Francisco Franco, dictador y psicoanalista

Nueve estatuas ecuestres dedicadas a Franco hay en España. Tres son trillizas. En dos, el dictador tiene la cabeza separada del cuerpo. Una está entre rejas. Seis son, por mucho que se insista, ‘invisitables’. Un trauma aún no resuelto. 

Francisco Franco: dictador y psicoanalista
Carles Cols

Tan indescifrables fueron aquellos cuatro días de octubre en que una estatua ecuestre de Franco (decapitado, que nunca se olvide) resistió instalada frente al Born Centre de Cultura i Memòria que, ahora, seis años después, aquel episodio, símbolo de este siglo de la luces fundidas que nos ha todo en suerte vivir, es el capítulo inicial de un libro de ensayo. La editorial Tres Hermanas acaba de sacar de la imprenta ‘¿Dónde está Franco?’, donde no solo se rememora lo que ocurrió en Barcelona aquellos cuatro días (las juventudes independentistas llamaron fascistas a los presos del franquismo y, más aún, también a los representantes de la Amical Mauthausen, que tampoco nunca se olvide), sino que va mucho más allá.

La arquitecta Julia Schulz-Dornburg, coautora del libro junto al historiador Manuel Risques, decidió ir en busca de las otras ocho figuras ecuestres de Franco erigidas en España, una de ellas inaugurada incluso después de la muerte del dictador. El resultado es una suerte de ‘road movie’ por las sinuosas carreteras del subconsciente político de España. Vamos, un tesoro editorial.

En el primer tercio del libro, Risques, comisario de la exposición ‘Franco, Victòria, república. Impunitat i espai urba’ repasa, casi desde el punto de vista psicoanalítico, qué sucedió aquellos cuatro días, una cadena de incidentes que desbordó toda previsión, por loca que esta fuera. Siempre es mejor el leer el libro, pero a modo de resumen, un artículo periodístico dio a conocer algunos detalles de la muestra que estaba en proceso de preparación. Se informaba ahí que el la estatua ecuestre que hasta 2001 se exhibía en el castillo de Montjuïc iba a ser desempolvada de los almacenes municipales e instalada frente al yacimiento del Born, un espacio que, con Quim Torra como director, se había convertido en una suerte de santuario del independentismo, como si la guerra de 1714 hubiera sido de secesión y no de sucesión.

El diputado Joan Tardà clamó a través de ese bumerán llamado Twitter que aquello era una ofensa a las víctimas del franquismo. Desde CiU, por no ser menos, se subió la apuesta. Era una ofensa a las víctimas del franquismo y a los derrotados de 1714, decían. Que años más tarde Tardà fuera acusado a través de Twitter de traidor al independentismo por parte de los herederos de Convergència es solo una nota que no está de más añadir, aunque sea solo por malmeter. Unos y otros, en cualquier caso, obviaban algo crucial. Franco iba a ser exhibido decapitado.

Risques sopesaba antes de la inauguración que los nostálgicos de la dictadura liderarían las protestas. Lo que son las cosas, el independentismo les ahorró ese trabajo, incluso a costa de tachar de fascista a alguien como Enric Pubill, preso del franquismo durante ocho años, víctima de torturas y, como propina, obligado a cumplir una mili de tres años al salir de prisión.

Aunque algo en desuso, en el campo del psicoanálisis fue muy popular en el siglo XX el llamado test de Rorschach, un conjunto de láminas con manchas de color en las que los individuos con patologías eran capaces de ver escenas ofensivas donde la mayoría solo vería bucólicas escenas de la naturaleza. Aquellos cuatro días de octubre fueron, a su manera, un test de Rorschach.

Pero fueron también, y ahí está la cosa, el kilómetro cero del viaje que durante varios años ha realizado Schulz-Dornburg, barcelonesa desde 1990, para poder documentar profesionalmente los otros odiosos ocho Franco ecuestres de España, un periplo nunca exento de sorpresas y que, visto con perspectiva, es otra manera de sentar en el diván a un país que literalmente esconde esas estatuas como si fueran el más inconfesable de los secretos de la familia.

La autora documenta y transcribe con celo amanuense la correspondencia y las llamadas de teléfono mantenidas con las autoridades de todo tipo que custodian en almacenes esas figuras, por lo general de bronce, en las que ha habido de todo, desde el ‘no’ sin paliativos de Madrid (por no saberse, ni siquiera se conoce dónde reposa aquella obra de José Capuz que durante años estuvo plantada en Nuevos Ministerios) a una suerte de estrategia de dilación en la mayoría de los casos, por ver si quien formulaba la petición, en este caso la inagotable Julia Schulz-Dornburg se rendía.

Llegado el momento, solo dos ‘francos’, además del de Barcelona, pudieron ser visitados sin contratiempos, el de Santander y el de Valencia (ambos también de Capuz), en el primer caso tras un tira y afloja con las autoridades municipales y, en el segundo, gracias a la diligencia y el buen hacer del coronel Miguel Pareja, jefe de la base militar Jaume I de Bétera, un hombre que, leído el libro, parece el comandante general de Allenby, al menos tal y como sale reflejado en ‘Lawrence de Arabia’. Algo desconfiado, le pregunta Lawrence a Allenby si el plan británico de echar a los otomanos de Arabia no será con el propósito de adueñarse después de aquella península. “Yo no soy político, gracias a Dios”, responde el alto mando. No puso peros el coronel Pareja a pesar de estar al cargo de una de las estatuas, como deliciosamente escribe Schulz-Dornburg, más incómodas de la serie por las peripecias que pasó para ser descabalgada del pedestal.

La estatua de Franco, cubierta con un plástico blanco, a la izquierda, en un almacén militar de Valencia.

Recuerda la autora el día en que fue retirada la figura. “Franco y su pedestal estaban anclados al suelo con raíles metálicos. La maniobras para separar al jinete de su pedestal terminaron con la estatua partida en dos y el busto del dictador colgado de la grúa con la cadena al cuello”. Eso fue en 1983. En marzo de 2018, cuando la investigadora pudo visitar la pieza, no puede decirse que la suerte del sátrapa fuera mejor. “Desempaquetado y libre de mortaja, Franco cabalga entre rejas. Parece más encarcelado que protegido”.

Fotografía de la escultura de Franco de Valencia, a punto de partirse en dos, pero en la que hay que reparar, sobre todo, en que los operarios tuvieron que trabajar encapuchados para no sufrir represalias.

A la autora hay que reconocerle una obstinación digna de aplauso. Como prueba, las líneas enemigas que atravesó para conocer, casi intimar, con la primera de las estatuas erigidas en España, en 1948 en Zaragoza, en honor a Franco, una obra de Moisés de la Huerta que en su día fue definida como un “caballero cabalgando hacia los aires de la inmortalidad”. La inmortalidad, como se verá en este caso, se parece mucho a cómo la imaginó Jorge Luis Borges en uno de sus más célebres cuentos, en el que el protagonista, harto de una vida sin fin, parte en busca de las fuentes de la mortalidad. Schulz-Dornburg, visto que por los canales oficiales no llegará a ninguna parte, se presenta en las instalaciones de la Universidad Laboral de Zaragoza un día que un grupo de técnicos inspecciona los edificios. “Entro y cruzo un campo vallado en el centro del campus donde se halla la tienda verde que había visto en una imagen satelital. El grupo de técnicos anda muy cerca. Abro la lona por debajo para sacar alguna foto. Al final, acabo compartiendo la tienda con Franco hasta el grupo se aleja y consigo salir sin que nadie se percate”.

La ruta en busca de Franco (antes de regresar, por cerrar círculo como se merece, a Barcelona) depara inesperadísimas sorpresas. Una, por ejemplo, es un detalle curioso que no estaba subrayado en la película ‘Operación Ogro’, aquella que pormenorizó el atentado contra Luis Carrero Blanco. El que iba a ser sucesor del dictador en la jefatura del Estado iba camino de misa cuando ETA hizo detonar el explosivo, tal y como se narra en el filme, pero tenía después en agenda visitar los trabajos de fundido de la estatua que él mismo había encargado a Juan de Ávalos como regalo a Franco en su quincuagésimo aniversario de boda.

La ‘road-movie’ de Schulz-Dornburg hace, por supuesto, una parada en Melilla, un caso aparte, donde parece que el reloj de la historia no dio las horas el 20 de noviembre de 1975, fecha de la muerte del dictador, ni el 15 de junio de 1977, primeras elecciones democráticas de la era moderna. Melilla inauguró su Franco a caballo en 1978. Fue un capricho de la Legión que pagó un empresario industrial. Allí permaneció hasta 2010, desde donde primero fue trasladada a un almacén ultrasecreto, pero después fue repescada por la Compañía Melillense de Gas y Eelectricidad, que muy gustosa la atesora junto a otro espanto. Que lo cuente la autora.

“Franco no estuvo solo por mucho tiempo. El plácido retiro se animó un año más tarde con la llegada de la estatua del general Juan Yagüe, también conocido como ‘el carnicero de Badajoz’. Este había aparecido decapitado en 2008 en San Leonardo de Yagüe, municipio que aún conserva su nombre”. Si quieren saber más, lean el libro, pero no debe pasar por alto, en este viaje psicoanalítico, que si bien Ferrol del Caudillo (donde se erigió la más gigantesca de las figuras ecuestres de Franco) perdió su apellido en 1982, en Castilla y León hay una bonita villa que aún no ha renunciado al apellido Yagüe. Por cierto, con alcaldesa socialista.

Epílogo

Cada caso, queda claro, revela traumas distintos y, visto lo que sucedió aquellos cuatro días de 2016 en Barcelona, sería precipitado suponer que el de Catalunya es un caso a punto de ser dado de alta. “De alguna manera, lo acontecido a raíz de la exposición del Born recogía algunas de las peores herencias del pasado, certificaba un presente crispado y anunciaba un futuro de desasosiego”. Perfecto resumen a cargo de Manuel Risques, comisario de aquella inteligente exposición.

Visto con perspectiva, la vandalización de aquella estatua (en la que parecía que algunos pretendían reclamar su certificado de luchador antifranquista) le concedió a la exposición una fama más eterna de la que sin incidentes hubiera tenido. La estatua quedó realmente muy maltrecha, pero una de sus porciones, la pierna izquierda, regresó al almacén hecha un ‘Jackson Pollock’, tal cual como si hubiera sido un lienzo pintado al más puro estilo ‘dripping’ del genial artista del expresionismo abstracto. Tanto es así que en 2019 el profesor de estética Pedro Azara la quiso presentar como pieza destacada en la Bienal de Venecia en una muestra titulada ‘Perder la cabeza, ídolos’ y no pudo. Los fantasmas del pasado parece que se lo impidieron. Preguntado Risques sobre si no sería una feliz idea presentar el libro justo en el Born y que aquel muslo luciera durante un día en el pedestal, sonríe maliciosamente, pero intuye que en 2022 todavía es imposible.

Este reportaje se ha publicado en EL PERIÓDICO en febrero de 2022.

Textos: Carles Cols
Fotos: Julio Carbó, Ricard Cugat, Carlos Montañés, Danny Caminal, Julia Schulz-Dornburg, José Aleixandre y Jon Barandica.
Coordinación: Rafa Julve


Fuente → elperiodico.com

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