Juan Jurado
Empezaré por aquí: hoy soy consciente, más que nunca, de que una de las herencias democráticas más importantes que la Historia nos ofrece es la literatura en el exilio, es decir, los textos escritos por mujeres y hombres con la herida de la ausencia y el desarraigo supurando y anegándoles el alma.
Hoy, pido perdón a esas mujeres y a esos hombres que siempre me han representado por no ser digno de tal herencia, por no haberles devuelto, lágrima por lágrima, sudor por sudor, rabia por rabia, miedo por miedo, todo lo que sus escritos me estaban ofreciendo.
Hoy, les pido perdón porque, cuando pude hacerlo, no lo hice ni en la medida ni con la justicia que merecen. Durante muchos años, he compartido con mi alumnado la denominada «literatura del exilio» con una definición académica, sin alma: obras literarias escritas por autores y autoras fuera de España tras la Guerra Civil.
Hoy reconozco muy a pesar mío que esas clases las impartí en tercera persona, hablando del dolor de otros y otras, que no del mío. Hoy, si la vida me diera la oportunidad de desandar el camino, no sería así, porque, en puridad, en justicia, exiliadas fuimos todas las personas capaces de imaginar una España democrática, plural y justa, una España republicana.
Hoy, le intentaría transmitir en el aula, a través de sus palabras tan cercanas y tan distantes, el dolor que rezumaban sus historias, la ansiedad que produce el sufrimiento de la ausencia, de la sed insaciable en árbol privado de raíces, de la muerte en vida.
Hoy, mi clase estaría en primera persona, en un «nosotros y nosotras» solidario y digno. Porque hoy, esta democracia sedienta que sufrimos debiera buscar sus raíces en esos textos, en la memoria viva de esas mujeres y hombres que, con el dolor de su ausencia, nos trazaron el camino hacia la justicia, la igualdad y la libertad.
Escribió Max Aub (*) cuando volvió a España en los años finales de la dictadura, tras retornar a México con una tristeza infinita, que no reconocía a la España que él había tenido que abandonar, que se había encontrado una España gris, adormecida en una especie de limbo construido a base de miedo y olvido. La nube tóxica que la dictadura había sabido crear, una atmósfera en blanco y negro, como el NO-DO, que cubría las calles y las plazas.
La «revolución pasiva», en palabras del profesor Villacañas Berlanga (*) había hecho su trabajo, el necesario para que, cuando llegara el momento de hablar de aquellos años para el olvido, se hiciera en tercera persona, porque esos años para olvidar, fueron otros y otras los que los vivieron, personas del exterior de la crisálida mentirosa que habitamos, fueron las vencidas y los vencidos y la Historia nos la han seguido contando los vencedores.
Hoy, seguramente tarde, quiero decir que fui entonces y sigo siendo ahora un exiliado y que, con ese espíritu, volveré a hacer míos sus textos dignos, los de Max Aub, los de Teresa León, los de Francisco Ayala, los de Rosa Chacel, los de Ramón J. Sénder, los de tantas escritoras y escritores que quisieron hacer de su dolor palabra y de su palabra semilla democrática de futuro.
(*) La gallina ciega, Max Aub, Ed. Renacimiento
Fuente → lapajareramagazine.com
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