Crónica de un fusilamiento anunciado
Mi abuelo Francisco González Santana, escasos meses antes de ser fusilado (Archivo Fotográfico Familiar)

 
Crónica de un fusilamiento anunciado
Francisco González Tejera

«A los compañeros se los llevaron al amanecer del 29 de marzo del 37, llegaron al pabellón del campo de concentración de Gando como perros rabiosos, casi no los dejaron despedirse de nosotros, se llevaron a cuatro porque a Matías lo tenían en la prisión militar por ser soldado, recuerdo los abrazos, los llantos de aquellos buenos amigos, como nos pedían por sus familias, sobre todo Pancho que era el único casado y con tres hijos.»

Domingo Valencia

Fue dos días después del fusilamiento cuando llegó la noticia a Tamaraceite, el falangista Juan Santos, mientras pedía un ron y una tapa de carné cochino junto al cabo Pernía de la policía local, lo anunciaba en la tienda de aceite y vinagre de Mariquita, lo dijo medio eufórico, delante de varias clientas, como quien relata algo banal y cotidiano:-A “La Mahoma”, a Juan “Machado”, el alcalde comunista, y a tres más del pueblo les dimos “café” del bueno este lunes 29 de marzo a las cuatro de la tarde, murieron todos como cobardes llorando como chiquillos chicos, menos el hijo de puta de Matías López que daba vivas a la República- dijo entre risas, sin una brizna de compasión, aunque mi abuela fuera su prima hermana.

Una de las mujeres, la joven costurera, Sarito Acosta, se fue enseguida presurosa en busca de mi tía Rosa, que venía a esa hora de trabajar en los tomateros de Verdugo:

-Mi niña mataron a Pancho antier, lo fusilaron estos perros, ni siquiera avisaron a las familias, lo tiraron en una fosa del cementerio de Las Palmas, entre cal viva, junto a Juanito y los demás del Ayuntamiento- le susurró llorando, tratando de disimular, para que ninguna mirada cómplice sospechara de su dramática confidencia.

Rosa se quedó helada, ya no era capaz de llorar, tenía los ojos secos, sin lágrimas, desde que asesinaron a su sobrino el bebé Braulio en su presencia.

No articuló palabra, solo caminó deprisa por la Carretera General derecha a su casa, el rostro enrojecido, repleto de rabia y un dolor que ya era atávico, común, frecuente, como si no hubiera ya otra forma posible de vida.

Llegó a la humilde vivienda, los chiquillos estaban en la escuela de don Manuel, solo Lorenzo el pequeño de dos años durmiendo en el pecho de su madre, estaba sentada en el reducido patio mirando las nubes de lluvia atravesando el morro de la montaña de San Gregorio.

Lola dejó al niño en sus brazos y se tiró al suelo llorando a gritos, todavía le quedaban lágrimas, se le escuchó decir algo así como:

-Me lo quitaron todo, me lo quitaron todo, ya no me queda nada, y si sigo viva es por mis tres hijos-


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