Investigación sobre los crímenes de la dictadura. Algo cambia en España (año 2008)

Investigación sobre los crímenes de la dictadura. Algo cambia en España (año 2008)

Presentación

Reproducimos un artículo publicado en noviembre de 2008, cuando se hablaba ya de “nacional-madrileñismo” y en la Comunidad de Madrid gobernaba Esperanza Aguirre “con un partido [Popular] que sigue jugando al todo o nada con el auxilio de la Iglesia Católica española”. Está bien comprobar el paso del tiempo. Las aguas, siempre encrespadas de la política española cuando el PP está en la oposición, lo fueron aún más cuando el mes anterior el juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, se declaró competente para realizar las investigaciones sobre los desaparecidos en la Guerra Civil española. Trece años después, en una situación política que guarda muchos parecidos con aquella, vuelve de nuevo el debate, ahora sobre la oportunidad de retocar la Ley de amnistía de 1977, una reclamación histórica de la izquierda, promovida desde el Partido Comunista y el PSOE, con la voluntad de reparar a las víctimas de la dictadura. En el dilema de revisar o no la ley hay discrepancias entre los políticos –para algunos, entre ellos el PP, supone dinamitar la Transición- y también entre los historiadores. Quizá para paliar “la gran confusión”, como ha calificado Soledad Gallego algunas interpretaciones del actual revisionismo, valga la pena exponer brevemente algunos orígenes de la justicia internacional.

En 1946 el tribunal de Núremberg tipificó sobre la marcha los delitos de crímenes de guerra y contra la humanidad, inexistentes en los códigos penales de la época. Esa primera “justicia internacional” carecía de precedentes, bien es cierto que tras la Gran Guerra se había intentado un juicio parecido, sin éxito. Además, ese tribunal aplicó su investigación con retroactividad desde 1933 para juzgar a los líderes nazis. Nadie entonces, salvo los soviéticos, que hubieran deseado la ejecución sumaria de estos sin juicio, puso en duda la legitimidad de los criterios procesales y de las prácticas de Núremberg, muy semejantes a las que se emplearon en los procesos que enjuiciaron al Japón imperial y a otros países. Es más, Naciones Unidas los asumió y los desarrolló posteriormente para crear lo que hoy llamamos justicia internacional, que inspira la Corte Penal Internacional y debería influir en las autoridades judiciales de los países democráticos.

Esos mismos delitos de crímenes de guerra y de lesa humanidad, salvando las distancias, son los que cabe achacar a los responsables del régimen franquista, como reiteradamente han expresado los mismos relatores de NN.UU, Amnistía Internacional y las asociaciones de memoria histórica.

Conviene recordar esto ahora que, una vez más, se plantea derogar, o al menos, replantear la ley de amnistía de 1977 con el fin de que los responsables de esos delitos afronten una investigación. El artículo de Javier Alfaya en «Le monde diplomatique en español» evoca el estado de opinión que muchos hemos compartido ante lo que llama «la insuficiencia de la revisión de la herencia franquista», a la que intentó hacer frente el juez Garzón, sin éxito, evidenciando de paso el lastre de una transición imperfecta.

A estas alturas nadie puede dudar que esa ley fue de «punto final» o de «borrón y cuenta nueva», como dice Paloma Aguilar. Y, aunque su mérito, no escaso, fue posibilitar el proceso de transición política, no se pueden ocultar eternamente sus vergüenzas, no siendo menor la de ellas la desatención de las víctimas de la dictadura franquista. La izquierda, especialmente el PCE, la asumió haciendo de la necesidad virtud, pues carecía de fuerzas suficientes como para que el bloque progresista pudiera imponerse mediante una ruptura, que hubiera depurado el aparato del Estado, al menos al nivel de sus élites políticas, judiciales, militares y policiales. Recordemos en este punto la feliz expresión de Vázquez Montalbán: la transición fue fruto de una «correlación de debilidades”, en la que los herederos del franquismo, fueran del búnker o reformistas, no pudieron imponerse a la oposición democrática, ni a la inversa. Y añadamos una apreciación más: contra lo que afirman algunos ahora, esa amnistía no es la que se pedía en las movilizaciones del final del franquismo. Hubiera sido un ejercicio de masoquismo histórico inconcebible el exigir las libertades políticas –y ejercerlas de facto– y, a la vez, pensar la exculpación de los que las impedían y castigaban. Como absurdo es olvidar o perdonar unos delitos que no lo habían sido durante la dictadura y que la democracia naciente aún no había tipificado, a diferencia de Núremberg.

Pero aquí y ahora es evidente que la sociedad española no tendrá un grado de madurez democrática adecuado mientras no despeje de una vez este problema que viene arrastrándose desde hace décadas.

Conversación sobre la historia

Javier Alfaya

Desde julio de 2007, veintidós asociaciones de memoria histórica y una decena de particulares reclaman una investigación sobre las desapariciones, ‘sacas’, asesinatos, torturas y exilios forzosos que se cometieron en España a partir de 1936 y por los que, a su juicio, debería responder el Estado español dentro del marco actual de sus obligaciones por la violación del Derecho Internacional. En un auto de 68 páginas, hecho público el pasado 16 de octubre, el juez de la Audiencia Nacional, Baltasar Garzón, se ha declarado competente para realizar las investigaciones sobre los desaparecidos en la Guerra Civil española (1936-1939). El juez asegura que observa delitos “de detención ilegal permanente sin dar razón del paradero, en el contexto de crímenes contra la humanidad”, y ha autorizado la exhumación de diecinueve fosas comunes, entre ellas la del poeta Federico García Lorca. Baltasar Garzón busca a los responsables de esos crímenes. Y ha solicitado los certificados de defunción del dictador Francisco Franco y otros altos cargos de su régimen. Si no se ha dado razón del paradero de la víctima, el delito de “desaparición” permanece en el tiempo y sigue existiendo a día de hoy. El juez considera que todo comenzó el 18 de julio de 1936 con el golpe de Estado militar contra la democracia .

Lo que importa es que se haya producido. Que el juez Baltasar Garzón haya decidido abrir una investigación sobre los crímenes de la dictadura franquista es un acontecimiento que ha sacudido a toda España. Curiosamente ello ha servido también para disminuir el efecto de varios hechos que ponen en cuestión la solidez berroqueña del ultra-conservadurismo español como son los movimientos internos dentro del monolítico Partido Popular. Hechos como la actitud de la Unión del Pueblo Navarro (UPN) con respecto a la aprobación de los Presupuestos Generales del Estado, o las dos sorpresas deparadas por el PP gallego, que despertaron las iras del máximo dirigente nacional del partido, el incombustible Manuel Fraga Iribarne, ex ministro del general Franco: la declaración de defensa del fortalecimiento de la lengua gallega, y la crítica al mantenimiento de los símbolos de la dictadura en numerosas ciudades de España.

En plena exaltación del nacional-madrileñismo –que diría Suso de Toro–, aunque ya apagado el fulgor del famoso manifiesto en defensa de la “acosada” lengua castellana, con la presidenta de la Comunidad de Madrid, Esperanza Aguirre y Gil de Biedma en plena orgía privatizadora de los servicios de sanidad pública, la decisión del juez Garzón ha venido a plantear con toda crudeza lo insuficiente de la revisión de la herencia franquista por parte de las fuerzas democráticas.

Los pactos inter-partidarios de la Transición han entrado en crisis. Un libro reciente de Ferran Gallego lleva por título nada menos que El Mito de la Transición. Y los silencios que comportaron esos pactos, los cuales beneficiaron mucho más a los detentadores del poder del Estado que a las fuerzas de la oposición democrática, empiezan a ser discutidos no sólo en el ámbito político sino más allá. Porque tienen una dimensión social creciente.

Como era de esperar, enseguida han acudido en defensa del statu quo las huestes de los neo-franquistas agrupadas en torno a la Cope y a los periódicos madrileños El Mundo, ABC y La Razón. La delirante política anti-Zapatero que tensó al país a lo largo de la pasada legislatura (2004-2008) cobró el peaje correspondiente al partido de Mariano Rajoy en las últimas elecciones mientras que la crisis económica y las respuestas radicales del PP a la política gubernamental provocaron las iras de los poderes del dinero, hartos de la incesante política demagógica de los populares.

Muchos puntos conflictivos para un partido que sigue jugando al todo o nada con el auxilio de la Iglesia Católica española. Ésta se ha negado a colaborar con el juez Garzón y con las asociaciones de la Memoria Histórica (e incluso prepara nuevas oleadas de beatificaciones y canonizaciones) pero su lenguaje ha disminuido en capacidad agresiva y sus portavoces empiezan a matizar allí donde antes todas eran manifestaciones rotundas.

Durante cuatro años, Mariano Rajoy y la Iglesia española pusieron en marcha su estrategia de la crispación con el fin de agotar al Partido Socialista en el poder. Una antología de las declaraciones eclesiásticas y del PP entre 2004 y 2008 traía inevitablemente el recuerdo de la letal demagogia en los años que precedieron al triunfo del Frente Popular en febrero de 1936 y a la guerra. Muestra de la capacidad de calumnia y difamación de las fuerzas conservadoras españolas a lo largo de la historia. Todo un pelotón de intelectuales neoconservadores y ex izquierdistas dio escolta y apoyo al PP. Su fiasco final en las últimas elecciones tranquilizó al país pero no es garantía de que la nueva legislatura vaya a desarrollarse en un clima de respeto mutuo.

24 de enero de 2012: Baltasar Garzón llega al Tribunal Supremo para ser juzgado por prevaricación por haber abierto la causa por los crímenes del franquismo (foto: archivo de La Vanguardia)

El golpe de audacia de Garzón viene a poner sobre la mesa un problema central de la democracia española: el problema de una dictadura que ocupó cuatro décadas, dejando tras de sí una estela sangrienta. La actitud por lo menos ambigua de la derecha ante ese crimen, sigue presente. Cierto es que el régimen franquista no se reivindica desde las filas de la derecha parlamentaria –esa es la labor de los chicos y chicas de la FAES– pero se justifica. Ahora está de moda, por ejemplo, culpar a la II República de la política que condujo a la guerra civil. Se olvida –la historia de España está plagada de olvidos– el hecho de que los sectores conservadores no aceptaron nunca el triunfo democrático, el 14 de abril de 1931, de la República.

Un libro que tuvo mucho de pionero en los estudios históricos de nuestro pasado reciente, La destrucción de la democracia en España, del historiador británico Paul Preston, significó en su día una decisiva ayuda a la hora de desvelar la estrategia ultra contra un régimen, el republicano, que, retórica aparte, se presentó como tímidamente reformista e incapaz de llevar a cabo las transformaciones que reclamaba un pueblo que acababa de salir de una dictadura –la del general Primo de Rivera–.

El conservadurismo español ha utilizado el fantasma de la guerra civil y sobre todo, el de los fusilamientos masivos de los años 1940, como una especie de amenaza de que si las cosas van demasiado lejos –es decir, si se profundizan los cambios políticos, sociales y económicos todavía necesarios en nuestro país– se volvería a las andadas, o sea a la división irreconciliable entre las dos Españas… con todas sus consecuencias.

Los años 1940 forman un todo compacto de barbarie, único en nuestra historia moderna. Hay que repetirlo: aquello fue una política deliberada, de liquidación masiva de cuanto quedaba de democrático en la sociedad en una posguerra que se hizo bajo el signo del aniquilamiento. Los historiadores más serios mencionan cifras que hace unos años hubiesen parecido demenciales: un mínimo de ¡ciento cincuenta mil ejecuciones! Lo afirman historiadores como Paul Preston, Josep Fontana o Julián Casanova.

Manifestación en Madrid, en 2012, pidiendo justicia para el juez Baltasar Garzón, procesado por declararse competente para investigar los crímenes del franquismo (foto: Kiko Huesca/Efe)

En un solo cementerio, el del Este de Madrid, se asesinó por fusilamiento, entre agosto de 1939 y mediados de 1944, a unas tres mil personas. ¿Cómo justificar una masacre semejante? ¿Cómo explicar, por ejemplo, que una asociación tan inofensiva e ingenuamente esotérica como la de los Rosacruces, que había desarrollado cierta presencia en el Madrid republicano, fuera totalmente aniquilada mediante el fusilamiento de sus componentes entre 1939 y 1940? Un libro extraordinario de Juan Eduardo Zúñiga, Largo noviembre de Madrid, nos lo recordó hace unos años. Pero esa denuncia, como otras, hubo de hacerse con sordina. En el fondo nadie hablaba de aquello, porque la propia mayoría de izquierdas que gobernaba no estaba dispuesta a revisar nuestro pasado y sacar consecuencias…

Sin embargo los datos están ahí, con nombres y apellidos. Perfectamente documentados. Un episodio, por así llamarlo, que se multiplicó en una España llena de presidios y cárceles en las peores condiciones imaginables, donde se sacrificaba a hombres y mujeres cuyo delito había sido defender a un gobierno democrático abandonado por la no-intervención de las democracias europeas. Ni el Vaticano ni los Gobiernos europeos, en la guerra y en la paz, presionaron para dar coto a aquella atroz masacre.

Es posible que la iniciativa del juez Garzón se quede en poco más que un gesto. Pero es un gesto fundamental. Casi ninguno de los responsables de la matanza sigue vivo. El problema no es ese. El problema es que por fin llegue el momento en el que la sociedad española sepa que allá, en el fondo de nuestra historia contemporánea, está la masacre franquista. Por eso, la investigación del juez Baltasar Garzón tiene tanto de ejemplar.


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