Amor guerrillero imposible


 
Amor guerrillero imposible  
Adolfo Pastor Monleón
 
Historias de maquis

El grupo de Los Maños llegó finalmente a su destino.
La metralleta colgada al hombro bajo la manta,
la pesada mochila a la espalda, pantalones de pana
y boina calada hasta las orejas… 



Entre sabinas y enebros, el águila en las alturas y los petirrojos saltando entre las ramas, esperaron alguna aparición humana cerca de aquel paraje de difícil acceso. 
 
No había transcurrido demasiado tiempo, cuando se oyeron unas esquilas y el balido esperanzador de unas ovejas. Perico se acercó, sigiloso, hacia el rebaño de blancas ovejas y varias cabras negras. De golpe, se lanzó, en corta carrera, hacia el pastor y se fundió con él, en un cálido abrazo, casi agresivo. Era Leandro, amigo de su infancia. Se acercaron hasta el grupo y Leandro los condujo, por entre sabinas, aliagas y romeros, a una cueva imposible de descubrir y que sería, en adelante, la guarida de los recién llegados. 
 
Estuvieron descansando de aquel largo viaje un día entero. Al atardecer, salieron a la entrada de la cueva invisible. 
 
Por la senda, al fondo, al lado del arroyo, vieron acercarse un macho con el serón cargado. Del ramal tiraba Leandro. En el serón, les traía abundante suministro para reponer fuerzas. 
 
Sin pérdida de tiempo, se repartieron faenas. Algunos saldrían en busca del grupo de Delicado que tenían su campamento por Las Casas del Marqués, otros tenían que ir hacia Manzanera a darse a conocer a puntos de apoyo que les ayudarían en la difícil misión que traían desde Francia. 
 
José Manuel Montorio “Chaval” y otro compañero, entrada la noche, emprendieron la marcha, subiendo la montaña para después bajarla, camino de Torrijas. 
 
Llegaron a un pinar espeso y buscaron cobijo. Allá abajo, por la chimenea, se elevaban las volutas grisáceas que les delataban un fuego acogedor. En aquel Molino vivía la familia Delgado Mir de la que ya tenían noticias. 
 
Bajan, se acercan. Llama, suave, a la puerta, Bernardino, mientras José Manuel espera tras la esquina del corral. Sale la madre, ajustándose la toca sobre los hombros. El guerrillero le solicita la presencia de Antonio, su marido, que se presenta al momento, espolsándose la harina del mandil. A una señal, se acerca José Manuel y entran, rápidos, en la casa.
 
José Manuel Montorio «Chaval»
 

Se paraliza todo y, sin demasiados preámbulos, se intercambian ideas, mientras María Lina prepara una sartén enorme de patatas y tajadas de la orza. Van saliendo los hijos y, juntos, dan cuenta del condumio suculento, entre palabras animadas y chascarrillos. José Manuel se presenta como Ángel, es el nombre de guerra que le acaban de poner en la Cueva. Sus ojos chispeantes se quedan prendados de unos ojos del cielo de verano en aquella montaña. Son los de Carmen, la hija mayor del matrimonio, que ronda los quince años. Ella se queda hipnotizada por aquel joven atractivo, risueño y socarrón.

Desde aquel día, la familia Delgado Mir será el mejor punto de apoyo del contorno. Las idas y venidas a los diversos destinos pasaban, a menudo, por una cueva cercana al Molino, a la que la misma Carmen los acompañó, nerviosa, el primer día. Aquella niña, ya mujer, de tez tostada por el aire del monte, saltaba entre los romeros y los tomillos como una gacelilla montaraz, y hacía palpitar el ferviente corazón del joven guerrillero.

Llegados a la cueva, no muy lejos del Molino, Ángel se adelantaba a sus compañeros y se acercaba. Se abría la puerta, aparecía Carmen y los dos jóvenes corazones se abrazaban, palpitando a la vez. Pasado un tiempo, el numeroso grupo de guerrilleros que se había extendido por todas las montañas de Levante y Aragón necesitaba organizarse. En la misma Cueva del Regajo se reunieron representantes de los diversos grupos y plasmaron en unos documentos, las normas que habían de regir la vida guerrillera en adelante. Se acababa de crear la Agrupación Guerrillera de Levante y Aragón (AGLA).

“Chaval”, Ángel o José Manuel, de las tres maneras lo llamaban, recibió la orden de marchar, al mando de un grupo, hacia tierras más alejadas, por comarcas valencianas.
No era fácil dejarla, pero tuvo que hacerlo, después de despedirse, unidos, a escondidas, los dos jóvenes amantes, en un largo abrazo apasionado.

–Procuraré volver siempre que pueda.

Pasaban las noches, los días, los meses… La represión a la guerrilla iba en aumento. A menudo venían noticias de tal compañero muerto, de algún enfrentamiento con la guardia civil. De la misma manera, se recrudeció la represión a los puntos de apoyo. Prisión, torturas, muertes…

Hasta el grupo de “Chaval”, llegaron noticias de tragedia. Nueve puntos de apoyo de la comarca de Manzanera habían sido asesinados, al aplicarles la ley de fugas, en un paraje agreste cerca de Sagunto. Unos días antes, los habían llevado, prisioneros, a Teruel. Los sacaron de la cárcel y los subieron a un camión maniatados, para emprender la marcha, camino de Valencia. Con la excusa de una avería, los hicieron bajar y los llevaron por el camino de Segart. Les echaron el alto y los hicieron cruzar el barranco hasta una explanada. Pasado un corto espacio de tiempo, los mandaron ponerse de pie y los hicieron caminar hacia el monte. Las balas de los fusiles segaron las vidas de los nueve.

–Se querían escapar –dijeron. Era la ley de fugas.
Ni uno solo quedó vivo. Los heridos fueron rematados. En el mismo camión, averiado, manchado de sangre, los trasladaron hasta el cementerio de Albalat dels Tarongers.

Al conocer los nombres, José Manuel descubrió el asesinato del padre y el hermano mayor de Carmen, de diecisiete años, y prometió hacer justicia de aquellas muertes.

El tiempo fue pasando por aquellos lugares alejados del Molino, entre sabotajes, enfrentamientos, correrías, hambre, sed, frío, polvo, granizo…

Por fin, llegó el día de la Justicia. Se acercaron hasta el Molino. “Chaval” lanzó una piedra a la ventana y, al momento se abrió la puerta. Carmen se colgó de su cuello sollozando. Chaval secaba, con besos, sus lágrimas y, con palabras sentidas, le prometió hacer justicia.

El grupo abandonó el Molino y marchó decidido hacia Los Cerezos. Según las averiguaciones, allí vivía el Pijotán, autor de las denuncias que trajeron el encarcelamiento y asesinato de aquel grupo.

Llegaron al pueblo y se dirigieron, decididos, hasta la vivienda del traidor. Sin llamar, entraron a la casa, abrieron con decisión cada habitación hasta llegar a la cámara. El viento balanceaba la ventana abierta del altillo. Pijotán había huido.

La familia Viadera, la madre, las tres hijas y el hijo menor, vestidos de mortaja, tuvieron que abandonar el Molino y marchar a Belmonte de S. José, el pueblo de María Lina.

La pobreza y la orfandad fue deshaciendo aquella familia, y, con el tiempo, cada miembro fue a parar a lugares distintos. Carmen llegó a Barcelona, donde desempeñó diversos trabajos, entre ellos, el de locutora de radio y modelo. Era una esbelta y guapa joven de ojos azules como el cielo que cubría los montes del Molino.

Los guerrilleros siguieron perdiendo compañeros y amigos entre montes y pueblos, molinos y aldeas. Los pocos que quedaron, ya sin fuerzas y, perdida toda esperanza de llevar adelante aquellos objetivos que los trajeron de Francia, marcharon al exilio en busca de refugio.

Iban pasando los meses y los años. Cada cual fue rehaciendo su vida.

Los guerrilleros Matías, Chaval, y Rubio, en las jornadas “El Maquis en Santa Cruz de Moya” Octubre de 2005. Pinchar sobre la imagen para ampliar
 

En Praga rehízo la suya José Manuel “Chaval”. Allí trabajó, allí se casó y allí, finalmente, enviudó y volvió a quedarse solo. Carmen también se casó, enviudó, pero no quedó sola, tenía dos hijos con los que vivía en Santa Coloma de Farners, en la provincia de Girona.

La Gavilla Verde encontró un anciano guerrillero que vivía en Praga y le propuso que viniera a dar a conocer sus vivencias, sus luchas y aventuras a través de las ventanas abiertas de Las Jornadas en Santa Cruz de Moya.

Chaval era un anciano enjuto, pero vigoroso, de voz potente y fuertes convicciones, atracción de todos los que le escuchaban en profundo silencio, mientras desgranaba sus chascarrillos y vivencias, trágicos a veces, en la mesa que cerraba Las Jornadas cada año.

No tardó nuestro amigo José en darnos a conocer los recuerdos de su enamorada, aquella joven esbelta, hermosa y atractiva que fue sostén de una amorosa pasión en su lejana juventud. No quedaba lejos de aquí, el lugar de sus encuentros, aquel Molino junto a la roca grande, al lado del pequeño riachuelo, cerca de Torrijas. Hasta allí lo acompañamos y todos descubrimos, con gran decepción, que el paso de los años lo había derruido. 

Ni tejado, ni habitaciones, ni cocina… sólo algunos pedazos de paredes cubiertas por hiedra… En el pueblo cercano, nos dieron razón del paradero de los miembros de aquella familia deshecha por la barbarie. La madre había muerto y cada una de las hijas y el hijo vivían en lugares diferentes. Carmen vivía en Santa Coloma de Farners.

Hasta esta población de Girona, acompañamos a José Manuel, después de hablar por teléfono con ella. Allí lo dejamos, en casa de Carmen, con todos nuestros corazones palpitando, al unísono, con los suyos.

Al cabo de unos días, fuimos a buscarlo y volvió con nosotros a Santa Cruz de Moya, pues debía recoger sus cosas y volver de nuevo a Praga, a preparar el viaje definitivo a España, viaje que estaba esperando desde aquel lejano 1952 cuando, por caminos sinuosos y direcciones equivocadas por momentos, guió hasta la frontera, a los últimos guerrilleros de la AGLA.

Aquella noche del largo viaje desde Santa Coloma fue emocionante. Él explicando sus vivencias de guerrilla y de su estancia en Praga, pero sobre todo, confiándome sus sentimientos de entonces y de ahora, de la belleza de Carmen y su atracción por ella, y yo escuchando con avidez.

–He de buscar una casa que pueda ser nuestro refugio, donde podamos vivir los dos y pasar juntos los últimos años de nuestra vida.

Llegados a mi casa, sin pérdida de tiempo, nos echamos a dormir. Por la mañana temprano, desayunamos y José Manuel, desde el balcón, observó embelesado la huerta y la montaña que se perdía a lo lejos, hacia Oriente. En sus estribaciones, cobijaba el Molino.

–Te alquilo la casa.
–José, mi casa es tuya, pero no puede ser. Ni tú eres aquel joven ni Carmen aquella gacela saltarina. El corazón, los huesos, los pulmones… Necesitáis un lugar donde podáis encontrar los servicios médicos y asistenciales necesarios. Aquí no tenemos nada, sólo la tranquilidad, el silencio, la calma… y la belleza de estos paisajes.

Era la última mesa del sábado de unas Jornadas El Maquis en Santa Cruz de Moya, su mesa. Entró Carmen en la sala. Había venido con uno de sus hijos desde Santa Coloma. La charla quedó paralizada, se hizo el silencio, José Manuel se levantó y casi corrió hasta ella, con paso decidido. Se fundieron en un cálido abrazo que todos, emocionados, aplaudimos.

Pero, el tiempo que había destrozado el Molino, había alterado aquel amor de jóvenes ardientes. “Chaval” no veía a la Carmen abuela, seguía contemplando aquella joven gacelilla, saltando entre sabinas y romeros. Mas aquella Carmen ya no estaba. Su marido fue un hombre bueno. Tuvieron dos hijos. Carmen sufrió las consecuencias de las torturas y vejaciones que habían padecido en el Molino por parte de algún malnacido de la guardia civil. Y aquellas consecuencias habían llegado hasta estos días. Carmen no podía convivir con Ángel como él pretendía, por más que él, una y otra vez, se lo propuso, con todo el cariño y el amor de sus recuerdos. Su decepción fue enorme, pero tuvo que aceptar, resignado.

Carmen siguió viviendo en su casa de Santa Coloma y a José Manuel le proporcionaron una casa sus paisanos en Borja, su pueblo.

¬–Carmencica, cuídate –le decía a través del teléfono, cuando, casi a diario, la llamaba.

Avanzaban, inexorablemente, las horas, los días, los meses y los años. El tiempo iba deteriorando los cuerpos de los jóvenes enamorados, ya ancianos.

Un día Carmen recibió una llamada. No era Ángel.
¬–José Manuel acaba de morir.

Emocionada, se reprochó no haber estado a su lado en los últimos días. Cuando llegó al cementerio de Borja, la estaban esperando en la puerta.

Le dieron una urna verde, como la copa de los pinos que los cobijaba junto a la cueva del Molino. La apretó contra su pecho y la llevó hasta el nicho donde fue depositada.

Hacía calor, y sufrió un ligero desvanecimiento pasajero.

Carmen volvió a su casa de Santa Coloma de Farners, donde murió a los pocos años, recordando el cielo azul, que cubría el Molino, y el susurro del agua del pequeño arroyo que movía la rueda…


Fuente → loquesomos.org

banner distribuidora