La España que pudo ser (1885-1931)
La España que pudo ser (1885-1931). La mirada del hispanista francés Paul Aubert (I) / Eloy Fernández Clemente
 

España, los intelectuales y la prensa. Las cuitas de un gran hispanista francés

Cuando aparece este libro monumental, era ya muy extensa e importante la obra de Paul Aubert, principal hispanista francés discípulo de Manuel Tuñón de Lara, catedrático de Literatura y Civilización española contemporáneas en la Universidad de Aix-Marsella, que lo fue temporalmente como asociado en las Universidades de Madrid, Barcelona, Túnez y Nápoles y durante 1991-1997 director de estudios de la Casa de Velázquez, en Madrid.

Su cercanía a Tuñón de Lara, le llevó a organizar con él los célebres Coloquios de Pau, y fundar el «Bulletin d’Histoire Contemporaine de l’Espagne» en 1985 con Jean-Michel Desvois y tras su dirección conjunta dirigirlo desde 1997. Allí han aparecido muchos de sus trabajos.

Su obra, dedicada al estudio del fenómeno global de los intelectuales en la España contemporánea, y en general sobre  la historia política y cultural de la España contemporánea se plasma en sus dos tesis: «La presse espagnole et son public (1914-1918)», (Thèse de Doctorat d’Etudes Ibériques et Ibéro-américaines, Univ. Pau, 1983) y «Les intellectuels espagnols et la politique dans le premier tiers du XXe siècle», Thèse de Doctorat d’État, dir. Joseph Pérez, Univ. Bordeaux III, (Lille, ANRT, 1996), a los que se podría unir el libro sobre La frustration de l’intellectuel libéral, Espagne, 1898-1939, Sulliver, 2010.

Además, destacan sus monografías y artículos o capítulos de libros, sobre los españoles en Europa, Azaña, Machado, la novela, la religión, y de modo muy especial, la historia de la prensa española, que ha abordado junto con Jean-François Botrel, Jean-Michel Desvois, Jacques Maurice y otros. Pronto se editará su decisivo libro sobre El Sol.

El libro aquí reseñado es uno de los dos que publicó en 2021: La España que pudo ser (1885-1931), Madrid, Tecnos, 814 páginas.

Paul Aubert en el Congreso «Política i cultura de les xarxes intel·lectuals transnacionals en el tardofranquisme (1960-1975)», celebrado los días 28 y 29 de abril de 2022 en la Facultad de Geografía e Historia de la Universidad de Barcelona, organizado por el Grup d’Estudis d’Història de la Cultura i dels Intel·lectuals (GEHCI)
 
La España que pudo ser (1885-1931)
 
Este libro, que sólo en apariencia podría percibirse como uno de los antiguos grandes manuales, es un estudio profundo sobre cuanto se sabe de ese periodo, el difícil camino hacia la modernización de una España que busca su esencia en el pueblo soberano, y la apertura a su entorno internacional. Una buena historia económica y política, a la que sigue el análisis de una nueva sociedad en creciente desequilibrio e inestabilidad, y un debate ideológico ante las crisis. Nobleza decadente, fracasos de proyectos educativos por falta de medios y de criterios claros, relaciones ambiguas de los intelectuales con el pueblo al que quieren alejar del populismo, pero temiendo la irrupción de las masas en la vida política. Por ejemplo, Unamuno confía en un pueblo… que acepte lo que representan los intelectuales. A los que define así: “un intelectual es un literato o un científico que pretende influir con sus posturas sobre la vida política de su tiempo”.

En la etapa más lúcida de nuestra historia contemporánea, todo parecía llevar más o menos rápidamente hacia formas democráticas; y todo, también, procuraba impedir esos cambios. “España quiso estar al margen de Europa cuando nunca estuvo económica y culturalmente más próxima a ella… pocos países hicieron tantos esfuerzos como ella para integrarse”. Por tanto, y dando vueltas al título, a las paradojas de que tan nutrida fue nuestra historia, se nos adelanta que la aquí contemplada y analizada con lupa, no es la de una España virtual, sino la de una frustración.
 
Giner de los Ríos en una manifestación en Barcelona (foto: archivo de ABC)
 

Porque era urgente salir del orden antiguo, pero con unos políticos que pertenecen aún al antiguo. Los acontecimientos que se suceden en esta larga etapa cogen desprevenidos a todos. En especial a ese cuerpo inconcreto pero cada vez más claro, que son los intelectuales. Así había ocurrido con la Restauración (1876), el 98, la guerra colonial en África, la Guerra Mundial (1914-1918) y dentro de ella la revolución rusa o la gran crisis española de 1917, la dictadura de Primo de Rivera y en fin, la soñada República.

Es lógico un tratamiento algo escueto sobre el 98 (“un suceso anunciado”), tan manido, porque esa crisis “no trastornó el tablado político”. Ya que a pesar del debate social que suscitó, resulta difícil afirmar que marque el principio de un nuevo periodo. Por una parte, porque “la pérdida de Cuba no fue ningún cataclismo que hiciera tambalearse los fundamentos políticos y morales de la nación”, aunque nos indica el periodo entorno (1896-1909) como de decadencia, regeneración y violencia finisecular. Asilada internacionalmente (no encuentra aliado en su guerra con EEUU), suenan voces (Giner, Ganivet, Unamuno) que reclaman, a la vez o antes que Costa, la lucha contra el analfabetismo, la mejora de la sanidad pública, el riego del campo español y la apertura a los influjos europeos. Ese debate sobre “el problema nacional” sí será positivo, aunque no muy operativo, ante la lejanía del pueblo, o la inexistencia de políticos que lo dirijan.

De izquierda a derecha, los ministros Pidal, Alba, Romanones, Maura, Dato, Alhucemas, González Besada, Cambó y Marina flanquean a Alfonso XIII, fotografiados para ABC por Ramón Alba el 22 de marzo de 1918
 

Las dificultades de la democracia

España adapta difícilmente sus costumbres políticas a las exigencias de la democracia: el parlamentarismo es una representación teatral que monta el poder a su servicio, con la escandalosa costumbre de que las elecciones siempre proporcionan holgadas mayorías al gobierno que las convoca… cuando el monarca mueve ficha en su favor. Por eso se abren paso con dificultad, tanto las diversas divisiones del republicanismo o la lucha por el control del partido liberal, como el socialismo.

Es muy duro el periodo 1909-1914: La semana trágica y los brotes de anticlericalismo, en la lucha contra el régimen. La ejecución de Ferrer provocó la ruptura de muchos liberales con el Gobierno Maura, cuyo gabinete cae poco después. El eco internacional es especialmente intenso. Pero debemos atender a las tremendas estadísticas, que nos dicen que a principios del siglo XX el país es castellano-centrista, el 2 por ciento de propietarios posee un 47% de las tierras mientras la industria obtiene beneficios extraordinarios, la esperanza de vida es corta y más de la mitad de la población activa se dedica a la agricultura, con cambios lentos sobre el regadío…

En ese contexto, la reacción de las organizaciones patronales, ante la creciente fuerza de los sindicatos, el incremento del trabajo femenino durante la guerra, el creciente desequilibrio social, la pérdida del poder adquisitivo por la inflación. Las crisis de subsistencias y las huelgas y crisis a partir de 1917 serán espectaculares; apenas los socialistas encauzan hacia una mayor conciencia política, frente al capitalismo oligárquico y corrupto. También la lucha del centro contra la periferia y viceversa, el papel de la prensa y los intelectuales, la significación del catalanismo, galleguismo, movimientos vascos..: “El gobierno de Madrid procuró combatir o desechar estos movimientos calificados de separatistas en vez de valerse del dinamismo político-social que representaban” …quedando así deslegitimado.  Figuras respetables apenas pueden cambiar las cosas: Moret, Canalejas… y por supuesto Pablo Iglesias y sus gentes.

 

Y, sobre todo, Cataluña, donde la violencia es extrema, y se dan casos graves, “tipo Dreyfuss”, como el de Corominas y, sobre todo, el fusilamiento en el Montjuïc. Porque la crisis de 1909 “provocó la división del partido conservador, la renovación del partido liberal, la alianza de los republicanos y socialistas y de la clase obrera, y la aparición del partido republicano radical y del partido reformista”.

No mucho después, ante la guerra mundial, los aliadófilos ven oportunidad de democratizar y  europeizar el país, los germanófilos de reforzar sus ideas conservadoras, y la monarquía, sin razones ni medios para intervenir, ensaya, como dijo Unamuno, una forma original de derrota sin pelear. Se benefician los exportadores y hasta hay catalanistas que piden adherirse a la confederación estadounidense. En fin, “de guerra nacional, el conflicto se transforma en guerra de ideas”. Tampoco podrá actuar España en Versalles en la busca de la paz… y los intereses.

El asunto colonial es tratado muy a fondo, recordando la sorpresa social e histórica de descubrir a los sefardíes expulsados de España siglos atrás, un pasado oculto u olvidado al que mirar, ahora que se habían perdido las últimas colonias ultramarinas. Que la presencia en el norte de África no era resultado de negociaciones con los jefes de las zonas sino del deseo de Londres y la benevolencia de París atendiendo a sus propios intereses. O Alemania los suyos contra todos, metidos en el conflicto de Tánger, por ejemplo. La guerra de África fue sinónima de combates estériles y sangrientos mal aceptados por la población. Porque “militarmente infructuosa, económicamente destructora, políticamente peligrosa, la política marroquí nunca fue popular”. Y encima “España no sacaba ningún beneficio económico… Al contrario, gastó, sin resultados, elevadas cantidades. Entre 1909 y 1921 la prensa hablaba frecuentemente de esa “pesadilla sangrienta y ruinosa”. Y el problema es que nada justificaba su papel en Marruecos. A. López Baeza hizo la pregunta decisiva: “Si no llevamos a Marruecos administración, cultura, moralidad, justicia, ¿Qué llevamos? ¿civilización?”. Pocos intelectuales aceptan el debate, salvo los socialistas, partidarios de abandonar Marruecos. Y casi todos, luego, pedirán responsabilidades. “Un debate moral que cristalizó la vida política entre 1922 y 1923”.

Manifestación por la depuración de responsabilidades del desastre de Annual (San Sebastián, 1923)(foto: S.B.H.A.C., dominio público)
 

La importancia de 1917

1917 es el año de mayor conflictividad en España. Se diría que, con casi veinte años de retraso, aquella España sin pulso de 1898 reacciona ahora con multitud de exigencias de acción. “Se juntaron en una crisis institucional todas las manifestaciones de los conflictos latentes que afectaban a los militares, los políticos no dinásticos y el movimiento obrero”. Las protestas piden la reforma constitucional y la renovación de la vida política. La crisis es total: económica, política, social e ideológica; por otra parte, todas las élites están involucradas: las parlamentarias, militares, sindicalistas, intelectuales. Confluyen de antiguo el anticlericalismo, el antimilitarismo, el anarquismo antipolítico… Pero no logran, salvo el catalanismo en ocasiones, formar conjuntos compactos, unidos, de republicanismo, liberalismo, etc.

Muestra su descontento el Ejército por el deterioro económico debido a la inflación, y la gestión del personal a partir de la guerra del Rif. Pero, aunque la reivindicación de las Juntas Militares no pasaba de corporativa y nunca amenazó realmente al régimen, enreda la ambigüedad del rey, que no desea enajenarse a los militares y llega a negociar con ellos socavando la autoridad política. Pero su presión militar llegó a ser tan fuerte, que sólo su apoliticismo, la falta de un fuerte liderazgo y unas metas claras, pudieron resolver, acallándolo, ese gran conflicto entre poderes. Los militares aceptan, al fin, reprimir la huelga general, política, de ese verano: ellos parecen un sindicato, pero no son revolucionarios, y nunca se plantearon, afirma Aubert contundente, la conquista del poder. En efecto, “los junteros habían ganado desde el punto de vista corporativo, pero no consiguieron ninguna mejora técnica de las fuerzas armadas”. Más adelante, perviviendo la tensión, las relaciones de Primo de Rivera con las Juntas serían complicadas.

Escenas de la huelga general de 1917 en Madrid (fotos: Mundo Gráfico)
 

Todavía otro tema de 1917: las asambleas de parlamentarios. La tolerancia con las Juntas, que habían afirmado su autonomía frente al Poder, “animó a Cambó a crear un bloque político con los grupos de izquierdas ajenos al sistema dinástico, socialistas, republicanos y reformistas. Reunidos por el Ayuntamiento y la Diputación de Barcelona un 2 de julio de 1917 en protesta por el cierre de las Cortes, los parlamentarios catalanes fueron declarados anticonstitucionales por Dato, y de poco sirvieron las gestiones de Cambó que, se nos advierte, tenía una estrategia no separatista sino de transformación del Estado… y no cuajó. El gesto se amplió a muchos otros diputados españoles… hasta que las noticias de la revolución rusa asustaron a la burguesía catalana. Pero ya en esa primavera había habido también movimientos del nacionalismo vasco y otros… y algo parecido ocurrió en 1918 con la I Asamblea Nacionalista gallega y en otras regiones españolas. Conatos suspendidos cuando surgió la Dictadura de Primo de Rivera, receloso ante los desarrollos autonómicos.

La otra cara de la moneda fue la durísima contestación desde la calle: la huelga general de 1917 y las siguientes. “Aunque no tuvo la extensión de la de diciembre de 1916, y no afectó todo el país ni lo dejó sin agua ni electricidad (como más tarde la de Barcelona de 1919), la huelga general de agosto de 1917, por su duración y por su carácter político, fue la más importante de la historia de España”. Aubert resume la postura de socialistas y anarquistas (reactivada UGT y aflorando CNT de larga suspensión legal), además de un terreno abonado por la gran inflación, las huelgas ferroviarias de 1916 y 1917, hasta llegar a la general del 13 de agosto de 1917, descrita en todas sus dimensiones, ubicaciones y características. Desde el primer día se declaró el estado de guerra en todo el país, lo que justificaba el uso de la fuerza y entregaba a los militares el orden público: “la censura minoró los efectos de la represión y suavizó los informes médicos que revelaron que el ejército había matado con balas” y extralimitaciones. En octubre, un tribunal militar condenó a cadena perpetua a los miembros del comité de huelga y otras penas al resto. Como es sabido, al ser aquellos elegidos diputados en mayo de 1918, quedaba anulada la sentencia y acallada la enorme presión popular pro amnistía. El debate persiste sobre si había sido una revuelta social o un huelga política, en todo caso pacífica según sus organizadores: “no estaba prevista ninguna insurrección ni asalto al poder sobre el modelo leninista”.

Pero, ojo, “el fracaso de la huelga de agosto de 1917 no significa el triunfo del régimen”. Y esa crisis “representa la última oportunidad de encontrar una solución negociada a los problemas nacionales”. Todos esos movimientos, próximos pero no simultáneos, proponían Cortes Constituyentes, pero diferían de los fines, lo que restó eficacia. Movimientos posteriores, como la huelga de La Canadiense” en Barcelona, la aplicación de la llamada “ley de fugas” contra terrorismo y pistolerismo en Cataluña (en 1921 hubo 376 víctimas, casi como en toda Alemania), y la violencia social en el campo andaluz, conforman un “trienio bolchevique” sin encontrar salida constitucional.

Directorio civil presidido por Primo de Rivera en 1925
 

La Dictadura de Primo de Rivera

La “salida”, fue, pues, anticonstitucional. La Dictadura, basada en el recuerdo de todos esos conflictos, a los que se había ido uniendo desde 1921 la “cuestión marroquí”.  Porque si el régimen se tambaleó con la crisis de 1917, la guerra de Marruecos le asestó un golpe mortal”.  La Dictadura recogerá, tras el humillante desastre de Annual, un fruto obsesivo y maduro: la ocupación total de la zona al derrotar y apresar a fines de mayo de 1926 a Abd-el-Krim.

Este libro aborda en varias ocasiones la Dictadura, asunto que ha tenido en el último medio siglo una abundante literatura histórica, aunque no ha terminado de contarse todo… Aubert se pregunta: “”¿Fue la dictadura de Primo de Rivera un paréntesis regenerador o la salida pretoriana de una crisis que amenazaba con llevarse todo el sistema? ¿Fin de la vieja política o triunfo de la reacción? No contesta sino con otras voces, y recuerda el destierro de Unamuno (y el menos contado de Jiménez de Asúa), el encarcelamiento de Marañón y el cierre del Ateneo que preside, o los embates desde la Costa Azul de Blasco Ibáñez, para resumir la aversión del dictador hacia los intelectuales. Salvo el adulador Azorín, los autoritarios Maeztu, D’Ors, Pradera, o quienes le hicieron Doctor Honoris Causa en Salamanca, la mayoría se mostró siempre adversa: renunciaron a su cátedra Ortega, De los Ríos, Valdecasas, Sánchez Román… y van formando una agrupación “de la más sana parte de la izquierda española” (y la Liga de Educación Social), entre los que da cuenta de contactos con la masonería. De poco servirá esbozar una especie de constitución, crear una Asamblea Nacional Consultiva nada democrática, o declararse el dictador incapaz de dialogar, incomprendido. Los intelectuales, realmente un importante grupo organizado y homogéneo, apelan a la decencia, una crítica moral incontestable desde la corrupción tolerada, y representan el ataque principal al régimen. Como afirma el autor, “España es sin duda, bajo la dictadura y sobre todo a principios de la República, el país en el que el mayor número de intelectuales toman parte en la vida política”. Otra cosa es que acuerden régimen e ideas para el día que caiga. Porque “contribuyeron al advenimiento de la República, ocuparon ministerios importantes y encarnaron el poder legislativo”, pero “desde su escaño de diputados, la mayoría de estos intelectuales desempeñaron un papel relevante que no irá más allá de las Constituyentes. La decepción de los más famosos fue patente desde el verano de 1931”.

Antonio Machado, Gregorio Marañón, José Ortega y Gasset y Ramón Pérez de Ayala en el Acto de presentación de la Agrupación al Servicio de la República en el Teatro Juan Bravo de Segovia, 14 de febrero de 1931 (foto: Archivo Fotográfico Alfonso)
 

Casi concluyendo, Paul Aubert señala que “España llegó tarde a la democracia, ésta fue tan imperfecta como en las demás naciones donde su funcionamiento está cuestionado ahora y merece una nueva definición”, y con alguna frecuencia viene de aquellos años, tan premonitorios, hasta los nuestros, y hace comparaciones y reflexiones. Y viene a cuento un artículo suyo de los muchos certeros y sutiles, en que recuerda: “«España es el único país en que los intelectuales se ocupan de política inmediata», escribía, orgulloso, Ortega y Gasset en 1927. La fecha importa mucho porque, en 1940, confesaba que el intelectual que en su país lo era todo —pues redactaba el relato nacional— ya no era nada. Tras la generación que hizo la Primera República, los intelectuales dispusieron brevemente en España del aparato de estado. Su intervención en la vida política, su relación con el poder y, luego, su acceso a las responsabilidades del estado constituyen una clave para entender la historia de España a lo largo del primer tercio del siglo xx”.

Añadamos que este libro resume bien la totalidad, enfatiza y explica con claridad didáctica aspectos menos trabajados hasta ahora, aporta muchos puntos de vista desde fuera (por alguien que conoce profundamente la cultura española), fotografías poco o nada conocidas, cuadros, notas, numerosos datos (muchos de elaboración propia), y desarrolla una visión socioeconómica muy bien articulada, donde se insertan comentarios claros y contundentes, finas anécdotas, semblanzas, adjetivaciones novedosas. Con excelente escritura en español, que enriquece el relato y asuntos que se benefician de esos conocimientos y perspectivas como el caso Ferrer, las posturas ante la guerra del 14, francofilia y democracia, etc. que fuerzan y concentran el debate ideológico.

Reseña del libro de Paul Aubert La España que pudo ser (1885-1931), Madrid, Tecnos, 2021, 814 páginas.


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