“Por motivos de seguridad”: cómo se fraguó el trumpismo en Lorca

"Que el trumpismo ha calado el tejido de la sociedad española –y no solo– es innegable. Por mucho que algunos se empeñen en dilucidar el conflicto lorquino en clave cainita", escribe Azahara Palomeque

“Por motivos de seguridad”: cómo se fraguó el trumpismo en Lorca  / Dani Domínguez y Ana Rojas

Enero de 2021. Cientos de manifestantes exaltados asaltan el Capitolio de Washington para impedir que se confirme a Joe Biden como nuevo presidente de Estados Unidos. Donald Trump los había incitado a ello y, posteriormente, no condena la violencia de lo que supone uno de los mayores ataques a la democracia norteamericana.

Enero de 2022. Decenas de manifestantes exaltados asaltan el ayuntamiento de Lorca, Murcia, para impedir que se vote una normativa referente a la ubicación de macrogranjas. Vox no considera esta disrupción del pleno censurable y las críticas del PP son templadas. El paralelismo es notable; muchos hemos tenido una sensación de déjà vu alimentada por las rimas visuales que nos regalaban los vídeos disponibles, el hecho de que en ambos eventos se sobrepasaron los límites del derecho de manifestación para agredir a la policía y bloquear un proceso que es parte del ejercicio democrático, y la falta de repulsa posterior procedente de quien vive, paradójicamente, de dicho ejercicio. La historia nunca se repite, pero a veces proporciona ecos truculentos, analogías que ayudan a interpretar lo que ocurre alrededor y a esclarecer dinámicas que son globales. 

Que el trumpismo ha calado el tejido de la sociedad española –y no solo– es innegable. Por mucho que algunos se empeñen en dilucidar el conflicto lorquino en clave cainita, aludiendo a tendencias que provendrían de nuestra guerra civil. Pero los protagonistas de esta airada invasión de un edificio público, donde además se ratificaban medidas ya pactadas en 2020, son sujetos contemporáneos movidos por lenguajes que se transmiten en redes y sumidos en una vorágine de desconfianza y pérdida de legitimidad de nuestras instituciones que algunos aprovechan para romper las normas del juego y traspasar las barreras de lo permisible.

Este fenómeno lo obvian, asimismo, quienes afirman que la democracia nos priva de derechos (a la vivienda, por ejemplo) y nos precariza, por lo que se trataría de un sistema imperfecto y, siguiendo su lógica, digno de demolición y no de reformas sustanciosas. El peligro de tal argumento es que evoca un sistema alternativo implícito, el autoritarismo, que es impensable en nuestro país desde finales de la Transición y, en buena parte del mundo, desde la aprobación de los Derechos Humanos en 1948, los cuales han estado hasta ahora más o menos integrados en nuestros modos de operar y pensarnos como ciudadanos. 

Lo que ha ocurrido, por tanto, pertenece a otro paradigma cuyo mayor representante es Trump: la ruptura de códigos políticos asentados, la explosión de la demagogia y la mentira como herramientas para reafirmar la única verdad que parece existir, la propia. Todo ello en un clima donde la comunicación está controlada por ecuaciones algorítmicas, la tiranía del clickbait y las cámaras de eco que se generan. No es casualidad que uno de los protagonistas de este ataque, Pedro Giner, afirmara más tarde que estaban “desinformados” y que se arrepentía de sus acciones. La información como tal, y no como marketing, ha perdido su sentido desde el momento en que las creencias personales o del entorno afín, en una economía de la atención mermada, sustituyen al razonamiento pausado. En otras palabras: la verdad responde a las mismas lógicas individualistas y neoliberales que están esquilmando nuestros servicios públicos en sociedades donde el bien común, lo común en general, ha pasado a un segundo plano. Si a Giner le honra ese arrepentimiento es porque ha sabido ver, posteriormente, el magma de mensajes confusos que apelan a la emoción, que se componen de significantes vacíos, ausentes de contenido (“el campo”, “la libertad”, ¿qué programa acarrean?), y eso, claro, solo se puede efectuar con calma.

En la misma línea, la desinformación no se explica sino en el contexto que la nutre y, en el caso español, esta remite directamente a la campaña de acoso y desprestigio hacia el ministro Alberto Garzón, cuyas declaraciones sobre las macrogranjas –el gran daño ecológico que causan y la indefectible peor calidad de la carne–, avaladas por la Unión Europea y la Organización Mundial de Salud, se tergiversaron hasta que adquirieron la forma espuria de “insulto” a toda la ganadería, sus trabajadores y, por extensión, al mundo rural.

En otra de esas analogías fantasmagóricas, los marcos electorales de Estados Unidos y la vasta distancia –cultural, pero también kilométrica– entre zonas muy despobladas y urbes cosmopolitas como Nueva York o San Francisco se han extrapolado a las coordenadas españolas, terreno en el que hasta hace poco el pueblo implicaba una memoria sentimental para quienes viven en ciudades y los vínculos afectivos, las relaciones interpersonales entre ambos espacios, estaban muy vivas. Pero se trata ahora, justamente, de dinamitar esos vínculos, de construir núcleos lo más homogéneos posible aupados por la manipulación de la “inteligencia” artificial, y de degradar los cimientos de la convivencia que son los que, entre otras cosas, han logrado situar a España entre los países más vacunados del mundo y reducir, a pesar de todo, las cotas de muerte a niveles muy por debajo de, por ejemplo, Estados Unidos.

No es trumpismo todo lo que reluce, pero sí mucho de lo que avanza: los discursos y estrategias de comunicación globalizados en favor de la mentira y el odio; el rédito político que aporta azuzar el descontento social contra aquello que podría paliarlo –el acuerdo democrático, el fortalecimiento del bienestar, incluido el medioambiental–; el acompañamiento de una violencia que reemplaza al consenso y de la que se benefician, no lo olvidemos, siempre los mismos. El pleno, como era de esperar, ha quedado aplazado “por motivos de seguridad”. 


Fuente → lamarea.com

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