Dialéctica reforma/ruptura en el movimiento sindical

Este trabajo, ”Historia (y memoria) de la Transición sindical”, se publica en tres partes. Esta segunda, “Dialéctica reforma/ruptura en el movimiento sindical”, ha venido precedida de “La reconstrucción del movimiento obrero” y continuará con la tercera entrega “Hacia un nuevo sistema de relaciones laborales”

Dialéctica reforma/ruptura en el movimiento sindical
Pere J. Beneyto 
 

A finales de 1975 la agonía, biológica y política, de la dictadura coincidía con el agravamiento de la crisis económica, la creciente convergencia de la oposición y el reforzamiento de las organizaciones obreras, tras el importante triunfo de las candidaturas democráticas en las últimas elecciones del Sindicato Vertical y su intervención en la negociación de miles de convenios colectivos, lo que acabaría generando un notable incremento de la conflictividad laboral y convirtiendo al movimiento sindical en factor clave de la transición a la democracia.

Aquel invierno caliente registró una auténtica “galerna de huelgas” que se prolongaría, con algunas oscilaciones, durante los años centrales de la transición (tabla 1), en los que el volumen de conflictividad se multiplicaría prácticamente por diez.

El ciclo de protesta se desarrolló aquí con cierto retraso respecto de los principales países de nuestro entorno (mayo de 1968 en Francia, autunno caldo de 1969 en Italia) y presenta, asimismo, una significativa diferencia: mientras que la institucionalización de las relaciones laborales en los países europeos centrales había aislado el conflicto político del social en el nuestro operaba la tendencia contraria, de forma que las condiciones de la dictadura conferían contenido político a la movilización obrera que alcanzaba así un fuerte componente expresivo y acreditaba su consolidación como actor social relevante en un contexto de crisis, tanto política como económica.

Tabla 1. Conflictividad laboral en España (1975-1980) Fuente: Ministerio de Trabajo
 

Fue, precisamente, la presión social “desde abajo”, ejercida por los movimientos vecinal, estudiantil, profesional y, especialmente, obrero, la que resultó determinante para desbaratar primero las maniobras continuistas, acelerar más tarde las reformas y forzar finalmente la ruptura con el franquismo.

En el primer caso, el proyecto del Gobierno Arias pretendía alumbrar una supuesta “democracia a la española” mediante la reforma de las Leyes Fundamentales del franquismo, lo que en el plano político se intentó con la Ley de Asociación promovida por Fraga y en el sindical por una reforma “desde arriba” del aparato verticalista mal llamado “Organización Sindical Española” (OSE), planteada por Martín Villa, con el objetivo declarado de hacer compatible el reconocimiento de un cierto pluralismo de las “organizaciones profesionales de empresarios y trabajadores” con el mantenimiento y control de las estructuras verticalistas.

Ambos intentos continuistas habrían de fracasar, tanto por las contradicciones internas del aparato postfranquista como por la oposición externa de las fuerzas democráticas y, especialmente, del sindicalismo obrero que en los primeros meses de 1976 mantenía un proceso de movilización casi permanente, siendo en muchos casos violentamente reprimidas sus acciones colectivas, como sucedió en las huelgas del calzado en Elda (Alicante) y del metal en Vitoria, en las que la intervención policial causó varios muertos, lo que incrementó el rechazo popular al gobierno de Arias Navarro, que acabaría dimitiendo el 1 de julio de aquel mismo año.

Se iniciaba entonces un proceso de inflexión en los ritmos de transición política y sindical, pues mientras que en el primer caso el nuevo gobierno Suárez recuperaría la iniciativa reformista, en el ámbito laboral se aceleraba de hecho la ruptura y los sindicatos de clase –que seguían siendo formalmente ilegales- lograban imponer su presencia e intervención tanto en términos organizativos (XXX Congreso de UGT y Asamblea General de CC.OO. en abril y julio de 1976, respectivamente) como de interlocución social (Jornadas de “Euroforum” en mayo de diálogo social entre representantes sindicales y empresariales) y política (demandas de legalización presentadas al Ministro de “Relaciones Sindicales” en agosto y octubre de ese mismo año), bloqueando con ello los intentos verticalistas de promover una especie de UCD-sindical y consiguiendo, en octubre de 1976, la definitiva disolución de la vieja OSE.

Así pues, en esta primera fase de la transición el movimiento sindical demostró una importante capacidad de movilización social, anticipando en su ámbito la ruptura con el pasado y contribuyendo a acelerar los cambios también en el escenario político, en un proceso no exento de contradicciones.

Por su parte, el agravamiento de la crisis económica (el año concluiría con una inflación del 19%, junto a un fuerte incremento del paro) y las medidas restrictivas impuestas por el gobierno (congelación salarial y abaratamiento del despido) convirtieron la negociación colectiva en el escenario clave del conflicto social, ante la ausencia o debilidad de otras formas de redistribución propias del “Estado de Bienestar”, con el consiguiente repunte de la conflictividad laboral.

Durante dicho período se ensayaron, asimismo, estructuras unitarias como la Coordinadora de Organizaciones Sindicales (COS), constituida formalmente el 22 de julio de 1976 e integrada por CC.OO., UGT y USO, con el objetivo de articular la protesta obrera y representar al movimiento sindical en los órganos de la oposición democrática, si bien tendría una vida efímera debido a las diferencias estratégicas entre sus miembros, que pugnaban ya por desarrollar sus respectivos proyectos autónomos.

La huelga general convocada por la COS para el 12 de noviembre contribuyó, por una parte, a fortalecer las posiciones sindicales en las relaciones laborales (ruptura de los topes salariales), pero se demostró incapaz de bloquear el proyecto político del gobierno Suárez (su Ley para la Reforma Política fue ampliamente aprobada en el referéndum del 15 de diciembre siguiente), poniendo de manifiesto los límites de la tradicional estrategia resistencialista y planteando la necesidad de un nuevo modelo de alternativas proactivas que combinasen presión y negociación.

La cuestión fue objeto, desde entonces, de importantes debates y tensiones orgánicas, que en muchos casos se prolongarían durante años, entre unidad y pluralidad sindical, tradeunionismo laboral y sindicalismo sociopolítico, autonomía de los movimientos sociales o subordinación a las estrategias partidarias, movimiento asambleario o sindicato organizado…, cuyo progresivo decantamiento contribuiría a configurar la estructura y estrategia de nuestro sindicalismo.

Entre tanto, en el ámbito político se constataba la existencia de una “correlación de debilidades” entre las fuerzas del régimen y las de la oposición (ninguna de las partes se hallaba en condiciones de imponer al adversario la totalidad de sus planteamientos) lo que abrió paso a una progresiva “metamorfosis de la ruptura” que, superando algunos maximalismos, planteó el inicio de negociaciones formales con el gobierno Suárez en torno a los objetivos centrales de la transición democrática (libertad política y sindical, amnistía general y convocatoria de elecciones), en un contexto especialmente difícil, caracterizado por las maniobras desestabilizadoras en las que parecían coincidir el bunker franquista y un terrorismo desnortado.

Funeral por las víctimas del atentado de Atocha, en la Plaza de Colón de Madrid
 

Los "siete días de enero" de 1977

Especialmente dramáticos fueron aquellos “siete días de enero” de 1977 en los que, mientras el GRAPO mataba a tres policías y mantenía secuestrados a un general y al presidente del Consejo de Estado, la represión policial causaba la muerte de dos manifestantes y un comando de extrema derecha, vinculado a la burocracia verticalista, asesinaba a cinco abogados laboralistas de Comisiones Obreras.

El multitudinario entierro de los abogados de Atocha constituyó la mayor y mejor demostración del compromiso del movimiento obrero y sindical en la lucha por la libertad, legitimó su intervención y contribuyó, decisivamente, a acelerar los procesos de cambio.

De hecho, en los tres meses siguientes, fueron legalizados partidos y sindicatos, liberados los presos políticos, retornaron numerosos exiliados y se convocaron las primeras elecciones democráticas en cuarenta y un años, abriendo paso a un auténtico proceso constituyente, lo que real y simbólicamente constituía una clara ruptura con el pasado.

En el ámbito sindical los cambios se concentraron a lo largo del mes de abril, primero con la publicación en el BOE de la Ley 19/1977 de Asociación Sindical (LAS), que liquidaba cuatro décadas de verticalismo y reconocía el derecho de trabajadores y empresarios a desarrollar sus respectivas organizaciones, pasando luego por la ratificación de los principales convenios de la OIT sobre libertad sindical y derecho de negociación colectiva y terminando, el día 28, con el registro y legalización oficial de Comisiones Obreras, UGT y otras organizaciones menores.

Se trataba, con todo, de una situación precaria, tanto en términos coyunturales (tres días después de la legalización de los sindicatos, la manifestación del 1º de Mayo por ellos convocada era duramente reprimida) como, sobre todo, estructurales (incertidumbre política, agravamiento de la crisis económica, marco de relaciones laborales anacrónico), configurando la “anomalía fundacional” del sindicalismo español que iniciaba así su trayectoria en las más difíciles circunstancias, lo que retrasaría su convergencia con las pautas de intervención de sus homólogos europeos, que se habían consolidado durante las tres décadas anteriores en un marco más propicio, caracterizado por sistemas de producción fordista, economía keynesiana y desarrollo del Estado de Bienestar.

Pese a las grandes expectativas generadas, el desarrollo de los nuevos sindicatos pronto se vería limitado por diversos factores de carácter tanto endógeno (fragilidad de sus estructuras organizativas y de encuadramiento) como exógeno (agravamiento de la crisis económica), lo que afectaría a su capacidad organizativa y de intervención.

En el primer caso, el boom afiliativo inicial llegó a situar las tasas correspondientes en niveles medio-altos, al menos en algunos sectores y regiones industriales, registrando en los dos años siguientes una tendencia a la baja hasta estabilizarse, al comenzar la década de los ochenta, en torno al millón de afiliados, equivalente al 13% de los asalariados.

Por su parte, el espectacular incremento de los cierres de empresa, expedientes de crisis y despidos provocaba, en ausencia de una regulación legal y cobertura social adecuadas, tanta conflictividad en las protestas como impotencia en las propuestas, colocando a los sindicatos en posiciones socialmente defensivas y políticamente subsidiarias, sobre todo tras las primeras elecciones democráticas de junio de 1977, que inauguraban un nuevo ciclo de consenso parlamentario y desarrollo institucional.

Ley de Amnistía y Pactos de la Moncloa

El primer gran acuerdo de aquellas Cortes Constituyentes fue la Ley de Amnistía 46/1977, de 15 de octubre, que ampliaba con carácter general, incluida su dimensión laboral, el decreto parcial de julio del año anterior, siendo aprobada por todos los grupos de la Cámara, salvo Alianza Popular, y saludada emocionadamente, entre otros, por el líder de Comisiones Obreras para quien representaba “la forma más democrática y consecuente de cerrar un pasado trágico de guerras civiles y abrir la vía de la paz y la libertad”

Similar consenso partidario se alcanzó en los llamados Pactos de la Moncloa (27-10-77) que, en su vertiente política, sentaron las bases de la futura Constitución y en la socio-económica trataron de hacer frente a una crisis que presentaba ya indicadores alarmantes (44% de tasa de inflación, 11.000 millones de dólares de déficit exterior, espectacular crecimiento del paro) mediante medidas de saneamiento, austeridad, fiscalidad, reformas estructurales (de la Seguridad Social, pensiones y cobertura del desempleo) y política de rentas (cambios en la indexación salarial)

Se trataba de un pacto político (en la línea del “compromiso histórico” propuesto unos años antes en Italia por el secretario general del PCI, Enrico Berlinguer), en el que no participaron los sindicatos por razones imputables tanto a una cierta subordinación partidaria como a su indeterminación representativa (las primeras elecciones sindicales no se celebraron hasta unos meses después), pese a lo que aportaron un posterior apoyo crítico no exento de dificultades y contradicciones.

Además de su indudable contribución a la estabilización económica y consolidación democrática, los Pactos de la Moncloa indujeron a un cambio en la estrategia sindical que, superando inercias defensivas y viejos acordes de “lucha final” arrastrados desde la época de la clandestinidad, se orientó desde entonces hacia el reforzamiento de su poder contractual y de representación como plataforma desde la que intervenir como actor social y factor de igualdad tanto en los procesos de la primera distribución de la renta (salarios, condiciones de trabajo) a través de la negociación colectiva, como en los mecanismos propios de la segunda re-distribución (política fiscal, prestaciones del Estado de Bienestar) mediante su participación institucional y presión social.

El cambio de estrategia que representaba la posición del movimiento sindical respecto de los Pactos de la Moncloa y, posteriormente, de la Constitución, fue reiteradamente impugnado por las corrientes más radicales del mismo que insistían en calificarla de claudicante y desmovilizadora ignorando, cuando no despreciando, tanto la grandeza del intento como las dificultades del momento en que se desarrollaron.

Primeras elecciones sindicales

Las elecciones sindicales y los convenios colectivos del año siguiente se encargarían de desbaratar tales descalificaciones, en la medida en que el primero de dichos procesos aclaró la representatividad de unos y de otros, mientras que el segundo demostró la capacidad de diálogo y movilización de los sindicatos ya acreditados como mayoritarios.

Reguladas provisionalmente por el Real Decreto-Ley 3.149 (que excluía a las microempresas y al sector público), las primeras elecciones sindicales libres se celebraron entre el 16 de enero y el 26 de febrero de 1978, con la participación de casi cuatro millones de trabajadores que eligieron a 193.112 delegados (tabla 2), cuya distribución confirmaba a CC.OO. y UGT como las organizaciones más representativas, registrando asimismo el debilitamiento de USO tras la escisión sufrida unos meses antes y situando en posiciones muy minoritarias a las opciones más radicales, tanto las históricas (CNT) como las de trayectoria más reciente y efímera (CSUT-SU)

Tabla 2. Elecciones sindicales, 1978​. Fuente: Ministerio de Trabajo
 

Por su parte, la negociación colectiva de 1978 y 1979 se desarrolló en un contexto extraordinariamente complicado, caracterizado por el agravamiento de la recesión económica (segunda crisis del petróleo) que se tradujo en un aumento sostenido del paro que se prolongaría hasta finales de 1985, la ausencia de una legislación adecuada, que no llegaría hasta 1980 con el Estatuto de los Trabajadores, y la fijación gubernamental de “topes salariales” (del 20% para 1977 y entre 11 y 14 por cien al año siguiente) en función de los objetivos anti-inflacionistas establecidos en los Pactos de la Moncloa.

Con todo, la intervención de los sindicatos, que recién inauguraban el ejercicio pleno de sus funciones de representación e intermediación de los intereses de los trabajadores, consiguió articular un amplio movimiento de presión y negociación que logró importantes incrementos salariales y mejoras sociales (reducción de jornada, control de las horas extraordinarias, vacaciones, etc.), tras protagonizar los más altos niveles de conflictividad huelguística hasta entonces registrados, desmintiendo en la práctica las acusaciones de traición y liquidacionismo que entonces se hicieron, y aún ahora se repiten de forma tan acrítica como recurrente.

Estrategias contrapuestas

Sin embargo, el recurso permanente al conflicto y la protesta era difícilmente sostenible por unos sindicatos aun débiles, lo que requería su transformación en poder contractual dentro y fuera de los centros de trabajo, dotando a sus representantes (Comités de Empresa, Secciones Sindicales, Federaciones sectoriales y Confederaciones generales) de competencias reales en materia de representación e interlocución (derechos de información, consulta, participación y negociación).

En la búsqueda de tales objetivos, los sindicatos mayoritarios desplegaron a partir de entonces estrategias parcialmente contrapuestas que acabaron deteriorando durante años sus relaciones unitarias. Mientras que CC.OO. optaba por reforzar las estructuras horizontales y dinámicas de base (comités de empresas y convenios sectoriales), UGT se decantaba por potenciar la dimensión vertical y centralizada de las relaciones laborales (secciones sindicales, Acuerdos Marco), en coherencia con sus respectivos modelos sindicales.

Los debates en torno al Proyecto de Ley de Acción Sindical en la Empresa, que representaba un intento, finalmente frustrado, de extender al ámbito laboral el proceso constituyente en curso a nivel institucional, puso ya de manifiesto la existencia de diferentes modelos, al tiempo que era objeto de una dura campaña de la CEOE que lo tildaba de “colectivista”, lo que acabó provocando su retirada por el propio gobierno en junio de 1978, alargando con ello el período de transitoriedad normativa en materia de derecho laboral.

Entradas relacionadas:
“La reconstrucción del movimiento obrero” [Ver enlace]

Pere J. Beneyto. Presidente de la Fundación de Estudios de CC.OO.-PV (FEIS)
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Fuente → nuevatribuna.es

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