorias que, cuando conoció a Miguel Hernández, le causó una especial impresión: "Era un muchacho muy pobre, servía con mucha dificultad, pero con enorme valentía. Era un hombre abierto, de corazón libre. Era un ser alegre, de fondo dramático. Un ser generoso al máximo. Donde hubiera un dolor, allí estaba él. Cuando yo he sufrido mientras él vivió, cuando yo he padecido, el rostro que aparecía a mi lado era el de Miguel". Las palabras del poeta andaluz demuestran la gran amistad que se tuvieron. Alexaindre lo recuerda en su libro Los encuentros.
Con estas relaciones Miguel se encontraba más cómodo por Madrid, más seguro, más concentrado en sus versos. Y en este contexto, se acuerda con amargura de su novia, Josefina, que la espera en Orihuela. Le escribe y le dice: "Me parece, Josefina mía, que estoy fuera del mundo y del tiempo y de la vida sin ti. ... lo que más echo de menos, Tú: tu compañía, tu voz, tus recelos de niña de cinco o seis años, tus ojos en los que me veo pequeñito y lejos, tus manos que les daban calor a las mías, tu cara, tu boca, tu toda tú".
Precisamente, son poemas de amor los que consagran a Miguel Hernández como poeta en aquel Madrid cuando Manuel Altolaguirre le publica el libro de poemas El rayo que no cesa con versos como:
"Una querencia tengo por tu acento / una apetencia por tu compañía / y una dolencia de melancolía / por la ausencia del aire de tu viento" (fragmento de El rayo que no cesa).
Fuente → alicanteplaza.es
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