El ministro de Interior, Fernando Grande-Marlaska, ha nombrado nuevo jefe para la Jefatura Superior de policía en Catalunya, Luis Fernando Pascual,
un funcionario aragonés que ya estuvo destinado a las comisarías de
L’Hospitalet de Llobregat y la de la vía Laietana de Barcelona, lugar de
espantosos recuerdos para tantos y tantos defensores de las libertades
democráticas. Un nombramiento que abre de nuevo el interrogante sobre
los motivos por los cuales Interior se ha negado hasta ahora a permitir
que este inmueble se transforme en un centro de recuperación de la
memoria de la represión.
No caben muchas dudas. La complicidad de
sectores de la policía, y también del ejército, con la extrema derecha
se pone de manifiesto con tanta frecuencia que llega a considerarse casi
como un fenómeno normal.
Muchos gobernantes, de diferentes
colores políticos, acostumbran a tratar a las fuerzas armadas y
policiales con especial atención y delicadeza. En el Estado español, sin
embargo, el tufo que dejó en estos cuerpos el régimen franquista se
percibe todavía. Es particularmente fuerte e impregna el comportamiento y
los discursos de mandos y responsables políticos.
Cuesta olvidar
aquellas ruedas de prensa organizadas por el actual Gobierno del
Estado, protagonizadas en buena medida por altos cargos uniformados, en
las que se llamaba a la ciudadanía a comportarse como «soldados» para
combatir el coronavirus o las palabras de quien hasta no hace mucho
ejercía como jefe de la Guardia Civil en Catalunya, cuando equiparó la
movilización soberanista catalana con actividades terroristas o al
comisario de policía, que salió al balcón de la jefatura de la vía
Laietana de Barcelona a levantar el brazo y a besar la rojigualda al
paso de una manifestación del nacionalismo español.
La lista de
ejemplos que ilustran el talante ideológico de fuerzas hipotéticamente
dedicadas a velar por la seguridad de la ciudadanía sería inacabable,
pero el más preocupante, quizás, es que no se ven signos ni voluntad de
rectificación por parte de gobernantes que se reivindican como
progresistas.
Parece mentira pero todavía no han enmendado las palabras del magistrado que ocupa la Secretaría de Estado de Seguridad, Rafael Pérez Ruiz,
hombre de confianza del ministro Marlaska. La ciudadanía, dijo,
«aprecia el trabajo abnegado y callado» de los policías de la Jefatura
Superior de Cataluña. Su sede, en la vía Laietana, «ha sido un símbolo
de servicio público desde el cual varias generaciones de policías han
contribuido y siguen contribuyendo a fortalecer la democracia en nuestro
país», añadió, en señal de cruel desprecio por las persones que allí padecieron el sadismo de determinados comisarios e inspectores.
¿Cuándo
se considerarán innecesarios o desacertados estos elogios? ¿Qué
necesidad hay de ensalzar sistemáticamente a los empleados del Estado
que portan armas, como si sus ocupaciones exigieran mayores
«sacrificios» cotidianos por amor a la humanidad que los de otros
profesionales? Cuando Pérez Ruiz habló de «generaciones de policías»
quiso complacer, evidentemente, a quienes deberían sentir vergüenza por
la brutalidad practicada en aquel edificio, la de las torturas del
franquismo, pero también la que se siguió aplicando después de la muerte
del dictador y la que también sufrió recientemente, por poner tan solo
un ejemplo, Guillem Padilla (el joven de la sudadera naranja),
que no cometió más error que el de no ser suficientemente rápido para
levantarse del suelo y correr, para evitar los golpes de una carga
policial.
El mismo día en que el secretario de Estado dejaba bien
claro el grado de sensibilidad democrática del Ministerio de Interior,
el hasta hace pocos días máximo responsable de la policía en Catalunya
elogiaba el «trabajo» de sus subordinados de «captación y análisis de
información relevante para la prevención de actividades delictivas y
otras que pueden afectar de manera grave el orden público y la pacífica
convivencia, provenientes de organizaciones radicales que tienen como
objetivo la fractura del Estado, tanto política como social, afectando
el normal funcionamiento de las instituciones públicas y privadas,
incumpliendo reiterada y gravemente la Constitución y las leyes». No
eran estos los objetivos de la «policía patriótica» que participó en la
«Operación Cataluña»?
Dicen que este comisario, José Antonio Togores, cargado de medallas al mérito policial y experto en unidades antidisturbios, mantuvo una relación impecable con el major Josep Lluís Trapero,
que últimamente se ha significado por sus peticiones de respeto a los
Mossos d’Esquadra, realizadas en un esfuerzo para mantener prestigio
entre los agentes que reclaman al poder político medidas de reconocimiento de su autoridad.
El
major, que entró en conflicto con la cúpula policial española durante
el otoño de 2017, y que fue cesado por el Gobierno de Mariano Rajoy,
procesado posteriormente y absuelto por la Audiencia Nacional, calificó a
Quim Forn de irresponsable ante los magistrados del
Tribunal Supremo que condenarían a quién fue consejero de Interior a
penas de 10 años y medio de prisión y de inhabilitación para ejercer
cargos públicos. En una inusual entrevista emitida por TV3 el pasado mes de junio, Trapero no ahorró elogios a los actuales responsables de la policía española y de la Guardia Civil.
El
corporativismo que a menudo se pone de manifiesto entre profesionales
de muchos oficios se acaba imponiendo con especial intensidad entre
agentes policiales de diferentes cuerpos. A veces se disputan ámbitos de
competencia y se ocultan datos, como fue el caso de la información sobre la iman de Ripoll,
con consecuencias terribles para las víctimas de los atentados del 17
de agosto. Pero a menudo, si reciben críticas desde la sociedad civil,
pueden llegar a defender u ocultar comportamientos propios de
energúmenos, actuaciones de violencia gratuita, ensañamientos contra
manifestantes, maltratos, castigos inhumanos, golpes, insultos,
registros sin garantías, interrogatorios humillantes que hieren la
sensibilidad de cualquier ciudadano normal…
La ciudadanía tendría
que poder tener, en principio, una percepción amable de los agentes
policiales, una imagen habitualmente alejada del sentimiento de miedo,
pero este objetivo, difícil de lograr en demasiadas partes del mundo,
resulta especialmente complicado de alcanzar en el Estado español, donde
es evidente la simpatía que genera la extrema derecha entre
sectores de las policías, de la Guardia Civil y de las fuerzas armadas. Los resultados electorales en los colegios y distritos donde tienen mayor presencia son bastante elocuentes.
«El orden, desgraciadamente, pocas veces exige el buen hacer», escribió Albert Camus (1), En
nombre del orden público se han justificado y se justifican todo tipo
de atentados más y menos graves contra la dignidad de las personas,
porque demasiado a menudo quién tiene que garantizar seguridad se
preocupa más por el respeto por su «autoridad» que por el servicio que
tiene que ofrecer.
Los demócratas con responsabilidades de gobierno tendrían que manifestar preocupación por esta realidad, en vez de disimularla. El régimen del 78 otorgó carta de credibilidad democrática a la policía y al ejército franquistas. Los «casting»
posteriores para seleccionar agentes y militares de diferente rango no
se han realizado cuidadosamente, es obvio. Los representantes de las
mayorías de izquierdas, en lugar de intentar combatir esta enfermedad
antidemocrática con muestras de «gratitud y respeto» por quien participa
en los desfiles de fuerzas armadas, en vez de invitar a la ciudadanía a
la reflexión sobre un «pasado compartido» que nunca ha existido,
tendrían que pensar en la manera de democratizar unos cuerpos que nunca
fueron depurados de ultraderechistas y que necesitan procesos de
selección y formación radicalmente diferentes.
No es una tarea
sencilla, porque quien acepta responsabilidades políticas en ámbitos de
«seguridad» siempre teme posibles reacciones hostiles en comisarías y
cuarteles,. De nada sirve, sin embargo, desviar la mirada hacia otro
lado y mucho menos la adulación.
Fuente → espacio-publico.com
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