Diego Jiménez García
Hay que recordar que nuestra Carta Magna es la segunda de más larga duración de nuestra Historia, tras la de 1876, que estuvo en vigor hasta 1923. Ambos textos tienen en común, además, que suponen la Restauración de la monarquía borbónica, y no precisamente de una manera pacífica y consensuada: mientras que la llegada al trono de Alfonso XII vino precedida del pronunciamiento del general Arsenio Martínez Campos, en Sagunto, el 29 de diciembre de 1874, que supuso el final del Sexenio Democrático y de la I República española, no hay que olvidar que Juan Carlos I fue designado su sucesor por el dictador Franco en 1969, en virtud de la franquista Ley de Sucesión de 1947.
Parece claro, pues, pese a la aprobación del texto constitucional por una amplia mayoría de la población, que la monarquía española carece de legitimidad de origen, pues la CE78 la refrendó sin consulta alguna sobre la forma de Estado. (Es conocido el vídeo en el que Adolfo Suárez admitía que, en plena fase de discusión del texto constitucional, en todas las encuestas la monarquía salía perdiendo). 43 años después, muchas voces se alzan exigiendo una revisión a fondo, o incluso una nueva redacción, del texto constitucional, y en concreto del Título II en sus artículos 56, 57 y 58 que se refieren a la monarquía, pues esta institución, y sobre todo después de los escándalos protagonizados por el rey emérito ‘campechano’, está siendo puesta en cuestión por amplios sectores sociales, aunque ese sea un dato que se oculta frecuentemente en los sondeos de opinión al uso.
Cuando bastantes analistas coinciden en señalar, pues, que, tras la abdicación de Juan Carlos I (el Senado incurrió en una irregularidad insólita para aprobar de urgencia el proyecto de ley orgánica de abdicación del rey redactado por el Gobierno, convocando un pleno para votarla en lectura única, cuando ni siquiera había recibido el texto del Congreso), se abrió un evidente proceso de crisis de lo que se ha venido denominando el Régimen del 78, la monarquía borbónica y el poder judicial han cerrado filas.
Hace unos días, en Barcelona, Felipe VI y el presidente del CGPJ, Carlos Lesmes, presidieron el acto de entrega de despachos a la nueva promoción de jueces. En dicho acto, pese a la que está cayendo, el rey, el mismo que saltándose su obligada neutralidad como jefe de Estado arremetiera violentamente contra una parte de la sociedad catalana el día 3 de octubre de 2017, calificó a la sociedad española de ‘plenamente democrática’(?).
Por su parte, Carlos Lesmes aseguró que la presencia del monarca en un acto tan relevante tenía una fuerte carga simbólica y un profundo significado constitucional. Curiosa apelación al orden constitucional: olvidó, por un momento, que sus funciones como presidente del órgano de gobierno del poder judicial en España caducaron el 4 de diciembre de 2018. Incumplimiento flagrante, pues, de la Constitución por parte de quien está llamado a cumplirla ejemplarmente. La complicidad expresa del Partido Popular, que erigiéndose las más de las veces en adalid del cumplimiento de la CE78 se niega a renovar ese órgano de los jueces, es un elemento más que revela la escasa calidad democrática en que vivimos.
Hay otras cuestiones que rechinan en la CE78, como el no blindaje de derechos sociales (vivienda, Educación, Sanidad, pensiones…), reiteradamente incumplidos, pero me voy a referir sucintamente a un asunto que evidencia la estrecha conexión aún existente entre la Iglesia y el Estado, y que se plasmó en el texto constitucional: me refiero al ambiguo artículo 16, relativo a la libertad ideológica y religiosa, pero que en su apartado 3 se refiere a las relaciones estrechas de cooperación con la Iglesia católica (en primer lugar) y con otras confesiones. Lo estipulado en ese artículo arranca claramente de los Acuerdos con el Vaticano de enero de 1979, preconstitucionales en la medida en que fueron negociados antes de la promulgación de la Constitución el 29 de diciembre de 1978.
Con la excepción del periodo de la II República, siempre se mantuvo en nuestra tradición constitucional y, sobre todo en la dictadura franquista, un predominio confesional católico, en el que el poder la de la Iglesia quedó reforzado con concesiones y prebendas tales como la supervisión de la enseñanza; la presencia de la religión en las aulas, en los Concordatos de 1851 y 1953, y que se mantiene con los Acuerdos con la Santa Sede de 1979; la dotación del impuesto de culto y clero, que con distinta denominación también existe hoy; y la exención tributaria. Si a ello le sumamos las inmatriculaciones, que han incrementado su patrimonio, puede colegirse que la posición de privilegio de la institución eclesiástica permanece inalterable en pleno siglo XXI y eso es un elemento anacrónico más en nuestro orden constitucional.
Otro de los problemas a los que la CE78 no ha sido capaz de dar solución, pese a la implantación de las autonomías, es al de la articulación territorial del Estado. Las autonomías coexisten con una indisimulada tentación centralista heredada de los Decretos de la Nueva Planta, de Felipe V, tras el fin de la Guerra de Sucesión a la Corona de España, y que pusieron fin al Estado confederal de los Austrias. Centralismo que fue reforzado durante el reinado de Isabel II, con la decisión de diseñar una red radial de carreteras y ferrocarriles que confluyeran en Madrid.
Cuando se redactaba la actual Constitución, por el llamado ‘café para todos’, por el que las antiguas regiones y provincias herederas de la división provincial de Javier de Burgos, en 1833, podían acceder a la autonomía, se tuvo una especial consideración para las llamadas ‘regiones históricas’ (Euskadi, Cataluña, Galicia y Andalucía), que la obtuvieron por el artículo 151, mientras que las restantes lo hicieron por el artículo 143.
Pese a ello, la CE78 no ha logrado superar los conflictos de competencias con el Estado, y ello porque, en opinión de Xabier Domènech (Un haz de naciones. Edit. Península), en el conflicto autonómico aflora la negativa por parte del Estado a la cesión de soberanía; en lo que él denomina ‘españolismo’ se ha impuesto la línea de pensamiento de Ortega y Gasset que, como es sabido, negaba cualquier realidad alternativa a la española. Y ello pese a que ponentes como Peces Barba (PSOE) admitieron que la existencia de España como nación no excluía la existencia de naciones en el interior de aquélla.
La difícil salida a estos conflictos territoriales tiene su escollo en la propia CE78, cuyo artículo 2 resalta la ‘indisoluble unidad de la Nación española’, a cuyo cumplimiento se presta el Ejército (artículo 8), como garante de esa unidad. Por eso, y por las dificultades que la CE78 plantea para su reforma en su Título X, lo que la convierte en una Constitución bastante rígida, a la izquierda y otras fuerzas progresistas compete protagonizar un periodo de acumulación de fuerzas para encarar un proceso neoconstituyente que dé luz a un renovado texto constitucional que aborde incluso la forma de Estado y la articulación territorial del mismo en clave federal-confederal.
Porque creo que hoy, pese a los ‘vientos de guerra’ que soplan desde las filas de la derecha y la extrema derecha, habría que plantearse, como en los albores de la Transición, el dilema reforma o ruptura.
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