
Si alguna vez se planteó la cuestión de quién es el jefe en
Europa, la OTAN o la Unión Europea, la guerra la ha zanjado, al menos
durante un futuro previsible. Hace mucho tiempo, Henry Kissinger se
quejaba de que no había un único número de teléfono al cual llamar a
Europa, debiéndose realizar innumerables llamada para conseguir hacer
algo, así como de que existía una cadena de mando en exceso inadecuada
que demandaba simplificación. Después, tras la desaparición de Franco y
Salazar, se produjo la ampliación meridional de la Unión Europea, que
trajo aparejada también la incorporación de España y Portugal a la OTAN,
hecho que tranquilizó a Kissinger y a Estados Unidos ante las
veleidades del eurocomunismo y garantizó que un golpe militar en ambos
países solo se produciría con autorización de la Alianza Atlántica.
Posteriormente, al hilo del surgimiento del Nuevo Orden Mundial después
de 1990, fue tarea de la Unión Europea absorber a la mayoría de los
Estados miembros del desaparecido Pacto de Varsovia y prepararlos para
su adhesión a la OTAN. La tarea más o menos entusiastamente aceptada por
la Unión Europea de estabilizar económica y políticamente a los recién
llegados al bloque capitalista, así como de guiar sus procesos de
construcción nacional y de formación de sus respectivos Estados, iba a
dotar a estos países de la capacidad y el deseo de formar parte de
«Occidente», comprendido de acuerdo con el modelo dirigido por Estados
Unidos en el nuevo mundo unipolar.
Durante los años siguientes,
el número de países europeo-orientales a la espera de ser admitidos en
la Unión Europea creció, al tiempo que Estados Unidos presionaba por que
esta admisión se produjera. Con el paso del tiempo, Albania, Macedonia
del Norte, Montenegro y Serbia lograron el estatus de candidatos
oficiales a la incorporación, mientras Kosovo, Bosnia-Herzegovina y
Moldavia esperaban sin conseguirlo. Entretanto, el entusiasmo de los
Estados miembros de la Unión Europea declinó, especialmente en Francia,
que prefería y prefiere «profundizar» en vez de «ampliar», lo cual se
adecuaba a la peculiar finalité francesa de conseguir «una unión cada
vez más estrecha entre los pueblos de Europa»: un conjunto de Estados,
relativamente homogéneos política y socialmente, capaz de desempeñar
colectivamente un papel independiente, autodeterminado y «soberano en la
política mundial fundamentalmente bajo la dirección de Francia («una
Francia más independiente en una Europa más fuerte», como le gusta
expresarlo al recién reelegido presidente francés). Ello requería que
los costes económicos de la adecuación de los nuevos Estados miembros a
los estándares europeos, así como el volumen requerido de construcción
institucional aportada desde el exterior, se mantuvieran dentro de
parámetros manejables, dado que la Unión Europea ya forcejeaba con
persistentes disparidades económicas entre sus países miembros
mediterráneos y septentrionales, por no mencionar el profundo vínculo de
algunos de los nuevos miembros europeo-orientales con Estados Unidos. Y
así Francia bloqueó la entrada en la Unión Europea de Turquía, miembro
de larga data de la OTAN (que lo seguirá siendo aunque haya enviado
justo en estos día a Osman Kavala a prisión, sentenciado con una condena
perpetua de confinamiento en solitario sin posibilidad alguna de
libertad condicional) y de diversos Estados de los Balcanes
Occidentales, como Albania y Macedonia del Norte, si bien no logró
impedir la incorporación, en la primera ola de Osterweirterung
[expansión hacia el este] acaecida en 2004, de Estonia, Letonia,
Lituania, Polonia, la República Checa, Eslovaquia, Eslovenia y Hungría.
Cuatro años después, Sarkozy y Merkel impidieron que Estados Unidos
lograra, durante la presidencia George W. Bush, la adhesión de Georgia y
Ucrania a la Alianza Atlántica, anticipando que ello debería ser
seguido por su inclusión en la Unión Europea.
Con la guerra el
juego cambió. La alocución televisada de Zelensky, pronunciada ante la
reunión de los primeros ministros de los gobiernos de la Unión Europea,
causó un tipo de excitación muy deseada, pero raramente experimentada,
en Bruselas, mientras que su demanda de total incorporación a la misma,
tutto e subito, desencadenaba una interminable ovación de los
asistentes. Superentusiasta como de costumbre, von der Leyen viajó a
Kiev para entregar a Zelensky el prolijo cuestionario que los candidatos
a formar parte de la Unión Europea deben cumplimentar para iniciar los
procedimientos de admisión. Aunque normalmente lleva meses, si no años,
que los gobiernos nacionales reúnan los complejos detalles exigidos en
los cuestionarios, Zelensky prometió concluir el trabajo, no obstante el
asedio de Kiev, en unas cuantas semanas y así lo hizo. Todavía no
conocemos cuáles son las respuestas dadas por el gobierno ucraniano a
cuestiones como el tratamiento de las minorías étnicas y lingüísticas,
sobre todo rusas, la extensión de la corrupción y el estado de la
democracia, por ejemplo en lo que atañe al papel desempeñado por los
oligarcas ucranianos en los partidos políticos, así como en el
parlamento y el gobierno de su país. Si Ucrania es admitida en la Unión
Europea tan rápidamente como ha sido prometido por los dirigentes
europeos y como su gobierno y Estados Unidos esperan, ya no habrá razón
alguna en el futuro para rechazar el ingreso no ya únicamente de los
Estados de los Balcanes Occidentales, sino también de Georgia y
Moldavia, que presentaron su solicitud junto con Ucrania. En cualquier
caso, todos ellos fortalecerán ulteriormente el ala antirrusa y
proestadounidense de la Unión Europea, hoy dirigida por Polonia, que,
como Ucrania, es hoy una entusiasta participante en la «coalición de los
dispuestos» reunida por Estados Unidos para acometer el objetivo de
proceder a una activa construcción nacional en Iraq. Como sucede con la
Unión Europea en general, la adhesión ucraniana se convertirá en algo
similar a una escuela preparatoria o a un redil para los futuros
miembros de la OTAN. Esto es y será así, aunque Ucrania pueda ser
oficialmente declarada neutral de acuerdo con lo estipulado en un
hipotético acuerdo de paz, que le impida explícitamente unirse a la
OTAN. (En realidad, desde 2014, el ejército ucraniano ha sido
reconstruido de arriba abajo de acuerdo con las directrices
estadounidenses hasta el punto de que en 2021 consiguió de hecho
satisfacer los criterios de lo que en la jerga de la OTAN se denomina
«interoperabilidad»).
Además de alimentar a los nuevos miembros
de la OTAN por sí misma, otra tarea aparejada al nuevo estatus de
auxiliar civil de la Alianza Atlántica asumido por la Unión Europea es
diseñar las sanciones económicas concebidas para dañar todo lo que sea
necesario al enemigo ruso, mientras se minimiza el daño provocado por
las mismas a amigos y aliados. La OTAN controla las armas, la Unión
Europea se encarga de controlar los puertos. Von der Leyen, fogosa como
siempre, hizo saber al mundo ya a finales de febrero que la sanciones
preparadas por la Unión Europea serán más efectivas que nunca y que
«paso a paso desmantelarán la infraestructura industrial rusa». Quizá
por ser alemana, la presidenta de la Comisión Europea tal vez tenía en
mente cuando pronunció esas palabras algo similar al Plan Morgenthau, de
acuerdo con la versión propuesta a Franklin D. Roosevelt por sus
asesores, cuyo objetivo era reducir para siempre a la Alemania derrotada
a una sociedad agrícola. Este proyecto fue de inmediato desestimado,
tan pronto como Estados Unidos se dio cuenta de que podría necesitar a
Alemania (Occidental) para implementar su estrategia de «contención» de
la Unión Soviética durante la Guerra Fría.
No está claro quién
indicó a von der Leyen que no cargara las tintas, pero la demoledora
metáfora no fue oída de nuevo, quizá porque lo que implicaba podría
haber equivalido a la participación activa en la guerra. En cualquier
caso, pronto quedó en evidencia que la Comisión Europea, pese a sus
proclamas de reputación tecnocrática, había fracasado estrepitosamente
en la planificación de las sanciones, como lo había hecho a la hora de
planificar la convergencia macroeconómica. De modo notablemente
eurocéntrico, la Comisión parecía haber olvidado que hay partes del
mundo que no ven razón alguna para incorporarse al boicot decretado
contra Rusia por Occidente; para ellas las intervenciones militares no
son nada inusual, incluidas las efectuadas por los países occidentales
para los países occidentales. Por otro lado, internamente, cuando la
situación se puso fea, la Unión Europea tuvo dificultades para ordenar a
sus Estados miembros qué no debían comprar o vender; las apelaciones
dirigidas a Alemania e Italia para que dejaran de importar
inmediatamente gas ruso no fueron oídas, mientras ambos gobiernos
insistían en que debían tomar en consideración los empleos nacionales y
la prosperidad de sus respectivos países. Los errores de cálculo
abundaron incluso en la esfera financiera en la que, a pesar de las
increíblemente sofisticadas sanciones impuestas contra los bancos rusos,
incluido el banco central, el rublo se ha apreciado recientemente,
habiéndose registrado una revalorización de alrededor del 30 por 100
entre el 6 y el 30 de abril.
Cuando los reyes vuelven, lo hacen
aplicando purgas que han de rectificar las anomalías que se han
acumulado durante su ausencia. Viejas listas de cuestiones son
presentadas de nuevo y otras nuevas son confeccionadas, la falta de
lealtad revelada durante la ausencia del rey es castigada, las ideas
desobedientes y las memorias impropias son extirpadas y los escondrijos y
rincones del cuerpo político son limpiados de las desviaciones
políticas que entretanto los han poblado. Las acciones simbólicas de
corte mccarthysta son útiles, dado que esparcen el miedo entre los
potenciales disidentes. En estos momentos, a lo largo de la totalidad
del mundo occidental, los interpretes de piano o los jugadores de tenis o
los defensores de la teoría de la relatividad, que por el azar de la
vida resultan ser rusos y desean seguir practicando su profesión, se
hallan sometidos a presión para efectuar declaraciones públicas que
harían, en el mejor de los casos, difícil su vida y la de sus familias,
si retornaran a Rusia. Los periodistas de investigación descubren un
abismo de donaciones filantrópicas realizadas por los oligarcas rusos al
mundo de la música y los festivales, donaciones que han sido
bienvenidas en el pasado, pero que ahora se concluye que subvierten la
libertad artística, a diferencia, por supuesto, de las donaciones de sus
homólogos oligarcas occidentales, etcétera, etcétera.
En este
contexto de proliferación de juramentos de lealtad, el discurso público
se reduce a difundir la verdad del rey y nada más que a ello. Verstehen
Putin [comprender a Putin], o cualquiera que sea el ente con el que
estamos tratando, esto es, intentar dilucidar los motivos y razones,
buscando una clave útil para ver cómo podría negociarse quizá el final
de este baño de sangre, se iguala a verzeihen Putin [perdonar a Putin];
se relativizan, como dicen los alemanes, las atrocidades del ejército
ruso intentando ponerles fin con otros medios militares. De acuerdo con
una sabiduría recientemente revisada, solo hay una manera de tratar con
un loco; pensar en otros medios hace avanzar sus intereses y, por
consiguiente, equivale a traición. (Recuerdo a los profesores de la
década de 1950 que enseñaban a la joven generación que «el único
lenguaje que el ruso comprende es el lenguaje del puño»). La gestión de
la memoria es central: nunca mencionar los Acuerdos de Minsk (2014 y
2015) firmados por Ucrania, Rusia, Francia y Alemania, no preguntar qué
fue de ellos y por qué pasó lo que pasó; no mencionar el programa de
resolución negociada del conflicto en virtud del cual Zelensky fue
elegido presidente en 2019 por casi tres cuartas partes del electorado
ucraniano; y olvidar la respuesta estadounidense, dada mediante la
diplomacia de megáfono, a las propuestas rusas de un sistema de
seguridad europeo conjunto efectuadas a finales de 2021. Y, sobre todo,
nunca traer a colación las diversas «operaciones especiales»
estadounidenses realizadas en el pasado reciente como, por ejemplo, la
de Faluya, Iraq, que provocó ochocientas víctimas civiles tan solo en
unos pocos días: hacerlo supone cometer el crimen, de acuerdo con el
Twitter alemán, de «y tú más», el cual es desde un punto de vista moral,
a la vista de «las imágenes de Mariupol», completamente descomunal.
A
lo largo y ancho de Occidente, la política de reconstrucción imperial
está considerando objetivo de ataque a todo y a todos aquellos
considerados culpables de desviación, o de haberse desviado en el
pasado, de la posición estadounidense sobre Rusia y la Unión Soviética,
así como sobre Europa considerada en su conjunto. Aquí es donde se traza
hoy la línea roja entre la sociedad occidental y sus enemigos, entre el
bien y el mal, una línea a lo largo de la cual no solo el presente,
sino también el pasado, deben ser purgados. Particular atención se está
prestando a Alemania, el país que ha estado bajo sospecha
(kissingeriana) desde los tiempos de la Ostpolitik [política de apertura
hacia los países europeo-orientales] de Willy Brandt y desde el
reconocimiento alemán de la frontera occidental de la Polonia de
posguerra. Desde entonces Alemania fue sospechosa a ojos estadounidenses
de querer tener voz propia sobre su propia seguridad nacional y sobre
la seguridad europea, en aquellos momentos insertas en el seno de la
OTAN y de la Comunidad Europea, pero en el futuro posiblemente en manos
estrictamente europeas. Que tres décadas más tarde Schröder, como Blair,
Obama y tantos otros, monetizara su pasado político tras abandonar sus
responsabilidades públicas nunca fue un problema; lo fue cuando ello
podía ser utilizado como evidencia de otro caso de desobediencia como el
rechazo histórico de Schröder, de la mano de Chirac, de unirse a la
banda dirigida por Estados Unidos para invadir Iraq y al hacerlo quebrar
exactamente el mismo derecho internacional que ahora está siendo
violado por Putin. (El hecho de que Merkel, en aquel momento líder de la
oposición, dijera al mundo, hablando desde Washington DC pocos días
antes de la invasión, que Schröder no representaba la verdadera voluntad
del pueblo alemán puede ser una de las razones por la que se ha
ahorrado hasta la fecha los ataques estadounidenses ante lo que se
afirma ahora que constituye una de las principales causas de la guerra
ucraniana, esto es, su política energética conducente a hacer
dependiente a Alemania del gas natural ruso).
Hoy, en todo caso,
no es realmente Schröder, absolutamente ebrio como es obvio por los
millones con los que los oligarcas rusos le colman, el principal
objetivo de la purga alemana. Es, por el contrario, el SPD como partido,
que de acuerdo con Bild y el nuevo líder de la CDU, Friedrich Merz, un
empresario con excelentes conexiones estadounidenses, tiene y siempre ha
tenido un Russlandproblem. El papel de gran inquisidor es robustamente
representado por el actual embajador ucraniano en Alemania, un tal
Andrij Melnyk, autonombrado némesis en particular de Frank-Walter
Steinmeier, ahora presidente de la República Federal, quien es señalado
como la personificación de la «conexión rusa» del SPD. Steinmeier fue
entre 1999 y 2005 jefe de la Oficina de la Cancillería [gabinete de la
presidencia del gobierno] de Schröder, sirvió en dos ocasiones
(2005-2009 y 2013-2017) como ministro de Asuntos Exteriores en el
gobierno de Merkel y fue durante cuatro años (2009- 2013) líder de la
oposición en el Bundestag. De acuerdo con Melnyk, infatigable tuitero y
protagonista de entrevistas, Steinmeier «ha tejido al cabo de los años
una telaraña de contactos con Rusia [en la que] se hallan atrapadas
innumerables personas, que ahora ejercen puestos de responsabilidad en
el gobierno alemán». Para Steinmeier, así corre el razonamiento de
Melnyk, «la relación con Rusia fue y es algo fundamental, algo sagrado
con independencia de lo que suceda. Ni siquiera la guerra de agresión
rusa parece importarle demasiado». Informado por su embajador, el
gobierno ucraniano declaró a Steinmeier persona non grata minutos antes
de que subiera al tren que le iba a llevar de Varsovia a Kiev junto con
el ministro polaco de Asuntos Exteriores y los jefes de gobierno de los
Estados bálticos. Mientras que el resto de viajeros pudieron entrar en
Ucrania, Steinmeier tuvo que informar los periodistas que le
acompañaban que no era bienvenido y que volvía a Alemania.
El
caso de Steinmeier es interesante, porque muestra cómo están siendo
seleccionados los objetivos de la purga en curso. A primera vista las
credenciales neoliberales y atlantistas de Steinmeier parecerían
impecables. Autor de la Agenda 2010, Steinmeier, como jefe de la Oficina
de la Cancillería y coordinador de los servicios secretos alemanes,
permitió que Estados Unidos utilizara sus bases militares alemanas para
agrupar e interrogar a prisioneros procedentes de todo el mundo en la
«guerra contra el terrorismo», podemos presumir que como compensación
por el rechazo de Schröder a unirse a la aventura estadounidense en
Iraq. Steinmeier tampoco levantó mucha polvareda, de hecho no levantó
ninguna, cuando Estados Unidos mantuvo a ciudadanos alemanes de
descendencia libanesa y turca prisioneros en Guantánamo, después de ser
arrestados, secuestrados y torturados tras haber sido confundidos con
otras personas. Hasta el día de hoy se han sucedido las acusaciones de
que Steinmeier no proporcionó la asistencia adecuada a estos detenidos
arbitrariamente, como debería haberlo hecho a tenor de la legislación
alemana. Lo que sí es cierto es que Steinmeier contribuyó a que Alemania
dependiera de la energía rusa, aunque no en los términos que indican
sus acusadores. Fue él quien en 1999 negoció el abandono de la energía
nuclear por parte de Alemania en nombre del gobierno de coalición
roji-verde presidido por Schröder, abandono exigido por los Verdes, pero
no por el SPD. Posteriormente, como líder de la oposición, cooperó
cuando en 2011, tras el accidente de Fukushima, Merkel, habiendo
revertido el primer plan de abandono de la energía nuclear, se
contradijo a sí misma para optar por el segundo, esperando con toda la
astucia que ello le abriría la puerta a una coalición con los Verdes.
Pocos años después, cuando Merkel puso fin por las mismas razones
ambientales al uso del carbón, en particular del lignito, que debería
coincidir efectivamente aproximadamente con el momento del cierre de los
últimos reactores nucleares, Steinmeier cooperó también en la
implementación de esta política. Sin embargo, es él, no Merkel, quien
está siendo culpado de la dependencia energética alemana y de la
colaboración con Rusia, quizá por razones debidas a la duradera gratitud
mostrada hacia Merkel por su asistencia en la crisis de los refugiados
sirios provocada por la chapucera intervención (no) estadounidense en
Siria. Entretanto, tanto los Verdes, la fuerza motriz tras la política
energética alemana desde la primera decisión al respecto tomada por
Schröder, como la CDU, han logrado escapar de la ira estadounidense
gracias a su incansable ataque contra el SPD y contra Scholz por su
vacilación en la entrega de «armas pesadas» a Ucrania.
¿Y qué
decir del Nord Stream 2? En este caso Merkel también estuvo siempre al
mando del asunto, no menos porque el punto de llegada del gaseoducto en
suelo alemán iba a ser su estado natal por no decir su circunscripción
electoral. Téngase en cuenta que el gaseoducto nunca entró en
funcionamiento, siendo un buen acuerdo que el gas ruso llegara a
Alemania siendo bombeado a través de un sistema de gaseoductos que pasa a
través de Ucrania. A ojos de Merkel, el Nord Stream 2 era necesario por
la caótica situación legal y política existente en este país después de
2014, la cual suscitaba la cuestión de cómo asegurar un tránsito fiable
del gas para Alemania y Europa occidental, cuestión que el Nord Stream 2
resolvía elegantemente. No hace falta ser un Ukraineversteher [alguien
que comprende a Ucrania] para percibir que este nuevo gaseoducto debe
haber irritado a los ucranianos. Resulta interesante observar, sin
embargo, que después de más de dos meses de guerra el gas ruso sigue
siendo suministrado a través de gaseoductos ucranianos. Aunque el
gobierno ucraniano puede cerrarlos cuando lo desee, no lo hace,
probablemente para permitirse a sí mismo y a sus oligarcas la
recaudación de las correspondientes tasas de paso. Ello no impide que
Ucrania exija a Alemania y a otros países que pongan fin inmediatamente
al uso del gas ruso a fin de no financiar la «guerra de Putin».
De
nuevo surge la cuestión, ¿por qué Steinmeier y el SPD y no Merkel y la
CDU o los Verdes? La razón más importante puede ser que en Ucrania,
especialmente entre la derecha radical del espectro político, el nombre
de Steinmeier es conocido y odiado sobre todo por su relación con el
denominado «algoritmo de Steinmeier» consistente esencialmente en una
hoja de ruta o lista de tareas aptas para la implementación de los
Acuerdos de Minsk redactados por el mismo en su calidad de ministro de
Asuntos Exteriores del gobierno de Merkel. Aunque el Nord Stream 2 era
imperdonable desde la perspectiva de Ucrania, los Acuerdos de Minsk eran
un pecado mortal a los ojos no sólo de la derecha ucraniana (entre
otras cosas habría concedido autonomía a las áreas rusohablantes del
país), sino también de Estados Unidos, que no había sido consultado al
respecto, al igual que Ucrania no iba a serlo respecto al gaseoducto
Nord Stream 2. Si el último constituía un acto no amistoso entre socios
empresariales, el primero constituía un acto de alta traición contra un
rey temporalmente ausente, que ahora había vuelto para poner orden y
cobrarse su venganza.
En la medida en que la Unión Europea se ha
convertido en una organización subsidiaria de la OTAN, podemos presumir
que sus funcionarios conocen tan poco como cualquier otra persona normal
y corriente los objetivos bélicos últimos de Estados Unidos. La
reciente visita de los secretarios estadounidenses de Estado y de
Defensa a Kiev parece indicar que Estados Unidos ha desplazado la meta
hacia delante, que habría dejado de ser la defensa de Ucrania contra la
invasión rusa para consistir en el debilitamiento permanente del poder
militar ruso. El grado en que Estados Unidos ha tomado en estos momentos
el control fue fehacientemente demostrado cuando durante su viaje de
vuelta los dos secretarios estadounidenses se detuvieron en la base
aérea estadounidense de Ramstein, Alemania, la misma que Estados Unidos
ha utilizado para librar la guerra contra el terrorismo y organizar
operaciones similares. Ahí se encontraron con los ministros de Defensa
de no menos de cuarenta países, a quienes habían ordenado que
comparecieran para mostrar su apoyo a Ucrania y, por supuesto, a Estados
Unidos. Curiosamente la reunión no fue convocada en la sede principal
de la OTAN sita en Bruselas, una sede multinacional al menos
formalmente, sino en una instalación militar considerada por Estados
Unidos bajo su única y exclusiva soberanía ante el silencioso desacuerdo
ocasional del gobierno alemán. Fue aquí, en un acto presidido por
Estados Unidos bajo dos banderas, la estadounidense y la ucraniana,
donde el gobierno de Scholz finalmente mostró su acuerdo para
suministrar a Ucrania las largamente demandadas «armas pesadas» sin
permitírsele, evidentemente, expresar opinión alguna sobre el objetivo
exacto para el que sus tanques y morteros serán utilizados. (Las
cuarenta naciones acordaron reunirse una vez al mes para decidir qué
otro equipo militar podría ulteriormente necesitar Ucrania). No podemos
dejar de recordare en este contexto la observación efectuada por un
diplomático estadounidense retirado, expresada en una etapa preliminar
de la guerra, de que Estados Unidos iba a combatir a los rusos «hasta el
último ucraniano».
Como es bien sabido, el lapso de atención no
únicamente de la ciudadanía estadounidense, sino también de su
establishment encargado de la política exterior es corto. Dramáticos
acontecimiento acaecidos dentro y fuera de Estados Unidos pueden reducir
drásticamente la atención nacional prestada a un lugar remoto como
Ucrania, por no mencionar las inminentes elecciones de medio mandato y
la próxima campaña de Donald Trump para intentar hacerse de nuevo con la
presidencia del país en 2024. Desde la perspectiva estadounidense, esto
no supone un gran problema, porque los riesgos asociados a sus
aventuras exteriores recaen casi exclusivamente sobre las respectivas
poblaciones locales, como demuestra el caso de Afganistán. Mucha más
importancia, podríamos pensar, debería tener para los países europeos
conocer cuáles son exactamente los objetivos bélicos estadounidenses en
Ucrania y cómo estos se modifican a medida que se desenvuelve la guerra.
Después del encuentro de Ramstein, el objeto de discusión no era
únicamente el debilitamiento permanente de la capacidad militar rusa,
olvidémonos del logro de un acuerdo de paz, sino la consecución de una
victoria sin matices de Ucrania y sus aliados, lo cual pone en
entredicho la opinión habitual de que una guerra convencional no puede
ganarse contra una potencia nuclear. Para los europeos el resultado será
una cuestión de vida o muerte, lo cual podría explicar por qué el
gobierno alemán vaciló durante algunas semanas antes de enviar armas a
Ucrania, que podrían ser utilizadas, por ejemplo, para penetrar en
territorio ruso, en un primer momento quizá para golpear las líneas de
aprovisionamiento rusas y, después, para llevar a cabo otro tipo de
operaciones. (Cuando quien escribe estas líneas leyó la noticia sobre la
nueva aspiración estadounidense de lograr la «victoria», fue golpeado
durante un momento inolvidable por un profundo sentimiento de miedo). Si
Alemania hubiera tenido en todo caso el coraje de exigir que su opinión
fuera tenida en cuenta en lo que atañe a la estrategia
estadounidense-ucraniana, ninguno de estos escenarios estaría ante
nosotros: los tanques alemanes, parece, serán entregados con carte
blanche para su uso totalmente discrecional. Corren rumores de que
prácticamente la totalidad de las numerosas simulaciones de conflicto
encargadas durante los últimos años a los think tanks estadounidenses
por el gobierno de su país para analizar una hipotética guerra entre
Ucrania, la OTAN y Rusia concluyen, de un modo u otro, en un Armagedón
nuclear, al menos en Europa.
Ciertamente, un desenlace nuclear no
es lo que se está comunicando a la opinión pública. Por el contrario,
escuchamos que Estados Unidos asume que derrotar a Rusia exigirá muchos
años, lo cual incluye un punto muerto prolongado consistente en un
dilatado empantanamiento cocido a fuego lento en el fango de la guerra
terrestre en la que ninguna de las partes es capaz de avanzar: los
rusos, porque los ucranianos recibirán continuamente nuevos recursos
económicos y nuevo material bélico, si no efectivos, por un «Occidente»
recientemente sometido de nuevo a los designios estadounidenses; los
ucranianos, porque son demasiado débiles como para entrar en Rusia y
amenazar su capital. A Estados Unidos esto podría parecerle una cómoda
guerra por delegación, cuyo equilibrio de fuerzas es objeto de ajustes y
reajustes realizados a su antojo en función de sus cambiantes
necesidades estratégicas. De hecho Biden sugirió, al hilo de su petición
de otros 33 millardos de dólares de ayuda destinada a Ucrania tan solo
para el ejercicio de 2022, que ello constituía únicamente el comienzo de
un largo compromiso, que sería tan caro como la intervención en
Afganistán, pero que merecía la pena afrontar. A no ser que, por
supuesto, los rusos comiencen a disparar más de sus misiles milagrosos,
desempaquen sus armas químicas y, finalmente, se dispongan a utilizar su
arsenal nuclear, comenzando por el uso de pequeñas cabezas explosivas
arrojadas sobre el campo de batalla.
¿Existe, a pesar de todo
esto, una perspectiva de paz para después de la guerra o, dicho de modo
menos ambicioso, para una arquitectura de seguridad regional, quizá una
vez que los estadounidenses hayan perdido el interés por el conflicto o
Rusia entienda que no puede o no necesita continuar la guerra? Un
acuerdo euroasiático, si queremos denominarlo así, presupondrá
probablemente algún tipo de cambio de régimen en Moscú. Después de lo
sucedido, es difícil imaginar a los líderes europeo-occidentales
expresando públicamente su confianza en Putin o en un sucesor creado en
su horma. Al mismo tiempo, no hay razón alguna para creer que las
sanciones económicas impuestas por Occidentes Unidos contra Rusia
provocarán un levantamiento público capaz de derribar el régimen de
Putin. De hecho, medidas por la experiencia del bombardeo indiscriminado
de las ciudades alemanas por los Aliado durante la Segunda Guerra
Mundial, las sanciones bien podrían tener el efecto opuesto propiciando
el cierre de filas del pueblo ruso tras su gobierno. Desindustrializar
Rusia, à la von der Leyen, no será posible en ningún caso, porque China
en última instancia no lo permitirá, dado que a la postre necesita un
Estado ruso operativo para su proyecto de la Nueva Ruta de la Seda. Las
demandas populares en Occidente para que Putin y su camarilla se sienten
ante el Tribunal Penal de La Haya no se verán satisfechas por estas
mismas razones. Téngase en cuenta en todo caso que Rusia, como Estados
Unidos, no ha firmado el tratado que creó el mencionado Tribunal,
asegurándose así la inmunidad de sus ciudadanos en caso de persecución.
Al igual que Kissinger y Bush jr., así como otros actores
estadounidenses, Putin permanecerá básicamente indemne hasta el final de
sus días con independencia de como acaben estos. Aquellos países
europeos que por razones históricas no muestran precisamente una
inclinación hacia la rusofilia, como los países bálticos y Polonia, y
ciertamente también Ucrania, pueden gozar de una buen oportunidad para
convencer a la opinión pública de países como Alemania o Escandinavia de
que confiar en Rusia puede ser peligroso para su salud nacional.
Sin
embargo, un cambio de régimen puede ser también necesario en Ucrania.
Durante los últimos años el extremo ultrancionalista de la política
ucraniana, caracterizado por tener profundas raíces en el pasado
fascista y, en realidad, pronazi de Ucrania, parece haber ganado fuerza
en la nueva alianza con las fuerzas ultraintervencionistas activas en
Estados Unidos, lo cual no ha dejado de tener consecuencias entre otras
cosas en la desaparición de los Acuerdos de Minsk de la agenda política
ucraniana. Un prominente exponente de la extrema derecha ucraniana es el
embajador de Ucrania en Alemania, previamente mencionado, que nos hizo
saber en una entrevista concedida al Frankfurter Allgemeine Zeitung que
para él alguien como Navalny es exactamente igual que Putin en lo que
atañe al derecho de Ucrania a existir como Estado-nación soberano.
Preguntado por lo que diría a sus amigos rusos, el embajador negó tener
alguno, afirmando que en realidad no ha tenido ninguno a lo largo de su
vida, dado que los rusos por naturaleza existen para aniquilar al pueblo
ucraniano. La familia política del embajador Melnyk se remite a la
Organización de Nacionalistas Ucranianos, activa durante el periodo de
entreguerras y bajo la ocupación alemana, con la cual colaboraron sus
dirigentes hasta que descubrieron que los nazis no distinguían en
realidad entre rusos y ucranianos, cuando se trataba de asesinar y
esclavizar a los pueblos. La Organización de Nacionalistas Ucranianos
estaba dirigida por dos hombre, Andrij Melnyk (mismo nombre que el
embajador) y Stepan Bandera, este último situado de algún modo, si ello
fuera posible, a la derecha del primero. Ambos cometieron, de acuerdo
con las informaciones disponibles, crímenes de guerra protegidos por las
fuerzas ocupantes alemanas, Bandera como jefe de la policía, nombrado
por los nazis, de Leópolis. Posteriormente Bandera fue orillado por los
alemanes y puesto bajo arresto domiciliario, como había sucedido a otros
fascistas locales en otras partes. (Los nazis no creían en el
federalismo). Después de la guerra, una vez reestablecida la Unión
Soviética, Bandera se trasladó a Múnich, la capital que durante la
posguerra acogió a multitud de antiguos colaboradores pronazis de Europa
Oriental como, por ejemplo, los ustasha croatas. En 1959 fue asesinado
en esa ciudad por un agente soviético tras haber sido sentenciado a
muerte por un tribunal soviético.
El Melnyk de nuestros días
llama a Bandera su «héroe». En 2015, poco después de ser nombrado
embajador, visitó su tumba en Múnich en la que depositó flores, dejando
constancia en Twitter de su visita. Este hecho propició un reproche
formal del Ministerio de Asuntos Exteriores alemán, dirigido en ese
momento por Steinmeier. Melnyk también expresó su apoyo público al
denominado Batallón Azov, un grupo paramilitar activo en Ucrania fundado
en 2014, generalmente considerado como el ala militar de varios
movimientos neofascistas ucranianos. No está del todo claro para los no
especialistas cuál es exactamente el grado de influencia de la corriente
de Melnyk en el gobierno de Ucrania a fecha de hoy; existen ciertamente
otras corrientes en la coalición gobernante, cuya influencia, sin
embargo, puede declinar ulteriormente a medida que la guerra se
prolongue. Los movimientos nacionalistas en ocasiones sueñan con el
fortalecimiento de su nación a partir de la muerte de los mejores de su
pueblo en el campo de batalla, soldada la nueva nación por el sacrificio
heroico. En la medida en que Ucrania es gobernada por fuerzas políticas
de este tipo, que se hallan soportadas desde el exterior por Estados
Unidos, partidario de que la guerra ucraniana se prologue, es difícil
ver cómo y cuándo este baño de sangre concluirá, si no es por la
capitulación del enemigo o por el recurso a sus armas nucleares.
Política
ucraniana aparte, una guerra estadounidense por delegación en Ucrania
podría forzar a Rusia a estrechar sus relaciones de dependencia respecto
a China, asegurando a este último país un aliado euroasiático cautivo,
que le ofrecería un acceso asegurado a los recursos rusos a un precio
realmente bajo, dado que ahora Occidente habría dejado de competir por
ellos. Rusia, a su vez, podría beneficiarse de la tecnología china en la
medida que esta fuera puesta a su disposición. A primera vista, una
alianza como esta podría parecer contraria a los intereses
geoestratégicos de Estados Unidos. Esta alianza traería aparejada, sin
embargo, una alianza igualmente estrecha e igualmente asimétrica entre
Europa Occidental y Estados Unidos, dominada por este último país, que
mantendría a Alemania bajo control y suprimiría las aspiraciones
francesas en pro de la «soberanía europea». Con toda probabilidad, lo
que Europa puede entregar a Estados Unidos excedería lo que Rusia puede
entregar a China, de modo que la pérdida de Rusia en beneficio de China,
sería más que compensada por las ganancias de reafirmación de la
hegemonía estadounidense sobre Europa Occidental. Una engañosa guerra
por delegación en Ucrania podría resultar, pues, atractiva para Estados
Unidos en su intento de construir una alianza global susceptible de ser
utilizada en su inminente batalla con China sobre el Nuevo Orden
Mundial, unipolar o bipolar en los viejos o los nuevos modos, que será
librada durante los próximos años después del fin del fin de la
historia.
Fuente → sinpermiso.info
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