Lo rojo, lo pardo y lo barroco
"El rojipardismo, sensibilidad en auge, barroca donde las haya, se presenta como un fascismo tintado con anilinas rojas"

Lo rojo, lo pardo y lo barroco
Pablo Batalla Cueto
 

Hay épocas clásicas y épocas barrocas; las unas y las otras se turnan en una danza histórica que se remonta a los albores de la civilización. Tal era la tesis de Eugenio d’Ors, desgranada en 1936 en un opúsculo titulado Lo barroco que lo presentaba como un estado del alma atemporal, ahistórico y guadianesco, que hace aparición de tanto en tanto como la hegemonía cultural de una imitación de los procedimientos de la naturaleza, opuesta a la imitación —que sería característica de lo clásico— de los mecanismos del espíritu. De lo clásico serían características las formas equilibradas, racionales; de lo barroco —y toda esta reflexión recuerda mucho a la que Nietzsche formulaba en torno a la oposición entre lo apolíneo y lo dionisíaco—, la exuberancia, la espontaneidad, la paradoja.

«Siempre que encontramos reunidas en un solo gesto varias intenciones contradictorias», escribía D’Ors, «el resultado estilístico pertenece a la categoría del Barroco. El espíritu barroco, para decirlo vulgarmente y de una vez, no sabe lo que quiere. Quiere, a un mismo tiempo, el pro y el contra. Quiere […] gravitar y volar. Quiere —me acuerdo de cierto angelote, en cierta reja de cierta capilla de cierta iglesia de Salamanca— levantar el brazo y bajar la mano. Se aleja y se acerca en la espiral […] Se ríe de las exigencias del principio de contradicción».

De asumir la validez de la teoría dorsiana, no cuesta trabajo dictaminar cuál es el carácter de nuestra propia época, en la que, de hecho, hablar de neobarroco se ha vuelto un cierto lugar común a partir del cual analizar las manifestaciones culturales y artísticas de nuestro tiempo. De La era neobarroca hablaba Omar Calabrese, que tituló así un libro de 1999; otros existen con títulos como El cine de Hollywood y el neobarroco digital, de Federico López Silvestre, quien escribe allá esta definición:

«El régimen barroco está fascinado por la ilegibilidad de la realidad que representa. Imágenes deslumbrantes y desorientadoras —extasiantes— […] múltiples puntos de vista, asimetría, el trampantojo, las sombras… […] El Barroco desprecia los intentos de reducir la multiplicidad de los espacios visuales a una única esencia coherente, y, frente al espejo plano y reflectante usado por la perspectiva analítica, se decanta por el espejo anamorfo, cóncavo o convexo, que distorsiona la imagen visual».

Nosotros habitamos, ciertamente, una era del trampantojo, que lo es en dominios que van mucho más allá del artístico y abarcan la leche sin lactosa, el café sin cafeína o la cerveza sin alcohol señalados por el filósofo esloveno Slavoj Žižek. Todo adquiere hoy —señalaba Jesús Ibáñez— una «estructura de señuelo» y comemos filetes de aparente carne rozagante hinchados con agua o fécula de patata o vivimos en casas «que solo tienen de piedra o de ladrillo finas capas superficiales: el parqué de nuestros suelos o la madera de nuestros muebles son delgadas capas que recubren un fondo amorfo». 

La política no queda fuera de este birlibirloque de ilusionistas: la «estructura de señuelo» es también la nota en el contemporáneo bazar de las ideologías, donde se nos las vende que perpetran la trampa de un imaginario vigoroso que no es más que una película fina, camuflaje de una verdad escamoteada; el naranja intenso, conseguido con colorantes, de esa Fanta cuya lista de ingredientes consigna en letra pequeña que contiene nada más que un 7% de jugo de naranjas contantes y sonantes. Pero no es exactamente una estafa, como no lo es la Fanta naranja, sino un juego aceptado por todos en una sociedad enferma de teatrería, mercadotecnia e iconomaquia, mucho menos preocupada del ser que del parecer. 

Al viento de ese Zeitgeist, hay productos que se adaptan con la pericia de un maestro del parapente. Uno de ellos es el rojipardismo, sensibilidad en auge, barroca donde las haya, que se presenta como un fascismo tintado con anilinas rojas, adhesión reaccionaria camuflada con un imaginario y una retórica socialistas. Sus adeptos —pocos aún, pero como lo es la cosecha de un árbol frutal joven, sin que ello quiera decir que no vayan a ser copiosas las futuras, alimentadas por un sustrato propicio— se carcajean del principio de contradicción, dispuestos a abrazar al mismo tiempo el pro y el contra, a gravitar y volar, a alzar el brazo y el puño alejándose y acercándose en la espiral del devenir histórico. Pero la mezcla de lo rojo y lo pardo que abrazan no es, ni mucho menos, un fifty-fifty, sino ese 7-93 de los refrescos-señuelo, o aun el puro y duro 0-100 de las texturas imitativas. No hay una sola brizna de césped real en un rollo de césped sintético: solo el color; un verde uniforme, intenso y falaz. La hierba de mentira no hace la fotosíntesis.

La política auténticamente revolucionaria pasa hoy, en primer lugar, por leerse la lista de ingredientes de las viandas servidas en los saraos de la izquierda; por lijar barnices y arrancar papeles pintados; la piel bovina del lobo. Frente a la trampa del parecer, desnudar la verdad implacable del ser. Y nunca más cursar invitaciones ni dar palmazos en la espalda a los mentirosos.

Fuente → lamarea.com

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