Hoy me referiré a un conjunto de actividades desarrolladas en esta época tan tenebrosa, como fueron las Misiones de la Iglesia católica. Actividades muy importantes en el apoyo y legitimación de la dictadura. Mi primer conocimiento de ellas ha sido gracias al libro de Fernando Sanz Ferreruela de la Universidad de Zaragoza, Catolicismo y cine en España (1936-1945). Profundizando en el tema he conocido el artículo de María Silvia López Gallego, de la Universidad de Valladolid, La difícil relación de la Iglesia y la organización sindical española durante el primer Franquismo. La creación de la asesoría eclesiástica de sindicatos (1944-1959). También he consultado el libro ya clásico de William J. Callaham, La Iglesia católica en España (1875-2002). Y el artículo de Francisco Bernal García de la Universidad de Sevilla, titulado Restaurando el pueblo de Dios en la España franquista. Las misiones de la Asesoría Eclesiástica de Sindicatos, 1949-1972. Y accesible en la Red.
Una descripción muy completa de las Misiones de la Iglesia católica es del artículo espléndido y para mí un auténtico descubrimiento de Francisco Bernal, al que le tomo la licencia de exponer los aspectos fundamentales, con algunas otras aportaciones de la bibliografía citada. Le doy la enhorabuena por su trabajo y que creo que merece la pena ser conocido por la sociedad española.
La Iglesia católica en España ha tenido y sigue teniendo un gran
poder a nivel político, económico, cultural, social, y, por supuesto,
religioso
Antes de iniciar la descripción, quiero hacer una reflexión. La Iglesia católica en España ha tenido y sigue teniendo un gran poder a nivel político, económico, cultural, social, y, por supuesto, religioso. Decía Montesquieu “que el poder corrompe y si el poder es absoluto, corrompe absolutamente”. Tanto poder ha tenido y sigue teniendo la Iglesia católica, que quizá ha llegado a interiorizar que tenía y “tiene” plena impunidad para cometer auténticas aberraciones, como los abusos sexuales a niños. También de que todavía se mantenga esa impunidad hoy son responsables la clase política, la justicia, los medios y la sociedad en su conjunto. Es mucho el poder de la Iglesia. Por ello, es intocable.
Los privilegios de la Iglesia católica fueron inmensos durante la dictadura -de ellos tratan las líneas de este artículo-, en pago por los servicios prestados, por haber justificado, legitimado y santificado la rebelión y la dictadura. Viene bien recordar que el 23 de noviembre de 1975, los dignatarios de la Iglesia y del Estado se congregaron en la enorme plaza situada frente al Palacio Real de Madrid para celebrar el funeral de Francisco Franco. El cardenal Marcelo González Martín, arzobispo de Toledo y primado de la Iglesia española, y uno de los miembros conservadores de su jerarquía, fue el encargado de la homilía. Tras el recordatorio de la ceremonia celebrada en Madrid en la iglesia de Santa Bárbara del 20 de mayo de 1939, en la que Franco presentó su “espada de victoria” al cardenal Gomá, el cardenal Marcelo González Martín, rindió homenaje a ese “hombre excepcional” y le expresó su gratitud por su “fidelidad estimulante” a la nación y a la religión. Hecha esta introducción paso a describir las misiones de la Iglesia católica durante la dictadura.
A lo largo de la historia de la Iglesia Católica española, las misiones han ocupado un lugar destacado como instrumento de evangelización para las masas. En esencia, una misión era una campaña religiosa que se desarrollaba en una localidad durante unos días, generalmente entre siete y quince. En ellos un grupo de misioneros pertenecientes al clero regular, llegados desde fuera de la localidad, organizaba una serie de actos públicos de carácter religioso en los que intentaba involucrar a toda la población. Estas campañas buscaban revitalizar la vida religiosa de pueblos y ciudades y, especialmente, reforzar la labor pastoral de la Iglesia en zonas donde la presencia del clero era escasa o con una cristianización “deficiente”, debido a los bajos índices de práctica religiosa de sus habitantes. Nacidas del Concilio de Trento, las misiones se desarrollaron entre los siglos XVI y XVIII como uno de los métodos preferidos de la jerarquía eclesiástica para trasmitir su mensaje a la población. Numerosas investigaciones en el ámbito de la historia moderna han analizado esta técnica de comunicación religiosa, poniendo de relieve sus implicaciones culturales, sociales e, incluso, políticas. Menos estudiado ha sido el hecho de que la Iglesia siguiese otorgando a las misiones un papel destacado durante los siglos XIX y XX. Las misiones no son sólo parte de la historia moderna de España, sino también de su historia contemporánea. Durante todo el siglo XIX y las tres primeras décadas del siglo XX la Iglesia las fomentó como respuesta al proceso de secularización impulsado por la aparición del liberalismo, primero, y del republicanismo y el socialismo, más tarde. De este modo, lo que había sido una técnica evangelizadora característica de la religiosidad barroca pasó a convertirse en un arma para la defensa de una cultura tradicional católica que se sentía amenazada por los nuevos paradigmas emanados de la modernidad. Con la 2ª República en 1931 la actividad misional se vio considerablemente reducida-no confundir con las Misiones Pedagógicas, emblemáticas de la labor cultural de la II República-. Un régimen político de inequívoca vocación laicista, como era el republicano, no favorecía la celebración de una manifestación religiosa como la misión, buena parte de cuyos actos se llevaban a cabo en la vía pública y, por tanto, precisaban de una colaboración activa de las autoridades locales. Las escasas misiones que se realizaron durante el bienio radical-cedista se vieron rodeadas a menudo de tensiones: pueblos hubo en los que la llegada de los misioneros fue saludada con una amenaza de huelga general por parte de los sindicatos obreros.
Sin embargo, en 1939, con el final de la Guerra Civil, esta situación cambió radicalmente. La Iglesia católica vio en la victoria del Ejército franquista la oportunidad para llevar a cabo una profunda re-evangelización de la sociedad española. Con la derrota republicana quedaban expulsadas de la vida pública las fuerzas políticas que habían actuado como vanguardia del proceso de secularización. Para la jerarquía eclesiástica éstas eran las circunstancias ideales para iniciar un ambicioso proyecto de recatolización de masas destinado a restaurar la España católica tradicional, entendida como una comunidad sin fisuras, donde fe y práctica religiosas vertebrasen la vida social cotidiana. Dentro de este proyecto de reconquista católica, a las misiones les fue asignado un papel muy importante.
La posguerra constituyó una auténtica “edad de oro” de las misiones en la historia del catolicismo español
Desde comienzos de la década de 1940 se pusieron en marcha campañas misionales masivas que se reprodujeron periódicamente durante las décadas de 1940 y 1950. En muchas diócesis fueron misionadas todas y cada una de las localidades que las integraban, pudiéndose decir que la posguerra constituyó una auténtica “edad de oro” de las misiones en la historia del catolicismo español. Las misiones de posguerra se caracterizaron por llevar a cabo una fuerte movilización de masas en los espacios públicos de pueblos y ciudades. Los actos misionales irrumpían en el espacio urbano con sus rosarios de la aurora, procesiones, vía crucis y misas de campaña. Sobre estos actos me extenderé más adelante. El tiempo de lo cotidiano –del trabajo, de la educación o de la vida en familia– quedaba supeditado al tiempo de lo sagrado. Durante las décadas de 1960 y 1970 la Iglesia española se vio convulsionada por las conclusiones del Concilio Vaticano II. Muchos sacerdotes se replantearon los métodos de evangelización tradicionales y cuestionaron la idea misma de reconquista católica como modelo de religiosidad deseable para la sociedad española. Conviene subrayar, sin embargo, que estos cambios no se tradujeron en un abandono de las misiones. Muy al contrario, éstas siguieron realizándose durante toda la década de 1960 y durante los primeros años de la de 1970, auspiciadas por los sectores más tradicionalistas del episcopado. La idea de que las misiones fueron un elemento distintivo del primer franquismo que, indirectamente, se desprende de la lectura de algunos textos resulta, por lo tanto, errónea. Indudablemente, con el paso de los años las misiones fueron perdiendo espectacularidad y poder de convocatoria, pero no por ello vieron alterado lo esencial de sus contenidos.
Para hacernos una idea del despliegue, la espectacularidad y la parafernalia de estas misiones pondré algunos ejemplos. Sobrecogen que tales actos de exaltación religiosa tan exacerbada y además en gran parte impuesta a la ciudadanía ocurrieran en la España de solo hace unas décadas. Y esto deja huella. Los que nacieron en los 30, 40, 50 y 60 es probable que las recuerden. De verdad, sobrecogen. No puedo entender que en una Europa de mitad del siglo XX se llevasen a cabo actos religiosos, que recordaban tiempos medievales o del Barroco. Veamos algunos contundentes ejemplos. Puede servir la descripción del libro antes citado de Fernando Sanz Ferreruela de La «Santa Misión» del año 1942, coincidiendo con la Cuaresma, de Zaragoza, que fue una suerte de ejercicios espirituales, en serie y a gran escala, con la principal particularidad de que no sólo tuvieron lugar en las iglesias de la ciudad, sino que la proliferación de sermones, predicaciones y actos eucarísticos, con comuniones generales, tuvieron como marco la gran mayoría de los ámbitos sociales y laborales. La Santa Misión de Zaragoza se predicó en la Catedral de La Seo, las parroquias de San Pablo, Santiago, Santa Engracia, San Miguel, Altabás, el Portillo, y las nuevas parroquias de San Vicente, San Valero y San Braulio, pero además, se ofrecieron conferencias cuaresmales en numerosos centros de enseñanza, colegios, institutos y facultades universitarias, fábricas, talleres, hospitales y cuarteles, sin olvidar el Ayuntamiento, los centros obreros, la redacción de algunos diarios, las prisiones, las cajas de ahorros, y un largo etcétera hasta un total de setenta ubicaciones.
Según el Eco de la Santa Misión, Excmo. Ayuntamiento de Zaragoza: “Durante su transcurso celosos misioneros, enviados por el padre de familias de la grey cesaraugustana, han derramado profusamente la semilla del Evangelio en los templos y en las fábricas, en academias y talleres, en cuarteles y en escuelas, en colegios y universidades (...) junto al martillo que canta y la sierra que chirría, y al cilindro que voltea y al motor que trepida, se ha escuchado la voz del sacerdote de Cristo, que ha sabido concertar la oración con el trabajo”.
Para hacernos una idea del alcance y trascendencia adquiridos por esta misión de Zaragoza, basta tan sólo señalar que las charlas, meditaciones y actos litúrgicos contaron con la participación, según las estadísticas manejadas en su momento, de 58.521 personas, y se distribuyeron un total de 52.991 comuniones. Debe señalarse que en 1940 la ciudad de Zaragoza rozaba los 240.000 habitantes, de manera que –en cifras absolutas– llegaron a concurrir en dichas misiones un 25% de los habitantes de la ciudad, al margen de la participación masiva en la Eucaristía de más de un 90% de los asistentes a dicho evento. Fue precisamente esta participación multitudinaria de fieles, bajo el llamamiento de los poderes civiles y religiosos, el objetivo perseguido por los mismos en su pertinaz empeño por recatolizar el país y, utilizando en parte la obediencia debida al Estado y a la Iglesia, para encuadrar a la población en los principios rectores del «Movimiento Nacional».
Según el libro de Callaham, en la misión de Barcelona de 1941 más de 500 sacerdotes reclutados de diversas órdenes religiosas predicaron en 203 iglesias, salas de actos, y fábricas. Ejemplo que siguió el mismo año Sevilla. Los organizadores no escatimaron esfuerzos en su afán de crear una atmósfera de inmersión religiosa total. En Vigo con fondos procedentes de bancos, empresas y los gobiernos municipal y provincial, colgaron anuncios de las misiones en escaparates y convencieron a la empresa encargada del trasporte público local para colocar grandes cruces iluminadas en los tranvías. En La Coruña, 30 ciclistas recorrieron la ciudad distribuyendo octavillas que anunciaban la misión, y en Salamanca, varios jóvenes católicos repartieron 30.000 pasquines donde se hacía hincapié en la “verdades eternas” que se proclamarían en los días venideros. En Vigo en 1942, más de 20.000 personas asistieron a los servicios parroquiales. Otros centros se ocuparon de las escuelas primarias (12.000), de los alumnos de secundaria (3.000), del personal militar (2.700), de los empleados municipales (150), de las costureras y las sirvientas (1.700), de los trabajadores (4.000), de los empleados de trasportes (1.000) y de los trabajadores de periódicos (200). Incluso los 400 reclusos de la cárcel de la ciudad recibieron su propio servicio religioso. La misión de Vigo se inició con una procesión de 45.000 personas. Posteriormente un “rosario del mar” atrajo a unas 80.000 personas, que fueron a observar una flotilla de 24 barcos que escoltaban una estatua de la Virgen.
Prosigo con el artículo de Francisco Bernal García.
El resurgir experimentado por las misiones en las décadas de 1940 y 1950 no constituyó un fenómeno exclusivo de España, sino que es constatable también, tras la 2ª Guerra Mundial, en otros países europeos de tradición católica, como Francia o Italia.
La Asesoría Eclesiástica de Sindicatos
De entre las instituciones vinculadas a la Iglesia católica española que se especializaron en la organización de misiones fue la Asesoría Eclesiástica de Sindicatos (AES). Esta institución fue creada en 1944 como un organismo integrado por sacerdotes adjunto a la organización sindical oficial del régimen franquista. Inspirada en el triple lema de “instruir en lo religioso, vigilar en lo moral e impulsar en lo social”, su finalidad principal era utilizar los recursos que el sindicalismo franquista le ofrecía para desarrollar campañas de apostolado entre los trabajadores. La Asesoría se financiaba con fondos de la cuota sindical, pagada por los trabajadores y empresarios integrados en los sindicatos, dándose así la situación de que los trabajadores se veían obligados, indirectamente, a financiar su propia evangelización.
De entre las actividades llevadas a cabo por la AES la más relevante fue la organización de misiones. La Asesoría inició su actividad misionera en 1949, con una campaña centrada en el norte de la provincia de León, y la mantuvo ininterrumpidamente hasta comienzos de la década de 1970. En mayo de 1972 se llevó a cabo la última actividad misional organizada por la Asesoría: una campaña de misiones por diferentes pueblos de la provincia de Jaén. En teoría, las misiones de la AES presentaban un importante elemento distintivo con respecto a las organizadas directamente por las diócesis o por otros institutos religiosos: eran misiones que se llevaban a cabo en zonas donde existían grandes concentraciones de población obrera. Los misioneros de la Asesoría se presentaban a sí mismos como especialistas en la evangelización de obreros. Su misión consistía en acometer la reconquista católica de la sociedad española por el flanco en que ésta era más susceptible de encontrar resistencias: el de una clase obrera a la que se consideraba sumida en un proceso de “apostasía”.
Las misiones organizadas por la Asesoría no era una iniciativa destinada sólo a los obreros
Mas, las misiones organizadas por la Asesoría no era una iniciativa destinada sólo a los obreros. Las misiones se llevaban a cabo, efectivamente, en localidades donde los obreros tenían un importante peso demográfico e incluían actos religiosos especialmente dirigidos a ellos, pero incluían también actos dirigidos a miembros de otros grupos sociales: empresarios, comerciantes, funcionarios… Las misiones de la Asesoría buscaban constituir una experiencia total que involucrase al conjunto de la población de una determinada comunidad, sin excepciones por razón de edad, sexo o clase social. No existían diferencias significativas entre las misiones organizadas por la Asesoría y las que eran organizadas directamente por las diócesis o por otras instituciones religiosas. El repertorio de actos organizados, los objetivos perseguidos y el público al que se pretendía llegar eran muy similares. En todos los casos se seguía el modelo de misión espectacular, con gran movilización de masas en las calles y orientado a moralizar la vida pública y lograr el máximo número de confesiones y comuniones.
La geografía de las misiones de la AES obedecía a unas pautas constantes. Centraba sus esfuerzos en localidades de tamaño mediano o pequeño donde existían importantes concentraciones de población trabajadora asalariada. Por el contrario, nunca organizaba misiones en las capitales de provincia, si bien a menudo colaboraba con las que, organizadas por las autoridades diocesanas, se llevaban a cabo en ellas. Así, por ejemplo, la Asesoría realizó diferentes actos para obreros dentro de las misiones que, auspiciadas por el arzobispado, se llevaron a cabo en Barcelona en 1951 ya comentada antes y en 1961, las cuales fueron consideradas en su momento como hitos espectaculares de la evangelización de masas.
Podemos clasificar las misiones llevadas a cabo por la AES en seis tipos diferentes, dependiendo del ámbito geográfico en que se desarrollaban: cuencas mineras, pantanos, nudos ferroviarios, litorales pesqueros, núcleos industriales y comarcas agrarias.
Cada uno de estos tipos de misiones planteaba una problemática específica. Hasta mediados de la década de 1960 las cuencas mineras recibieron una atención prioritaria por parte de la Asesoría, la cual organizó misiones prácticamente en todas las provincias de España donde existían minas de cierta entidad: Asturias, León, Palencia, Teruel, Zaragoza, Ciudad Real, Córdoba, Huelva, Murcia, Almería y Jaén. Algunas cuencas mineras fueron visitadas de una manera particularmente reiterada por los misioneros. Así, entre 1949 y 1959, la zona minera de León llegó a ser objeto de hasta ocho campañas misionales.
Las misiones de pantanos se centraban en zonas donde se estaba llevando a cabo la construcción de un pantano, lo cual determinaba que existiese una fuerte concentración temporal de trabajadores inmigrantes, empleados en las obras en curso. La Asesoría consideraba a este tipo de trabajador especialmente “necesitado” de asistencia evangelizadora debido a su “desarraigo”. Así, sólo entre 1949 y 1950 se llevaron a cabo misiones en embalses en construcción tales como el de Barrios de Luna (León), Gabriel y Galán (Cáceres), Entrepeñas (Guadalajara) y Yesa (Navarra).
Las misiones desarrolladas en nudos ferroviarios se llevaban a cabo en torno a estaciones de ferrocarril que concentraban a grandes contingentes de empleados de RENFE. Fue el caso de las misiones de Plasencia - Empalme y Puertollano (en 1950), Medina del Campo, Miranda de Ebro y Mérida (en 1952) o la de Monforte de Lemos (en 1953).
Entre las misiones realizadas en litorales pesqueros las que más destacaron por su espectacularidad fueron las realizadas en la costa gallega a comienzos de la década de 1960. Entre 1960 y 1962 la Asesoría misionó todos los pueblos pesqueros situados entre El Ferrol y Ribadeo, mientras que en 1963 procedió a misionar los situados entre El Ferrol y la desembocadura del río Miño, completando de este modo su campaña evangelizadora dirigida al mundo pesquero gallego.
Al no actuar en grandes centros urbanos, la AES nunca pudo llevar sus misiones a los principales centros industriales del país. Pero sí llegó a organizarlas en localidades de tamaño mediano y pequeño donde existían instalaciones industriales de relevancia. Así, por ejemplo, en la provincia de Navarra, en diferentes momentos de la década de 1950, fueron misionadas localidades industriales tales como Aoiz, Mancilla u Olazagutía. En la de Gerona, también durante la década de 1950, los misioneros visitaron Blanes, Cassà de la Selva y Llagostera. Y la provincia de Santander, entre las décadas de 1950 y 1960, fue escenario de misiones que afectaron a localidades con importante actividad industrial, tales como Suances o Camargo.
Hubo también misiones que tuvieron como denominador común el centrarse en comarcas donde la población laboral se empleaba mayoritariamente en actividades agrarias. Estas misiones fueron las que terminaron dominando entre finales de la década de 1960 e inicios de la de 1970 cuando, en el contexto de cambios socioculturales que estaba experimentando España, la Asesoría tendió a centrar sus actividades en áreas deprimidas, fuertemente afectadas por la emigración, donde tales cambios se estaban experimentando con menor intensidad y, por lo tanto, su mensaje tradicionalista era aún susceptible de encontrar seguidores. Provincias como Ávila, Zamora, Jaén o Almería concentraron la mayor actividad misionera en estos años finales. Algunas misiones concretas no se ajustaron a ninguno de los seis modelos descritos. Así, en la década de 1960 la Asesoría realizó conatos para extender su actividad a localidades turísticas, a las cuales consideraba “necesitadas de misión”, debido al “pernicioso” impacto que la llegada de turistas estaba teniendo sobre la moralidad y las costumbres. Con esta intención se llevó a cabo, por ejemplo, la misión de Capdepera (Baleares) en 1964. No obstante, esta línea de actuación no fructificó.
El programa misional
La preparación del terreno: la “antemisión”
La misión comenzaba con lo que en el argot de la Asesoría se denominaba la “antemisión”, es decir, el trabajo de organización previo. Dicha labor implicaba, en primer lugar, obtener el permiso del obispo encargado de la diócesis. No siempre los prelados otorgaban dicho permiso. Como comenta María Silvia López Gallego en el artículo citado al principio hubo tensiones entre la Iglesia y la organización sindical, ya suficientemente conocidas y que no puedo extenderme en ellas. Una vez obtenidas las “licencias ministeriales”, el siguiente paso consistía en seleccionar a los misioneros que iban a predicar. Éstos eran reclutados entre los miembros de las órdenes religiosas que mostraban mayor vocación misionera. La Asesoría tenía predilección por los capuchinos debido a que ésta era la orden a la que pertenecía el responsable de su Sección de Apostolado, Teodomiro de Villalobos. No obstante, en momentos concretos también recurría a otras órdenes, tales como dominicos, claretianos o jesuitas. Cada orden poseía su propio método de misionar. Así, por ejemplo, los capuchinos otorgaban gran importancia al vía crucis, mientras que los jesuitas intentaban trasladar a los actos misionales la estructura de los ejercicios espirituales ignacianos.
Tras el reclutamiento de los misioneros, la Asesoría debía contactar con los curas párrocos de las localidades que iban a ser misionadas para que fuesen preparando el terreno. Una adecuada campaña publicitaria era clave para el posterior éxito de la misión. Los párrocos debían publicitarla intensamente, informando a los feligreses de su celebración y distribuyendo los carteles y octavillas que les eran enviados desde la Asesoría. En localidades de cierta entidad lograban que el periódico y la emisora de radio locales cediesen espacios publicitarios gratuitos y en localidades pequeñas podían llegar a visitar los domicilios de cada uno de los vecinos, para invitarles personalmente a que acudiesen a los actos religiosos que habían de celebrarse.
Al mismo tiempo, los párrocos debían informar a la Asesoría sobre la situación religiosa de sus parroquias, con la finalidad de que los misioneros conociesen el terreno que iban a pisar. Debían indicar si se trataba de un pueblo muy religioso o si, por el contrario, estaba dominado por la indiferencia. Particularmente importante era que hiciesen constar si había adultos que no estuviesen bautizados, que no hubiesen realizado la primera comunión o que conviviesen con su pareja sin estar casados, ya que durante los días de la misión estas personas iban a ser sometidas a una presión constante para que aceptasen recibir los sacramentos que les faltaban. A finales de la década de 1950, la Asesoría decidió sistematizar el proceso de recolección de información, elaborando un modelo de cuestionario único. En este cuestionario los párrocos debían hacer constar el número de habitantes de la localidad que comulgaban habitualmente cada domingo y el número de los que lo hacían una vez al año, por Pascua. Al mismo tiempo, debían indicar una serie de datos sociológicos, tales como el número de analfabetos, el número de parados o el número de periódicos que eran leídos habitualmente. También debían realizar un breve comentario sobre la situación política del pueblo, haciendo hincapié sobre cuestiones tales como si existía “caciquismo”, si pervivían odios ligados a la Guerra Civil o si los pobres guardaban “resentimiento” hacia los ricos.
La bienvenida a los misioneros
Una vez finalizada la labor preparatoria, podía comenzar la acción misional propiamente dicha. El día fijado para el inicio de la campaña, los misioneros hacían su “entrada solemne” en la localidad. Los misioneros se dirigían hacia la plaza central, donde les esperaba una multitud encabezada por el alcalde y otras autoridades. El alcalde daba la bienvenida en nombre del pueblo a los misioneros y éstos, a su vez, saludaban a los congregados y les informaban sobre el programa de actos a desarrollar durante los días siguientes. En localidades de cierta entidad la entrada finalizaba con una procesión de los misioneros hasta el principal templo que en ellas hubiese. La entrada de los misioneros era un acto que ponía de relieve la estrecha relación existente entre misión y poder político local. La alianza entre Iglesia y poder político, consustancial a la naturaleza del régimen franquista, quedaba de este modo explicitada a través de la misión.
Misión infantil
Entre la multitud que aguardaba la entrada de los misioneros no faltaba nunca la presencia de los niños y niñas en edad escolar, acompañados por sus maestros y maestras. Y precisamente a los escolares iban dirigidos los actos que se desarrollaban durante los primeros días de la campaña misional: era lo que los misioneros denominaban la “misión infantil”. Ésta consistía en una serie de actos específicamente dirigidos a la infancia. Durante varios días los escolares recibían una serie de charlas catequéticas a través de las cuales los misioneros les ilustraban sobre los principios fundamentales de la fe católica. Estas charlas, celebradas en la iglesia o en la escuela, eran acompañadas de otros actos desarrollados en la vía pública como, por ejemplo, la “procesión de las banderitas”, en la que cada niño portaba una pequeña bandera –bien con la enseña nacional o bien con los colores del Vaticano– mientras todos entonaban cánticos religiosos. En ocasiones, los niños podían representar en la vía pública breves piezas teatrales o, incluso, participar en una cabalgata formada por carrozas encima de las cuales representaban cuadros de temática religiosa. La misión infantil finalizaba con una misa en la cual comulgaban todos los niños que hubiesen realizado la primera comunión. En la “misión infantil” era fundamental la colaboración de los maestros y maestras. Puede que en ningún otro momento como en las misiones quedase de relieve el sometimiento de la escuela a las estrategias evangelizadoras del clero, elemento clave de la legislación franquista en materia de enseñanza. Así las cosas, los escolares que acudían a los actos de la misión infantil constituían un auténtico “público cautivo” que carecía de la capacidad de decidir no asistir a los mismos. Los actos misionales se realizaban en horario lectivo y el maestro les hacía acudir, acompañándoles hasta los lugares en que se desarrollaban. Mediante la misión infantil se buscaba que los niños viesen aumentados sus conocimientos religiosos y que se sintiesen incentivados a mantener las prácticas asociadas a la fe católica. Pero los misioneros perseguían también una finalidad instrumental: captar el interés de los adultos hacia la misión. La presencia bulliciosa de niños en las calles, cantando y agitando “banderitas”, creaba un ambiente de simpatía hacia la misión que predisponía a los adultos a asistir a los actos específicamente preparados para ellos. Ésta era la razón de que la “misión infantil” se desenvolviese siempre durante los primeros días de la campaña misional.
En ocasiones, se convertía a los niños en propagandistas activos de la misión, haciéndoles recorrer el pueblo mientras lanzaban a voz en grito llamamientos tales como “¡Padres, a la misión! ¡Madres, a la misión!”. En otros casos, los misioneros pedían a los niños que, al llegar a casa, planteasen a sus padres la conveniencia de asistir a los actos misionales. Durante la misión celebrada en El Ferrol en 1960 los niños fueron instruidos para que rezasen cada noche tres avemarías “con los brazos en cruz” para lograr que sus padres asistiesen a la misión.
El rosario de la aurora. Las conferencias para adultos. Vía Crucis
Finalizada la misión infantil, los misioneros podían centrarse en los actos misionales dirigidos a los adultos. Para éstos, la misión comenzaba por la mañana muy temprano, con la celebración, durante todos los días que durase la campaña, del “rosario de la aurora”. Antes de la salida del sol, los fieles se concentraban en la iglesia, desde donde partían en procesión, recorriendo las calles del pueblo mientras rezaban el rosario en voz alta. Finalizado el recorrido, la procesión regresaba a la misma iglesia, donde se celebraba una misa. Tras el rosario de la aurora, a lo largo del día, se iban desarrollando diferentes actos para adultos, conferencias especiales para mujeres casadas, mujeres solteras, hombres casados y hombres solteros.
En las conferencias para mujeres casadas hacían
hincapié en su papel como madre y pilar sostenedor de la familia
cristiana. La mujer debía desarrollar su experiencia vital en su ámbito
natural, el hogar, y huir de la exposición pública. La principal función
de la mujer casada era proporcionar una educación cristiana a sus
hijos. La importancia de este papel era tal que se podía considerar a la
madre corresponsable de la salvación o condenación del alma de sus
hijos. Los misioneros solían incluir en sus conferencias numerosas
historias moralizantes, de naturaleza deliberadamente fantástica,
destinadas a impactar sobre la conciencia del auditorio. Una de
las que más repetían era la del juicio de Dios a una “mala madre” que,
con su falta de preocupación a la hora de educar cristianamente a sus
hijos, había causado la “condenación eterna” de todos ellos. En 1959, el
cronista de una misión celebrada en Candanedo de Fenar (León) aseguraba
que esta historia había conmovido y consternado al auditorio.
Por su parte, las conferencias para mujeres solteras hacían hincapié, ante todo, en el tema de la vocación. Toda mujer joven debía plantearse cuál era su vocación en la vida: el matrimonio, el celibato o la vida religiosa. En este sentido, se llevaban a cabo acciones que pretendían reforzar el compromiso de las mujeres jóvenes con la Iglesia y con la búsqueda de su verdadera vocación. Así, era habitual que el misionero pidiese a las jóvenes participantes que escribiesen en un papel un “propósito”, siendo este papel quemado el último día del ciclo, como símbolo del compromiso que cada una adquiría en el cumplimiento del mismo. Del mismo modo, los misioneros intentaban institucionalizar el compromiso religioso de las jóvenes animándolas a formar una asociación piadosa, del tipo de las “Hijas de María”, que habría de prolongar su existencia más allá de la duración de la misión y que centraría su actividad en la realización periódica de cultos y obras de caridad. Inevitablemente, las conferencias para mujeres solteras también contaban con una dimensión moralizante, con el misionero previniendo a su auditorio contra los peligros de la “impureza” o de los noviazgos desarrollados al margen del control familiar.
Los hombres tenían también sus conferencias específicas. A los casados se les hacía hincapié en su papel como cabezas de familia y en su responsabilidad a la hora de orientar la vida familiar en un sentido cristiano. A los de edad más avanzada se les exhortaba abiertamente a plantearse el tema de la muerte y de la necesidad de estar “en paz con Dios” en el momento en que ésta llegase. Por su parte, a los jóvenes se les prevenía contra los vicios considerados más habituales entre la juventud rural: el juego, el abuso del alcohol, la blasfemia, trabajar en domingo o el “desenfreno” durante las romerías.
Las conferencias para mujeres, casadas o solteras, solían contar con una asistencia masiva sin necesidad de que los misioneros realizasen un particular esfuerzo propagandístico. El éxito de la misión entre la población femenina era algo con lo que se contaba desde un principio, siendo muy excepcionales los casos en que los que los actos misionales para mujeres se saldaban con un fracaso de asistencia. Muy distinta era la actitud de la población masculina. La asistencia masiva de los hombres no estaba garantizada en absoluto y los casos de baja asistencia o, incluso, de suspensión de conferencias por escasa asistencia no eran infrecuentes. Por ello, los misioneros dedicaban buena parte de sus esfuerzos a atraer a los hombres a la misión. La idea de que las misiones eran “cosa de mujeres y niños” parecía ser moneda corriente en numerosos pueblos.
Para romper este muro de indiferencia de los hombres, los misioneros realizaban una apuesta decidida por involucrarlos: junto con las conferencias mencionadas, los hombres protagonizaban, en exclusiva, uno de los actos públicos centrales de la misión, el “vía crucis”. Solía llevarse a cabo de noche y sólo podían participar los hombres, reservándose a las mujeres el papel de espectadoras. Otorgando a los hombres el protagonismo absoluto en uno de los actos clave de la misión, los misioneros esperaban superar su prevención hacia la misma. Al mismo tiempo, estaban convencidos de que el ambiente de sobrio recogimiento en que se desenvolvía la procesión podía llevar a los hombres participantes a replantearse su relación con Dios y elegir un estilo de vida “más cristiano”.
La misión en minas y fábricas: los actos para obreros
Las conferencias arriba analizadas eran actos abiertos a mujeres y hombres de cualquier clase social. Pero paralelamente a las mismas se desarrollaban también conferencias y charlas especialmente dirigidas a obreros. No olvidemos que la AES justificaba su razón de ser en la recristianización de la clase obrera. Los misioneros de la Asesoría consideraban esencial el que su mensaje llegase a los obreros y que sirviese para transformar la cultura de éstos, en el sentido de hacerla más favorable a la religión católica y las instituciones eclesiásticas. Por lo general, los actos misionales para obreros se realizaban en el propio centro de trabajo y dentro de la jornada laboral. Para ello era imprescindible llegar a un acuerdo previo con los directores de las empresas. Éstos debían ceder sus instalaciones y autorizar a los empleados a dedicar una hora de su jornada laboral a escuchar el mensaje de los misioneros. Lo ideal era que la empresa “regalase” esta hora, no obligando a los empleados a recuperarla, ni descotándola del salario. En una abrumadora mayoría de casos los directores de las empresas mostraban una magnífica predisposición a colaborar. El hecho de que los actos misionales para obreros se desarrollasen en las propias instalaciones de trabajo y con la colaboración activa de la dirección de la empresa ha llevado a cuestionar la voluntariedad de la asistencia a los mismos. Así, William J. Callahan no cree que en el contexto político de la década de 1940 los trabajadores tuviesen opciones de negarse a acudir a los actos misionales organizados en las fábricas. Desde este punto de vista, los obreros, al igual que los escolares, vendrían a constituir un “público cautivo” de los misioneros. Así, durante una misión de El Ferrol de 1960, un grupo de trabajadores de carga y descarga del puerto se negó a acudir a un acto de treinta minutos a pesar de que la empresa consignataria PYSBE había anunciado que les remuneraría dicho tiempo: afirmaron que preferían seguir trabajando antes que escuchar a los misioneros. Hay un hecho significativo: la asistencia de los obreros a los actos misionales que se desarrollaban fuera del recinto de las empresas parece haber sido, en líneas generales, muy reducida, de lo que se deduce que, si no hubieran sido abordados en su lugar de trabajo, se habrían mantenido, mayoritariamente, al margen de la misión.
Antes del inicio de cada misión, los misioneros recibían unas instrucciones escritas de parte de la AES y entre ellas se encontraba, indefectiblemente, la siguiente advertencia: “Tengan en cuenta los Padres Misioneros que los temas que han de tratar son los tradicionales. Aún en las conferencias que dirijan a los obreros en los centros de trabajo han de versar sobre temas religiosos. Eviten el tema social: tan sólo para explicarlo cuando sea necesario para aclarar los deberes propios contenidos en los Mandamientos de la Ley de Dios o de la Iglesia”.
Buscando unanimidades: el “acto general”
Como hemos ido viendo, a lo largo de cada uno de los días de la misión se iban sucediendo actos dirigidos a grupos sociales específicos: niños, mujeres, jóvenes, obreros… Sin embargo, al final de cada día, en la tarde-noche, se llevaba a cabo un “acto general” al que estaban convocados todos los habitantes de la localidad misionada y que se celebraba dentro de la iglesia o, si ésta carecía de la capacidad necesaria, en locales habilitados al efecto –cines o teatros–, o incluso en medio de la calle, si la meteorología de la estación lo permitía. En este acto general se esperaba contar con la máxima asistencia posible. En localidades pequeñas los misioneros podían llegar a identificar, con nombres y apellidos, a los que no asistían y visitarlos en sus domicilios particulares, con la finalidad de convencerlos para que compartiesen el “fervor” de sus vecinos. Aquellas personas cuya separación de la Iglesia era más notoria, como los adultos no bautizados o las parejas que convivían sin estar casadas, eran sometidas a una presión abrumadora, siendo visitadas por los misioneros y, de este modo, señaladas públicamente ante el resto de la comunidad. A menudo, estas presiones obtenían el fruto apetecido. En las misiones llevadas a cabo durante los años de la inmediata posguerra los bautismos de adultos fueron una escena habitual. Todavía durante la década de 1950 se dieron con cierta recurrencia. Así, durante la campaña misional celebrada en la isla de Tenerife en 1950 la localización de adultos no bautizados constituyó una de las preocupaciones prioritarias y fueron numerosos los que, de este modo, recibieron tal sacramento. Por lo que respecta a los matrimonios de “amancebados”, también fueron un componente destacado de las misiones de la Asesoría. A modo de ejemplo, en Las Anorias, localidad perteneciente al municipio de Pétrola (Albacete), la misión celebrada en 1951 se saldó con cuatro matrimonios de parejas “amancebadas”, con la peculiaridad de que dos de ellas recibieron por primera vez, en un mismo día, los sacramentos de la confesión, la comunión y el matrimonio.
La llamada constante a la asistencia de todo el pueblo, sin excluir,
como hemos visto, el recurso a la coerción, obedecía a una concepción
totalizante de la religiosidad
En el intento de que toda la población, sin excepciones, se congregase en el “acto general” se ponía de manifiesto la voluntad totalizadora de las misiones. Durante la duración de éstas la vida de la localidad misionada quedaba en suspenso, viéndose relegadas las actividades cotidianas ante el programa de actividades religiosas. El espacio público quedaba sacralizado a través de la presencia de elementos simbólicos que se colocaban en el mismo, tales como crucifijos, altares callejeros, carteles o pancartas. La llamada constante a la asistencia de todo el pueblo, sin excluir, como hemos visto, el recurso a la coerción, obedecía a una concepción totalizante de la religiosidad. En numerosas localidades se colocaban altavoces en puntos estratégicos de su callejero a través de los cuales eran retransmitidas, a alto volumen, las alocuciones de los misioneros con la finalidad, explícitamente reconocida, de que los que se negaban en redondo a asistir a los actos misionales “no tuviesen más remedio que escucharlos”. La misión buscaba, ante todo, restaurar la comunidad cristiana tradicional, entendida ésta como una identificación total entre Iglesia y pueblo, sin que pudiera existir espacio para el disenso o la indiferencia. Para el “acto general de la tarde-noche” los misioneros reservaban sus recursos más espectaculares, aquellos que presentaban un contenido más teatral y que, por ello mismo, enlazaban más directamente con el modelo barroco de misión. Las charlas que pronunciaban en tal acto apelaban a la emotividad del auditorio, intentando generar una situación de “pathos” colectivo que predispusiese a los asistentes a regresar a la fe. Uno de los temas más tratados era el de la muerte, pudiendo éste ser abordado de diferentes formas: la muerte reciente de algún ser querido que llevaría a replantearse el sentido de la existencia o la perspectiva de la propia muerte, que llevaría a plantearse la necesidad de “reconciliarse con Dios”. Un recurso muy utilizado por los misioneros era el de interrumpir su charla para rezar tres avemarías: el primero por el éxito de la misión, el segundo por aquel de los presentes cuya alma estuviese más “descarriada” y el tercero por el que primero fuese a morir. Un misionero capuchino tenía la costumbre de hacer que las luces de la iglesia fuesen apagadas, sorpresivamente, en el momento en que comenzaba la primera de las tres oraciones, mientras en el campanario de la iglesia comenzaba un lento redoble de campanas. Cuando, finalizadas las oraciones, las luces volvían a encenderse eran visibles las señales de emoción en muchos de los asistentes. En algunas misiones había una noche en la que el acto general se celebraba en el cementerio, hacia el cual los fieles se dirigían en comitiva. Allí, el misionero les dirigía el denominado “sermón de la muerte”. El ambiente nocturno y el verbo emotivo de los misioneros hacían que fuesen muchos los que se emocionasen, no siendo inhabitual que algunos de los asistentes pidiesen ser oídos en confesión nada más terminar.
El final de la misión: “misa de campaña” y despedida
El acto final de la misión solía coincidir con un domingo y consistía en una “misa de campaña”, celebrada en un espacio público abierto, habitualmente la plaza central del pueblo. A esta misa se esperaba que asistiese toda la localidad. Aún más: se esperaba que en el transcurso de la misma comulgasen todos los miembros de la localidad que, por su edad, estuviesen en disposición de hacerlo o, por lo menos, el mayor número posible de ellos. El objetivo último de las misiones era que todos los habitantes de la localidad misionada –o, por lo menos, la inmensa mayoría de ellos– entrasen en “gracia de Dios” por la vía de recibir los sacramentos de la confesión y la comunión. Del mayor o menor número de comuniones distribuidas durante el acto final dependía, por lo tanto, el que la misión pudiese ser considerada un éxito o un fracaso. Desde horas muy tempranas, los misioneros empezaban a escuchar confesiones. Les auxiliaba el clero local y, en ocasiones, sacerdotes de refuerzo llegados desde localidades limítrofes. La sucesión de confesiones podía llegar a demorarse durante horas. Si la misión había logrado generar un clima de entusiasmo religioso entre la población, era normal que se acercasen a confesar personas que llevaban muchos años sin hacerlo. Eran las famosas “confesiones de diez, veinte y hasta treinta años”, que entusiasmaban a los misioneros, pues veían en ellas la prueba más palpable de que “el pueblo estaba siendo reconquistado para el Señor”. Si en la localidad existía alguna imagen religiosa que fuera objeto de devoción popular, podía llevarse a cabo una procesión con la misma antes de la misa. Dicha procesión culminaba en el mismo sitio donde la misa iba a celebrarse y la imagen era colocada frente al altar, en una posición preferente. De este modo, al dotar al acto de una connotación extraordinaria y festiva, se conseguía asegurar una asistencia masiva. Este recurso resultaba particularmente eficaz en el mundo rural andaluz, donde estaba fuertemente extendido el fenómeno de que personas que no eran asistentes habituales a la iglesia, sí profesasen una fuerte devoción a una imagen religiosa concreta y estuviesen dispuestas a asistir a cualquier procesión que tuviese a dicha imagen como protagonista. La religiosidad popular era puesta, de este modo, al servicio de la religiosidad oficial que representaban las misiones. Desde finales de la década de 1950, la AES elaboró estadísticas acerca del número de personas que asistían a los actos generales de las misiones. De un análisis inicial de estos datos, se extrae la idea de que las misiones, a pesar del fuerte despliegue propagandístico que conllevaban, no lograban modificar la estructura religiosa tradicional de las localidades donde se llevaban a cabo. Así, en provincias de Castilla como Palencia, León o Ávila, donde los índices de asistencia a misa y frecuencia en la comunión habían sido tradicionalmente muy altos, las misiones solían saldarse con asistencias masivas, a menudo casi unánimes. Por el contrario, en provincias de Andalucía como Córdoba, Jaén o Almería, donde los índices de asistencia a misa y comunión dominical eran, de partida, muy bajos, los actos generales de las misiones se saldaban con asistencias mucho menos espectaculares.
Podríamos, por lo tanto, lanzar la hipótesis de que las misiones no dieron lugar a una auténtica reconquista católica, sino que, más bien, contribuyeron a mantener el “statu quo” religioso tradicional de las regiones españoles. En regiones como Castilla, donde los índices de práctica religiosa eran ya muy altos desde antes de la Guerra Civil, contribuyeron a mantener en el tiempo tal situación. Y en regiones como Andalucía, donde tales índices eran, de partida, bajos, sirvieron para que no terminasen de hundirse y, quizás, para mejorarlos levemente, pero no para generar un vuelco espectacular de la tendencia histórica. La misa de campaña ponía fin a los actos misionales propiamente dichos, pero aún había espacio para un epílogo: la “despedida de los misioneros”, que podía tener lugar el mismo domingo en que finalizaba la misión, por la tarde, o bien a la mañana siguiente. Este acto de despedida tenía lugar en un espacio abierto, generalmente la plaza principal. El alcalde dirigía unas palabras a los misioneros y éstos le daban, literalmente, “un abrazo a todo el pueblo en la persona del alcalde”. Seguidamente, los misioneros dirigían unas palabras finales a la multitud congregada, exhortando a todos a perseverar en el nuevo camino religioso iniciado a raíz de la experiencia misional. La multitud, por su parte, correspondía con gritos a través de los cuales pedía a los misioneros “que no se marchasen”. Si la localidad contaba con banda de música, ésta interpretaba su repertorio. Los misioneros partían. El vehículo en que viajaban era perseguido durante varios kilómetros por los niños. Como recuerdo de los días vividos quedaba la “cruz misional”, una cruz de madera colocada en un lugar destacado de la localidad que pretendía que la comunidad no olvidase el compromiso de llevar una vida más cristiana que había adquirido ante los misioneros.
Fuente → nuevatribuna.es
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