La policía es un invento moderno. Durante la mayor parte de la historia ha existido el ejército y diversos tipos de cuerpos armados al servicio de los poderosos, pero no policía.
Sólo tras la revolución francesa, entrado ya el siglo XIX se empieza a plantear en algunos países europeos la necesidad de un cuerpo estatal armado encargado de vigilar y asegurar el cumplimiento de la ley.
La policía nace, pues, a la vez que el derecho moderno. Y no es casualidad. La unificación del poder público en el Estado y la consolidación de un parlamento civil que aprueba leyes y de una administración pública compleja exigen una fuerza armada diferente del ejército, capaz de investigar delitos y asegurar el cumplimiento cotidiano de todas esas normas. Nace el brazo armado de la ley.
Efectivamente, las fuerzas policiales son la manifestación más clara del monopolio estatal de la fuerza legítima. En nuestro sistema, queda abolido el recurso a la fuerza bruta como modo de resolución de disputas entre particulares y sólo el Estado, y sólo para asegurar el cumplimiento de las normas democráticas, puede recurrir a la violencia.
Se ha avanzado mucho en democratizar la policía, pero quizás no se ha
alcanzado aún el objetivo deseable: invertir totalmente el principio
sobre el que basaba la policía franquista
En los sistemas democráticos contemporáneos basados en el respeto a los derechos humanos como fundamento del orden social, la principal tarea de la policía ha de ser, necesariamente, la garantía de los derechos fundamentales. Sin embargo, se trata de una aspiración casi siempre frustrada.
La experiencia demuestra que quien ejerce la fuerza en nombre del Estado tiende a abusar de ella. La historia de la policía es también la de las dificultades del poder civil para controlarla y conseguir que la violencia se use tan solo como última solución, siempre de manera proporcionada y exclusivamente para asegurar el cumplimiento de las normas democráticas.
Las dictaduras lo tienen más fácil: le dan a estos cuerpos represivos poderes casi ilimitados que sirven para amedrentar a la población. La policía de la dictadura sirve para asustar al pueblo e impedir que piense o actúe por sí mismo. El problema surge cuando, como sucedió en España, se quiere pasar de una dictadura a una democracia.
La transición española supuso el mantenimiento incólume de todo el aparato estatal franquista, incluidos jueces, profesores y, por supuesto, policías.
Los primeros gobiernos democráticos tuvieron grandes problemas para hacerse con el control real de las fuerzas de seguridad. Durante años la policía nacional siguió controlada por el grupito de José Saiz, Conesa y Antonio González-Pacheco, conocido como ‘Billy el Niño’, es decir la cúpula de la brigada social creada para reprimir delitos políticos. Por su parte, la Guardia Civil protagonizó el único golpe de Estado de la democracia.
Ya ha pasado tiempo de aquello pero nuestra policía –como la judicatura– nunca ha logrado desprenderse del todo de los tics franquistas. Basta mirar a cualquier manifestación de Jusapol, el sindicato mayoritario en la nacional, para descubrir una estética y unas reivindicaciones neofascistas que asustan a cualquiera.
Se ha avanzado mucho en democratizar la policía, pero quizás no se ha alcanzado aún el objetivo deseable: invertir totalmente el principio sobre el que basaba la policía franquista. No se trata ya de mantener a la población asustada y desarticulada, sino de asegurar que sea la sociedad la que decide y el poder el que obedece. La policía democrática ha de proteger el ejercicio de los derechos políticos desde el más escrupuloso respeto a las personas y su libertad.
Los datos desmienten esta realidad. La sección española del Comité de Prevención de la Tortura, situada en el Defensor del Pueblo recogió en su último informe anual 68 denuncias por torturas o malos tratos contra funcionarios policiales. Son muchas más. La coordinadora por la prevención de la tortura, entidad independiente, sube la cifra a 224, afectando a un total de 1.104 personas.
La principal causa de la pervivencia de los abusos policiales está en la falta de control democrático sobre las fuerzas de seguridad. Una de las principales funciones del poder judicial es controlar y evitar los excesos del poder. En España los jueces no son reacios a controlar al poder político pero fallan estrepitosamente a la hora de poner freno a los abusos de las policías.
La connivencia entre jueces y policías es una vergonzosa anomalía española. Al espectáculo continuo de magistrados condecorados por los mismos cuerpos a los que deben controlar se suma a veces el de jueces vistiendo pulseritas de la guardia civil y pin de la policía, incluso cuando juzgan asuntos en los que están involucrados estos funcionarios.
El asunto es tan grave que empieza a trascender nuestras fronteras. El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado hasta en diez ocasiones a nuestros jueces por negarse a investigar denuncias fundadas de tortura. No es que no condenen, es que rechazan abrir una investigación. Hay también una condena por hacer la vista gorda ante la injustificada violencia policial a la hora se disolver manifestaciones.
La falta de imparcialidad de los jueces españoles respecto a la policía llega al punto de que numerosos juristas –y hasta algún magistrado– hablan de una (inexistente legalmente) presunción de veracidad de la policía. En la práctica resulta casi imposible oponerse a la palabra de un agente policial, salvo que haya pruebas flagrantes.
E incluso así, se nos acumulan los casos mediáticos de abusos policiales en los que la judicatura se ha negado a controlar a las fuerzas de seguridad.
Los guardias civiles que dispararon a inmigrantes que estaban en el agua en Tarajal y que causaron la muerte de 15 personas fueron absueltos. De los veinte casos en los que alguna persona ha perdido un ojo por mal uso de las balas de goma, sólo en uno hubo condena, pero nunca del autor de los disparos.
El Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha condenado hasta en diez
ocasiones a nuestros jueces por negarse a investigar denuncias fundadas
de tortura.
Recientemente, está el caso de los policías que, en Linares, dispararon con postas a la multitud que protestaba por la paliza que dos de ellos habían propinado a un ciudadano inocente. Resultaron absueltos. Los policías que entraron sin orden judicial en una casa donde había una fiesta no van a ser juzgados porque dice un juez que solo obedecían órdenes. Otro tribunal decidió no investigar las palizas que denunció una señora detenida por protestar en una manifestación de Vox en Granada…
Mientras las redes sociales se llenan de vídeos de malos tratos policiales, los datos no perdonan. En estos momentos, según el Defensor del Pueblo, sólo hay nueve funcionarios policiales en toda España cumpliendo condena por torturas o malos tratos.
La impunidad policial es tan evidente que da miedo. El poder judicial se niega a juzgar o a castigar incluso los casos más flagrantes de abusos y dificultan así que nuestra policía llegue a ser nunca auténticamente democrática.
Más aún, la judicatura refuerza la impunidad policial dándole credibilidad a todo lo que diga un agente y regalándoles con ello el terrible poder de meter en la cárcel a quien quiera. El escandaloso caso del diputado condenado por la vaga declaración de un policía de que le había dado una patada es un salto cualitativo. El Tribunal Supremo, en primera instancia, ha considerado tan creíble esa afirmación difusa y no corroborada por ningún dato (ni siquiera los médicos apreciaron la más mínima contusión) como para vencer la presunción de inocencia.
El mensaje es claro: si un policía te mira, quítate de su camino porque puede impunemente propasarse contigo o acusarte de un delito inventado. Y los jueces lo van a proteger.
La policía, descontrolada, da mucho miedo y está cada vez más lejos de alcanzar los objetivos democráticos. La culpa es de un poder político acobardado ante los cuerpos armados y el riesgo de que parezca que es poco duro ante la delincuencia. Pero también de un poder judicial escasamente democrático y vendido a los poderes fácticos anteriores a la transición. La impunidad policial es el fin del Estado de derecho, pero a nuestros magistrados eso no parece preocuparles.
Fuente → ctxt.es
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