Con el patrocinio de la Secretaría de Estado de Memoria Democrática, y bajo la dirección de Alfredo González-Ruibal, un equipo de diez arqueólogos del CSIC y más instituciones, empezaron excavaciones arqueológicas en las montañas y canteras del Valle de los Caídos la primavera pasada. Ahora se publica su memoria y conclusiones.
De 1940 a 1959, en Cuelgamuros, en la sierra del Guadarrama (San Lorenzo de El Escorial, Madrid), miles de personas, entre presos políticos y sus familias –hombres, mujeres y niños–, vivieron en condiciones extremas construyendo la mayor obra de Franco, el Valle de los Caídos, la mayor basílica nacionalcatólica y fosa común de España, en la que hay entre treinta mil cadáveres y cuarenta mil.
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Hoy, en lugar del recinto y la basílica no hay ni una simple placa que recuerde a los miles de presos y sus familias. Su historia ha sido borrada. El espacio donde malvivieron en chabolas y barracones fue arrasado y derruido en los años cincuenta y sesenta para borrar todo indicio de un pasado que no convenía a la propaganda del régimen en aquellos momentos, en vida de Franco y, como bien sabemos, para la eternidad.
Han tenido que pasar más de cuarenta años de la muerte del dictador para que la democracia se atreviera a intervenir en el gran mausoleo-fundición común-abadía. Sin duda, ésta es una de las grandes cobardías de la transición. Finalmente, se ha trasladado el cadáver de Franco y se piensa en “resignificar”, como dicen los políticos, ese espacio.
Mientras, el trabajo de los arqueólogos nos aporta nuevas informaciones y buenas sobre ese infame capítulo de la historia del estado español. Es un trabajo necesario para destapar los tabúes siniestros del franquismo, que se añade a las investigaciones realizadas en plena dictadura, muchos años atrás –y eso es muy significativo–, por Daniel Sueiro, publicadas en el libro La verdadera historia del Valle de los Caídos (Sedmay, 1976), y más publicaciones.
Memoria de una excavación
El derribo cosmético de las chabolas, aunque parezca paradójico, contribuyó a preservar mejor los restos de los tres destacamentos de construcción que hubo. Una de las importantes aportaciones del estudio arqueológico desmonta el mito de la “utopía penitenciaria” que franquistas y neofranquistas han querido imponer. La propaganda insistía mucho: los presos y sus familiares vivían en unas condiciones, en plena naturaleza, que ya habrían querido entonces muchas familias españolas. Se permitía a los presos construir “casas” para sus familiares. Doy fe porque así me lo transmitió con iluminada vehemencia uno de los monjes del monasterio benedictino hacia el año 1990, cuando visité el Valle para hacer un reportaje por el Tiempo.
Ahora, gracias al informe de los arqueólogos, sabemos cómo eran estos “casas”: chabolas semienterradas, sin ventanas, con techo de ramas, donde no se podía estar de pie del todo. El espacio habitable medía entre cuatro metros cuadrados y nueve. Eran más pequeñas que las chabolas de las barriadas improvisadas de Barcelona y Madrid. Hoy, el espacio habitable mínimo es de veinticinco metros cuadrados. Por supuesto, no tenían agua ni luz y la calefacción era una pequeña hoguera en un rincón. Las condiciones higiénicas eran peores que en los barracones de los presos, en los que al menos había letrinas colectivas. En las chabolas, no había nada.
Según el censo que se conserva en El Escorial, vivían familias entre dos miembros y siete. El espacio por persona oscilaba entre un metro cuadrado y dos. Un dato interesante que aporta Alfredo González-Ruibal, el director del informe, para contextualizar es que los soldados tomados en los barracones alemanes de la Primera Guerra Mundial en los peores momentos disponían, al menos, de dos metros cuadrados por individuo.
Del análisis de los restos hallados se deduce que el acceso al mundo material de utensilios y objetos necesarios de uso cotidiano era muy difícil, lo que hacía que los presos reciclaran y repararan todo lo que tenían a mano. Las latas de conservas se transformaban en todo tipo de utensilios útiles, como coladores, braseros, ollas, jarras, lámparas o juguetes. El calzado era muy primario e inadecuado para trabajar en una cantera en pleno invierno. Consistía en alpargatas de ropa con suela de neumático reutilizada.
Apenas se encontraron huesos de animales domésticos. Sólo en torno a la casa de un trabajador. Esto indica que la dieta de los habitantes era muy baja en proteínas animales. Para compensarlo, la gente se las ingeniaba como podía para cazar. Se han descubierto trampas para pájaros y conejos. También podían cultivar cuatro vegetales cerca de la choza. Entre la basura, se han descubierto envases de medicamentos para la malnutrición infantil populares en la posguerra, como Ceregumil y Glefina. Y muchas botellas de laxantes, lo que hace pensar que mucha gente tenía estreñimiento crónico.
En fin, la memoria de la excavación es fundamental para reconstruir cómo era la vida miserable de los presos y sus familiares. Es una buena metáfora del régimen del general Franco. Además de las penalidades, también se deduce una vida de solidaridad y resistencia que contrasta enormemente con el relato épico y grandilocuente que eternamente hemos oído del Valle de los Caídos. Quizás algo de verdad empieza a aflorar en los alrededores, o bajo tierra, del monumento más monstruoso y falso de la historia reciente de España.
Un monstruo que los políticos dicen que quieren “resignificar” y todavía no se sabe muy bien cómo. ¿Qué sentido tiene? Que dejen estudiarlo a fondo a científicos e investigadores para elaborar la verdadera historia del Valle. El falso monumento a la "reconciliación nacional" bendecido por el Vaticano y la iglesia nacionalcatólica española. Y que la obra de la madre naturaleza con el tiempo acabe borrando del paisaje, a base de ventoleras, tormentas y heladas, lo que el fascismo edificó exprimiendo las vidas de los presos rojos esclavizados, hasta veinte años después del fin de la guerra . Puede leer el informe .
Cuelgamuros muestra que, en gran medida, el franquismo triunfó
Xurxo Ayán Vila (Lugo, 1976) és doctor en arqueologia per la Universitat de Sant Jaume de Galícia i investigador principal de l’Institut d’Història Contemporània de la Universitat Nova de Lisboa. Ha participat en projectes d’excavació arqueològica internacionals a Croàcia, Xile, Etiòpia i Guinea Equatorial. Entre els seus treballs recents destaca la direcció dels projectes del castre de San Lourenzo, Adegas da Memoria i Arqueologia de l’Estado Novo.
En 2020 va publicar a Edicions Positivas l’esplèndid llibre Onde as rúas non teñen nome, del qual vam parlar en aquesta secció, la crònica d’una missió científica a Etiòpia en què reflexionava sobre el passat, la memòria i la identitat d’ells i nosaltres.
Ayán ha formado parte del equipo que ha realizado el estudio arqueológico en el Valle de los Caídos. Me intereso por saber sus impresiones y reflexiones personales. Me imagino que excavar en Culegamuros, y en el lugar donde vivieron los presos republicanos sometidos a trabajos forzados, será cómo penetrar en un lugar mitificado, en cierto modo prohibido, atravesar los límites de lo permitido, para convertirlo en historia del pasado y del presente.
— ¿Qué es para usted lo más significativo de lo que ha descubierto?
—Las dos estructuras en
las que he intervenido directamente junto a más compañeros. En primer
lugar, un vertedero asociado a la vivienda de uno de los guardias del
Valle de los Caídos, en el poblado central. La basura se lanzó en una
cabaña en ruinas, cerca de la casa, y en su momento le llegaron a
prender fuego. Este vertedero muestra claramente una cultura material
que nada tenía que ver con las durísimas condiciones de vida de los
presos. Podemos acceder incluso a la indumentaria del guardia: hemos
encontrado un botón con el águila franquista, un fragmento de los
cristales ahumados de las gafas de sol, una funda de arma blanca…
— Y sobre el carácter y la vida de sus habitantes, ¿qué ha averiguado?
—Pudimos constatar el crecimiento
de una niña, posiblemente su hija, a partir de las suelas de calzado
infantil. La familia del guardia tenía una vajilla de calidad, incluso
tomaba chocolate (hay restos de chocolateros), un lujo en el contexto de
Cuelgamuros. El registro exhumado en este depósito es totalmente
coherente con lo que encontramos en la vivienda. Una casa de buena
factura, con el espacio segmentado, una chimenea en condiciones,
planchada de cemento, que estuvo activa al menos a principios de los
años cincuenta. Destaco el brutal contraste entre este espacio
doméstico de un guardia del régimen franquista y las barracas de los
familiares de los presos.
— ¿Cómo vivían las familias de los presos?
—Destacaría la barraca
que me tocó excavar en las inmediaciones del campamento Banús –la cabaña
es la BA02. Un auténtico cobijo rupestre que se apoya en afloramientos
graníticos, un espacio ínfimo en el que se recicló y amortizó material
de lo más variado para mejorar las condiciones de vida. Hay un notable
esfuerzo de dignificación, la intención de crear un hogar. Cuando
empieza a haber algo de dinero, se sustituye el suelo de tierra batida
por uno de cemento, se acondiciona una cama –que ocupa casi la mitad de
la estancia– y se improvisa una chimenea rinconera de ladrillos. Lo más
espectacular es el carácter pompeyano de la estructura. Es decir,
después de haberla cerrada en los años cincuenta –rellenándola de
piedras–, hemos podido viajar en el tiempo y registrar el suelo de
ocupación tal y como quedó: las botellas todavía de pie en la despensa
de la entrada , el par de suelas de zapatos junto a la puerta, etc.
Esta sensación tan viva es difícil experimentar en la arqueología
convencional.
— ¿Qué le ha aportado personalmente este trabajo en comparación con muchos más que ha hecho?
—Tengo experiencia en la
excavación de campos de concentración y en la exhumación de fosas
comunes, por lo que conozco bien la violencia sistemática y el terror
instaurado por el régimen franquista. Sin embargo, Cuelgamuros muestra
que, en gran medida, el franquismo triunfó. La escenografía
arquitectónica sigue siendo impactante, imponente, y así cumple con el
objetivo marcado por el dictador. Todo monumento se construye para ver y
ser visto, permanecer en el tiempo y ser un marcador simbólico del
espacio. Y así sigue siendo, por eso es tan difícil resignificar el
Valle de los Caídos.
— También
decís en la memoria que la excavación acaba con el mito de utopía
penitenciaria que defienden franquistas y neofranquistas.
—Sí, ha sido un espacio
despolitizado, por el que hemos pasado generaciones de escolares de
provincias en las excursiones a Madrid de 8º de EGB. Por todo ello, el
negacionismo, el revisionismo y el neofascismo siguen haciendo lo que
les rota, y muchos compatriotas piensan que aquello fue un hostal de
vacaciones. Nuestra investigación arqueológica ha conseguido desviar la
mirada del monumento y centrarnos en aquellos y aquellas que no
tuvieron voz, acceder al trauma de unas condiciones de vida infames
impuestas por unos españoles a otros españoles.
— ¿Ha tenido la oportunidad de hablar con gente que vivió allí porque tenían a familiares condenados a trabajos forzados?
—Sí. Hay dos testigos
impactantes que me marcaron. Uno de ellos, un señor que se crió en
Cuelgamuros y nos visitó al final de la campaña. Antes de irse con su
familia, para convencerse de que nunca más volvería, enterró sus
juguetes. Este testigo corroboraba con todo detalle lo que
encontrábamos en las excavaciones.
— Además de las explicaciones sobre las condiciones de vida que sufrieron, ¿los testigos qué reflexión aportan hoy?
—El segundo testigo que
me impactó es el de la gallega Pilar Barros. Su padre Manuel estuvo
preso en los años cuarenta. La madre de Pilar, esposa de Manuel, logró
ir y construir una barraca, cerca de la abadía. Allí, en aquella
barraca, parió sola su hija mayor y solta se cortó el cordón umbilical.
Esta familia después emigró a Brasil y, en los años ochenta, ya otra
vuelta a Galicia, quisieron venir a Cuelgamuros y se tomaron una
fotografía en los escombros de la barraca. A esto se le llama
resiliencia, dignificar un pasado traumático. Con sarcasmo ( retranca ,
en gallego), Pilar nos dijo que a ver si excavábamos la barraca y
encontrábamos el cordón umbilical. Esto se llama anquilopoética. Y, en
gran medida, esto hemos hecho en Cuelgamuros, estudiar materialmente un
sitio de memoria traumática cuyo cordón umbilical nos conecta con el
presente, con el país que tenemos.
Fuente → vilaweb.cat
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